
Anda revuelta la cúpula de la Iglesia católica. El obispo Munilla ha declarado que se acercan tiempos de persecución por resistirse a la imposición del pensamiento único dominante.
Desconozco si ese sentimiento de acoso que expresa el obispo tiene algo que ver con las comisiones de investigación sobre los delitos de pederastia cometidos en instituciones religiosas que promueven determinadas fuerzas políticas. Munilla sabrá a qué obedecen sus temores, no me gusta juzgar intenciones. Y, dicho sea de paso, también sería interesante que nos explicara lo que entiende por pensamiento único dominante.
Lo cierto es que, tras la investigación abierta por El País, estamos asistiendo a una cascada de denuncias de casos de pederastia en la Iglesia. Y que -hasta la fecha y con alguna excepción- la jerarquía de la Iglesia católica española ha mostrado una escasa disposición para tratar de esclarecer lo sucedido. Empezando por resistirse a que la investigación se centre en instituciones eclesiásticas. Puestos a revisar el pasado, sostienen, se debería incluir todo, con independencia de dónde se hayan producido los casos. Bueno, no son los primeros en tratar de diluir las propias culpas en el océano de la maldad humana, esa es una práctica habitual. Es evidente que ha habido otras víctimas, otras violencias, otros abusos, otros culpables… Pero también que la pederastia en la Iglesia adquirió -y desearía que el pasado estuviera bien utilizado- unas dimensiones y unas características específicas.
Yo estudié con los curas. Aunque debo decir en mi descargo que no era más que un niño y que esa decisión, como es obvio, la tomaron mis padres. Y en descargo de mis progenitores, que la práctica totalidad de las familias de similar nivel social de la empresa en la que trabajaba mi padre hacían lo propio. Y para terminar esta ronda de justificaciones no pedidas, añadir que me expulsaron del colegio antes de terminar el bachillerato por ser un mal ejemplo para mis compañeros. En fin… Lo del mal ejemplo todavía me sigue haciendo gracia.
Mirando desde el presente, cuesta entender la atmósfera que se respiraba en aquellos colegios religiosos. Y sin entenderla, es difícil hacerse cargo de cómo pudieron suceder tamaños abusos y las razones de que se mantuvieran ocultos durante tanto tiempo.
Los colegios de curas eran mundos exclusivamente masculinos, bombas de testosterona. El sexo estaba maldito. Los curas lo consideraban algo sucio. Su práctica solo se consentía por estrictas necesidades reproductivas y dentro del matrimonio, por supuesto. La identificación del sexo con el pecado lo recluía en un universo oscuro y prohibido, clandestino. Pero a la vez, como es imposible negar el deseo, lo convertía en obsesivo. Muchos curas se erigían en azote de pecadores y, como consecuencia directa, se volvían fanáticos rastreadores de cualquier actividad sexual. Estaban obsesionados por averiguar si los alumnos habían tenido pensamientos impuros o se habían tocado -si se habían hecho alguna paja, vamos-, lo que consideraban como un abuso contra el propio cuerpo. Se regocijaban en ello o, al menos, esa impresión daban.
El sexo era pecado, y el pecado te arrastraba a un infierno en donde sufrirías tormentos por toda la eternidad. Una amenaza aterradora que alcanzaba el culmen de la teatralidad cuando nos llevaban de ejercicios espirituales. Unos días fuera de casa, con ceremonias nocturnas, horas de absoluta soledad, prolongados periodos de silencio… La oscuridad de los templos, las figuras de los mártires torturados y sangrientos, los cristos crucificados, las llamas de las velas, el olor a incienso… Una escenografía turbadora. Nos exhortaban, entonces, a huir del pecado, y el pecado más peligroso, por su cercanía, era ese que crecía dentro de nosotros: la sexualidad.
De ese ambiente malsano, con el sexo convertido en tabú y, paradójicamente, siempre presente como amenaza, no cabía esperar nada bueno.
Había muchos curas sobones. Recuerdo a un padre entrado en años, El Querido lo apodábamos, porque siempre se dirigía a nosotros llamándonos queridos. Se acercaba por detrás a los alumnos sentados en sus pupitres y, en mitad de la clase, les metía la mano por el cuello para acariciarlos. Era algo tan sistemático que contábamos lo que duraba cada asalto. Si llegaba hasta diez, apuntábamos que había ganado por KO.
Creo que si lo soportábamos en silencio -aparte del miedo, claro- se debía a que lo achacábamos a la locura. Nos escondíamos en el aula, mirando al pasillo desde unos cristales elevados. Colocábamos una pelota de papel en el recorrido que El Querido hacía en solitario todos los mediodías. A veces pasaba de largo, pero si la veía volvía sobre sus pasos. La miraba de reojo, iba hacia adelante y hacia atrás varias veces. Y, al final, no podía contenerse: se alzaba la sotana y empezaba a propinarle patadas, jugando torpemente al fútbol con la bola, a su edad. Una juerga, nos partíamos de risa.
Alumnos mayores contaban de otro sacerdote, no recuerdo su nombre, que iba más allá. En este caso, se aprovechaba de los chicos que iban en pantalones cortos para meterles la mano por la pernera y tocarles los genitales. Decían que lo hacía en público, cuando los sacaba a la pizarra, pero lo recojo de oídas, no puedo asegurar que sucediera así.
Y luego estaba el mundo de los internos, dos o tres centenares de alumnos que vivían en el propio colegio. Algunos, de pueblos suficientemente alejados para que fuera imposible ir y volver en el día. Otros, recluidos allí para meterlos en cintura. Y un buen puñado de ellos, hijos de emigrantes adinerados, de México y Cuba principalmente, con los padres al otro lado del mar. Los internos eran los más desprotegidos.
Además del sexo entendido como tentación demoníaca, estaba la violencia. En el colegio, era de uso común. Los castigos físicos -tortazos, capones, tirones de pelo o de orejas, golpes con la regla…- eran el pan nuestro de cada día.
Se daban casos de mayor ensañamiento. Recuerdo a un padre prefecto de bachiller de estatura minúscula. Llevaba siempre con él un silbato de acero con el que indicaba el final de los recreos y nos llamaba a formar filas. Era tan pequeño que, para escarmentar a los alumnos mayores, los obligaba a ponerse de rodillas ante él, movía la cadena del silbato como si fuera un molino y los atizaba con él en la cabeza. Bestial.
También un profesor de física -ese era seglar- que en cada evaluación, ¡y eran mensuales!, ponía en fila a los que habían suspendido y los daba de tortas, que podían ser más o menos numerosas y violentas en función de la nota conseguida.
Bueno, la lista sería larga. Baste con lo dicho.
La verdad es que a mí me dejaron en paz. Solo una vez recibí un tortazo. Estaba hablando con un compañero en el coro de la iglesia, cuando llegó un cura por detrás y me soltó un bofetón. No lo vi venir.
El poder absoluto de los curas sobre los alumnos, el miedo inducido por el recurso sistemático a la violencia, el tabú del sexo, la mezcla corrosiva de rechazo hacia toda práctica sexual y la obsesión con el tema, el cultivo de la sumisión, el abusador investido de autoridad divina, la víctima que -¡encima!- se sentía pecador por serlo… Esa atmósfera enrarecida está en la base de lo sucedido en aquellos tiempos oscuros.
Mundos cerrados, claustrofóbicos, en los que la impunidad estaba prácticamente asegurada.