
Dijo Flaubert que el autor es su personaje y es también su propia intriga. Es inevitable que en toda obra queden reflejadas -de una manera u otra- las experiencias del autor, incluyendo entre ellas el poso cultural, histórico y artístico que ha recibido. Nadie puede escapar de sí mismo. Nada se construye desde cero. La Tierra lleva varios miles de millones de años girando sobre su eje.
Utilizar al propio yo como materia literaria viene de antiguo. También se inventó hace mucho la figura del alter ego, ese personaje de ficción que expresa las ideas, el lenguaje, los puntos de vista y/o narra fragmentos de la vida del autor, aunque lo haga bajo otro nombre.
Entonces, más allá de la etiqueta… ¿hay algo de nuevo en la autoficción?
El término lo creó el escritor francés Serge Doubrovsky en 1977 para aplicarlo a su novela Hijos. Lo que define a la autoficción es que el propio autor se convierte en personaje de la narración. Refleja, por lo general, algún episodio de su vida, pero lo cuenta con técnicas literarias propias de la ficción, es decir, el autor se introduce a sí mismo como personaje de un relato ficticio.
La lista de conocidos escritores que se han acercado, en distintas formas y medidas, a la autoficción sería interminable. Entre ellos, por citar a algunos muy famosos, Mario Vargas Llosa (La tía Julia y el escribidor, 1977), Philip Roth (Zuckerman encadenado, 1985), Javier Marías (Todas las almas, 1989)…
Lo novedoso de la autoficción en este siglo XXI es que ha llegado a ser el pan nuestro de cada día. Abunda tanto que nos la encontramos hasta en la sopa. Ha ido, además, evolucionando, aproximándose más y más a temas autobiográficos, contándonos hechos que se presentan como reales, como retazos de la vida del autor. Y, en paralelo, se ha ido acentuando la tendencia a convertirla en una suerte de estriptis emocional, mostrando experiencias y sentimientos íntimos, muchas veces dolorosos y traumáticos.
En la sociedad actual se ha dinamitado la separación entre lo público y lo privado. Vivimos tiempos en los que el exhibicionismo sentimental -con un punto narcisista- está a la orden del día. La vida privada se fotografía, se graba, se retransmite a todo el globo, se comparte con cualquiera que desee acceder a ella a través de las redes sociales. Incluso, si se consiguen los suficientes seguidores, se puede convertir en negocio.
Pensemos en los programas de telerrealidad. En ellos nos venden los amores y desamores, triunfos y fracasos, relaciones peligrosas, demonios familiares… de las personas que allí aparecen, con sus nombres y apellidos. Ya sabemos que la presencia de la cámara modifica el comportamiento de quienes se saben grabados por ella, que están actuando, por tanto. También conocemos que la pública exhibición de sus andanzas es su fuente de ingresos. Persiguen el éxito, medido en términos de audiencia. Buscan atraer la atención del espectador. Y para lograrlo, lo más directo es recurrir al escándalo. El pudor se convierte en enemigo de la ganancia. La truculenta ostentación de vísceras, por el contrario, en autopista a la popularidad. Nos venden historias -más o menos reales, ese es otro tema- bajo el envoltorio de su intimidad.
En este contexto social, el autor de autoficción no solo se convierte en personaje de su obra, sino que se ve empujado a trasladarlo también a la esfera pública. Sus seguidores reclamarán más luz sobre los aspectos de la narración que hayan podido quedar en penumbra y tratarán de seguir hurgando en la intimidad del autor-personaje. Añadir nuevos detalles pasa a formar parte de las labores de promoción. El autor llega a confundirse con el personaje, queda obligado a llevar puesta esa máscara siempre que esté ante su público. Podríamos hablar de metapersonaje, un personaje de carne y hueso construido a partir de un personaje literario, inspirado -a su vez- en el propio autor.
Que la autoficción nos venda relatos bajo la apariencia de lo real responde bien a la sed de certezas en un mundo como el actual, en el que las grandes verdades se han quebrado hace tiempo. Pero no conviene olvidar que es una narración (subjetiva), con personajes (literarios, aunque lleven el nombre del narrador), y que el propio autor puede ser la representación de su personaje. Así que no deja de ser un artificio literario.
La autoficción puede producir relatos de mayor o menor calidad, incluso alguna obra maestra. Eso me parece fuera de toda duda.
Pero no encierra necesariamente más verdad -entendida esta como aproximación a la realidad y empeño en describirla y/o explicarla- que cualquier otro tipo de ficción literaria.
Al «Txakurre» metapersonaje de carne y sobre todo de hueso le ha gustado, pero no es novedad, siempre me gusta roer esos «huesos».
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