Europa y sus viejos demonios

Palpo a mi alrededor cierta sensación de desánimo. Parece acercarse un desastre de dimensiones difíciles de medir. Se perciben cambios sociales de calado y no precisamente a mejor. A lo más que se aspira, y eso entre los optimistas, es a resistir. El uso de términos como frenar, contener, detener, limitar… se dispara a diestro y siniestro. Y no solo entre amigos y conocidos. Artículos de opinión y numerosos comentaristas apuntan en la misma dirección.

Una ola populista -de extrema derecha, en lo sustancial- está barriendo el mundo y amenaza con seguir creciendo. Y, aunque ya estaba presente desde hace tiempo entre nosotros, llama ahora con fuerza a las puertas de diversos países de la vieja Europa. Así lo confirman las recientes elecciones al Parlamento Europeo.

Lo peor de todo, seguramente, es que no acertamos a comprender qué está pasando. Mirándolo desde la fría lógica, parecería imposible que ideas tan simplonas, tan agresivas, tan brutales, tan sesgadas, tan antiguas -en lo fundamental-, alcancen semejante respaldo a estas alturas de la historia. Y, sin embargo, ahí están. No es sencillo analizar el porqué. Las causas y motivos parecen ser múltiples y abarcar diferentes ámbitos. Mucho arroz para un pollo, al menos para este que escribe. Así que me voy a limitar a reflexionar en voz alta sobre algunos temas parciales.

Lo primero es tratar de medir fríamente los resultados. La mitad de la población no ejerció su derecho al voto. Según los datos provisionales, la participación global en Europa fue del 51,01% y en España, del 49,21%. Un fuerte abstencionismo que, además, viene siendo habitual en este tipo de elecciones.

Esta apatía puede deberse, en buena medida, a la lejanía con que se perciben las instituciones europeas. Pero nos muestra también, creo yo, que una buena parte de la población europea no ha vivido estas elecciones con excesivo dramatismo. Un estado de ánimo que no sé si habrá cambiado una vez vistos los resultados.

La conclusión que saco es que las derechas radicales están en ebullición, frente a otros sectores sociales numerosos, pero mucho más pasivos.

Prescindo de la interminable discusión sobre qué es el populismo. Si nos fijamos en los que, por lo general, se consideran sus rasgos fundamentales, el populismo no es un fenómeno nuevo. Señalar a una élite malvada y corrupta -o a determinados colectivos sociales- como la causa de todos los males, reducir la política a la lucha entre el bien (los nuestros) y el mal (los otros), proponer soluciones simplistas -inaplicables, casi siempre- como remedio rápido y mágico, unirse en torno a un líder que nos marca el camino, polarizar a la sociedad en torno a esos ejes emocionales… son tácticas bien antiguas. Se utilizaron ya en la Grecia Clásica o en el Imperio Romano ¡y ha llovido desde entonces! Y alguno o varios de estos ingredientes, por cierto, los encontramos en muchísimas corrientes políticas.

Sin remontarnos tan atrás en la historia, en este país de charanga y pandereta sufrimos personajes tan delirantes como Ruiz Mateos o Jesús Gil. Y ambos lograron cierto respaldo electoral. Ver al creador de un conglomerado empresarial piramidal, Ruiz Mateos, bramar contra los ladrones del Estado disfrazado de supermán, o a un elemento de la calaña de Jesús Gil reivindicarse como el adalid de la lucha contra la corrupción en Marbella, no es muy diferente del actual caso de Alvise. Gritar ¡al ladrón, al ladrón! ha sido, desde antiguo, una táctica habitual de los chorizos.

Tomo a Alvise como síntoma. Se ha erigido en azote de la partidocracia, después de un recorrido por UPD y Ciudadanos, y del fracaso de ambas formaciones. Se presenta como uno de los escasos defensores de la verdad en este país, siendo -está probado- un habitual difusor de bulos (el respirador en la casa de Manuela Carmena, el positivo en covid de Salvador Illa y un largo etcétera de mentiras comprobadas). Alvise ha sido condenado varias veces por difamación -aunque presuma de que las sentencias aún no son firmes- y tiene procesos pendientes. En la campaña de las europeas, afirmó sin rubor que buscaba ser eurodiputado para aforarse frente a la justicia.

¿Cómo se explica el éxito de este tipo de personajes? ¿Obedece a algún tipo de lógica más allá de argumentarlo en base a la consabida estupidez humana? Bueno, para sus seguidores -es el caso también de Trump- esas mismas condenas son la confirmación de que lleva razón: lo persiguen porque molesta, es un mártir de la verdad. Los corruptos partidos políticos, el statu quo, la dictadura progre, el sistema -pon aquí el diablo que quieras-, lo controlan absolutamente todo. Los jueces, a su servicio, tratan de amedrentarlos para que cierren la boca.

Para poder llegar hasta estos extremos hay que tener firmemente convencidos a los seguidores de que solo el suyo es el grupo de los justos. Ellos son los elegidos, los únicos que conocen y comparten la verdad. Los adversarios son malvados, servidores de poderes ocultos. Un maniqueísmo extremo. Sean cuales sean las evidencias en contra, la verdad es lo que diga mi grupo, porque solo seguirlo ciegamente me librará de deslizarme por la pendiente del error.

Estos mecanismos de autoidentificación y blindaje al exterior han funcionado desde siempre para las sectas. Lo nuevo, lo peligroso, es que se van extendiendo socialmente. La sectarización se está haciendo muy amplia. Las nuestras son sociedades fragmentadas, con escaso armazón colectivo, sin terrenos comunes para la discusión. Cada grupo, o cada identidad, posee sus propias verdades.

Internet favorece esa fragmentación. Permite agrupamientos rápidos de corrientes extremas y las encierra luego en su propia burbuja radicalizada. Es el territorio favorito para la propagación de bulos, por la falta de control y por la extrema dificultad de desmentirlos en todos los ámbitos en que se han difundido. No es de extrañar que los populismos utilicen -y se aprovechen- de las redes sociales.

Entre las corrientes de extrema derecha, la característica común más marcada es el nacionalismo exacerbado. Vox, sin ir más lejos, nació frente al procés catalán. Para estas tendencias, la esencia de la nación está en peligro. Por un lado, por la globalización y la pretensión de disolvernos en Europa. Por otro, porque la emigración está arrinconando a los auténticos nacionales, a los verdaderos dueños de la patria.

Y esto en un continente -Europa- en el que los enfrentamientos nacionales han estado en el origen de dos guerras mundiales, y en el que la pretensión de unir a todos los alemanes en un solo estado, junto al ansia de pureza racial desencadenaron la pesadilla del nazismo. Parecería que hubiéramos olvidado la historia, las viejas guerras, los intentos criminales de eliminar a las razas inferiores, los horrores del Tercer Reich, los fascismos y las dictaduras.

En el terreno económico, la mayoría de estas fuerzas defiende un liberalismo extremo. Podría decirse que aquí hay continuidad con las posiciones más neoliberales de la derecha tradicional. Milei es una Ayuso con los dientes de la motosierra más afilados.

La ultraderecha se está articulando sobre los ejes del nacionalismo, la emigración y la delincuencia. Pero, partiendo de esos temas, sus programas son más amplios: desmantelar la Unión Europea, acabar con la democracia liberal, destruir el sistema de partidos, limitar los pactos medioambientales, aplicar políticas de palo y tentetieso para acabar con la delincuencia y frenar la emigración, cerrar el grifo a los vagos que viven del cuento… En algunos casos, dejar de apoyar militarmente a Ucrania. Y junto a ello, el cuestionamiento del derecho al aborto y de diversos avances en igualdad, de la mano de las corrientes religiosas integristas que albergan en su seno. Prometen, como resumen, restablecer el orden con gobiernos fuertes y políticas de mano dura para devolvernos a los viejos y buenos tiempos.

La extrema derecha se cuela por las rendijas de variados malestares sociales. Algunos son materiales, hay sectores que se sienten desprotegidos y amenazados. Pero también hay grietas culturales, ideológicas… Crecen en unas sociedades donde reinan la frivolidad, el culto a la imagen, el narcisismo, la exaltación identitaria, el desprecio a la razón, la subjetividad, las emociones…

Frente al pesimismo, los datos nos recuerdan que la ultraderecha sigue siendo minoría, que la ola aún no nos ha barrido. Ciertamente, en países como Italia o Francia el panorama es preocupante. Y aquí Vox ya gobierna en varias comunidades de la mano del PP.

¿Estamos a tiempo de evitar que siga creciendo? ¿Podríamos hacer algo? Me temo que -aparte de compartir preocupación- en una discusión tan compleja cada cual se reafirmará en lo que ha hecho y dicho hasta la fecha. Yo el primero, no voy a negarlo.

Ahí está la tentación de replicar las dinámicas populistas desde la izquierda. Ya se ha intentado, y sus frutos… bueno, dejémoslo estar.

Más nos valdría, creo yo, caminar en la dirección contraria. La realidad es siempre compleja y las alternativas tienen que ser forzosamente matizadas. No hay recetas simples, ni mágicas, ni mucho menos instantáneas. Deberíamos sospechar de quien propone ese tipo de fórmulas, de quien se aferra a mirar desde un solo lado una realidad con tantas facetas, o nos dibuja un mundo dividido entre ángeles y demonios. Ya sé que es ir a contracorriente de las actuales dinámicas políticas, pero si no nos vacunamos contra el populismo no nos debería extrañar luego que se voten esperpentos.

Tampoco vamos a frenar a la ultraderecha con discursos morales. Pontificar -ejercer de Pontífice- pertenece al ámbito de lo religioso. En política deberíamos guiarnos por principios éticos, por supuesto, pero confrontándolos con la realidad. De poco vale un sermón cuando es imposible de aplicar, o si su puesta en práctica traería males mayores, incluso, de los que pretende evitar. No sirve la política de los predicadores. Hay que exigir alternativas concretas, explícitas, viables, basadas en datos, con luz y taquígrafos. Porque tampoco conviene olvidar que en las zonas de penumbra -se sugiere sin decirlo, se silencia para no estigmatizar…- crecen los monstruos.

Cada cual tiene sus puntos sensibles. A mí me jode especialmente ver cómo las banderas de la libertad y de la igualdad son agitadas sin ningún rubor por la derecha y hasta por la ultraderecha.

¡Algo habremos hecho mal para haber llegado hasta aquí!

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