
Con la muerte de Mario Vargas Llosa ha desaparecido el último de los grandes autores del llamado boom de la literatura latinoamericana. El boom -fenómeno literario o afortunada etiqueta comercial: las dos cosas a la vez seguramente- es ya historia.
No es tarea fácil, ni me parece demasiado interesante, fijar los márgenes del boom o identificar nítidamente a quienes formaron parte de él. Nunca es sencillo aclarar qué se agrupa bajo una etiqueta. Los analistas más restrictivos lo limitan a un puñado de novelistas latinoamericanos cuyas obras fueron distribuidas en Europa entre 1960 y 1970 y que alcanzaron un éxito considerable. Según esta visión restringida, los autores incluidos, jóvenes en aquellos años, serían Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y Vargas Llosa. Escritores con estilos y visiones diferentes, pero de indudable calidad todos ellos.
En cualquier caso, y como suele suceder, por más que dichos autores bebieran de las vanguardias y sus textos supusieran una ruptura con buena parte de la literatura tradicional en sus entornos, sus obras son también deudoras de la renovación literaria latinoamericana emprendida por escritores como Jorge Luis Borges, Juan Rulfo, Alejo Carpentier o Ernesto Sabato. Incluso hay quienes consideran la obra de Miguel Ángel Asturias Hombres de maíz (1949) como precursora del boom, y a Hijo de hombre (1960) de Augusto Roa Bastos como su primera novela. Lo cierto es que se movía ya una corriente de fondo y sobre ella se levantó la ola.
Además, como ocurre con cualquier fórmula de éxito, acabó por agrupar bajo su etiqueta casi a cualquier escritor latinoamericano que publicara en aquellos años y en los inmediatamente posteriores.
La literatura latinoamericana vivió una época dorada difícil de repetir. Edad de oro, a pesar de la llamativa -mirada desde el presente- ausencia de mujeres en el grupo 1.
Mario Vargas Llosa es un narrador poderoso. Lleno de ambición literaria, se propuso dar volumen a la novela utilizando técnicas y recursos que fueron vanguardistas en aquel entonces. Rompe el tiempo lineal superponiendo sucesos de distintas épocas, a veces hasta en un mismo párrafo. Narra los hechos con varias voces y perspectivas que dan lugar a versiones complementarias y, en ocasiones, contradictorias. Recoge el lenguaje de la calle, incluyendo localismos y modismos peruanos y sin evitar expresiones que podrían considerarse malsonantes…
No hace todo esto por simple afán de experimentación. Lo pone al servicio del objetivo de conseguir una narración total, una narración que no se limite a contar hechos, sino que intente abarcar diferentes miradas sobre ellos, comprender por qué ocurren, analizar los choques de intereses, la casualidad y los malentendidos que mueven los hilos de cada historia, medir el peso de experiencias pasadas en las decisiones que toman los personajes… Una ambición desmedida, inabarcable, imposible de satisfacer al cien por cien, pero que, utilizada con maestría, ha dado lugar a un puñado de magníficas novelas.
Se ha repetido muchas veces que el boom rompe los límites entre fantasía y realidad. El llamado realismo mágico se asocia sobre todo con García Márquez, mientras que a Vargas Llosa se le supone más apegado a los hechos y la historia. Sin embargo, la propia realidad latinoamericana -incluso la geográfica, no hablemos ya de ciertos personajes y personajillos- resulta en ocasiones tan delirante como la fantasía más desbordada. Esta realidad alucinada tiñe muchas de las obras de Vargas Llosa, siempre preocupado por las identidades particulares y su encaje con los valores universales, la miseria de las masas, los fanatismos, la violencia política y el sueño de la razón. Así, en La guerra del fin del mundo (1981), por poner el ejemplo de una de sus novelas importantes, narra la historia de un iluminado mesías que guía un levantamiento de campesinos pobres en Brasil buscando restaurar el reino de dios y la justicia. Miseria, política, violencia y religión dándose la mano en unos hechos históricos, sí, pero disparatados y enfebrecidos.
El despegue del boom coincidió con los inicios de la Revolución Cubana. Sus autores en bloque, Vargas Llosa incluido, vieron en ella el germen de una esperanza nueva para el continente. Vargas Llosa visitó Cuba durante la crisis de los misiles o participó como jurado del premio Casa de las Américas en La Habana.
Pero en 1967 fue detenido el poeta cubano Heberto Padilla, recluido durante 38 días, y sometido a un proceso de autocrítica en el que acabó reconociendo sus errores y señalando a otros escritores que dudaban de la revolución. Vargas Llosa, como otros muchos intelectuales, alzó la voz contra aquello. Renunció al comité de la revista Casa de las Américas denunciando que ese lastimoso espectáculo no ha sido espontáneo, sino prefabricado como los juicios estalinistas de los años treinta.
No creo que pueda ponerse en duda el amor de Mario Vargas Llosa por la libertad. Dos de sus principales novelas abordan, precisamente, el horror de las dictaduras latinoamericanas: La fiesta del chivo (2000), sobre la vida y asesinato de Trujillo en la República Dominicana, y Tiempos Recios (2019), que narra el golpe militar que derribó al gobierno progresista de Jacobo Árbenz en Guatemala.
A lo largo de su vida ha ido uniendo en un mismo paquete libertades y liberalismo económico, posición que a mí me parece francamente discutible. Ha participación apasionadamente en mil batallas políticas. No está de más recordar, en medio de la matanza que el ejército israelí está llevando a cabo en Gaza, su librillo de 2009: Israel-Palestina: Paz o guerra santa. Su activismo político le ha llevado, en los últimos años sobre todo, a defender a ciertos personajes de la ultraderecha cuando se enfrentaban a quienes él consideraba mucho peores.
Estos posicionamientos le han procurado la feroz enemistad de algunos sectores de la izquierda que han condenado, de paso, el conjunto de su obra literaria. ¿Podemos separar las opiniones políticas -o los comportamientos morales- de un autor y su obra? ¿Tenemos que compartir sus ideas políticas o exigirle una vida moralmente intachable para disfrutar de sus escritos?
En cualquier caso, en el terreno literario, que es de lo que ahora estoy hablando, Vargas Llosa está muy lejos del prototipo de escritor panfletario que arremete contra sus enemigos. Sea por respeto a sus personajes, por el poso de su propia historia, o por las razones que sean, siempre ha tratado con respeto a los personajes más izquierdistas. En Historia de Mayta (1984), por ejemplo, intenta recuperar la historia de un trotskista peruano que participó en un surrealista alzamiento revolucionario y fue encarcelado varias veces, hasta acabar en el abandono y el total olvido. Lejos de hacer sangre del personaje, intenta comprender las circunstancias personales, económicas y sociales, y los mecanismos políticos e ideológicos que lo explican.
En Conversación en La Catedral (1969) -probablemente la mejor de sus novelas- Zavalita, el protagonista, se pregunta: ¿Cuándo se jodió el Perú? La pregunta ha hecho fortuna y se utiliza para adaptarla a numerosos casos y cosas.
Leemos para disfrutar y cada cual lo hace a su manera. Conocer otros mundos y otras circunstancias puede ser parte del disfrute. Los gustos literarios son muy personales y es difícil discutir sobre ellos, pero el puñado de novelas que cito en este artículo me parecen de lo más interesante que ha escrito Vargas Llosa. Que alguien renuncie a leerlas por discrepancias políticas… Pues… ¡que con su pan se lo coma! Sería otro síntoma más de una izquierda que anda bastante jodida. O de que, abrasada por el doctrinarismo, hasta la literatura se está jodiendo.
1 Una mirada optimista señalaría que los tiempos han cambiado y que algo así sería impensable en nuestros días. Otra pesimista, que autoras como Elena Garro, Silvina Ocampo o María Luisa Bombal fueron subestimadas por ser mujeres.