
La censura, el afán justiciero por impedir la difusión de ideas dañinas, es tan vieja como la humanidad. La figura del guardián de la correcta moral ha existido desde siempre.
La imposición de la censura está basada en la defensa airada de principios ideológicos y morales que, para sus creyentes, son innegociables, los únicos verdaderos, los que marcan nítidamente la frontera entre el bien y el mal. Por eso creen que deben de ser obligatoriamente acatados por todo el mundo, incluso a la fuerza si fuera necesario.
Una concepción que implica también una mirada paternalista sobre las personas. Los puros -los que saben- son el faro, la sal de la tierra; los demás -la población en general-, seres con poca capacidad de juicio, ingenuos y desvalidos. Sin los límites que ellos nos marcan, nos deslizaríamos por la pendiente del error. Son los mastines que protegen al rebaño de los ataques de los lobos, los que han cargado sobre sus espaldas la noble tarea de hacernos marchar a bastonazos por la buena senda.
La censura necesita de un pensamiento blindado, pétreo, inmunizado frente a la duda. Va asociado por ello a corrientes más proclives a las creencias que al análisis de la realidad, a la fe que a la razón. Marchó durante siglos de la mano de las religiones. Ahora, también de otras tendencias, no religiosas en apariencia, pero que conservan las características de ese mismo fervor.
Uno de los casos de censura más antiguos que conozco es el de la Biblia, que llegó a estar prohibida en la Roma clásica.
Unos siglos más tarde, era la propia Iglesia Católica la que ponía en marcha el instrumento de censura más conocido y persistente de nuestra parte del mundo: el Índice de Libros Prohibidos.
Implantado a raíz del Concilio de Trento, se ha mantenido en vigor durante cinco siglos. La última edición -que incluía unos 4.000 títulos- se publicó en 1948. Ni siquiera han pasado tantos años.
En el Índice estaban incluidos libros de todo tipo. Desde publicaciones de científicos como Copérnico, Kepler, Galileo, Conrad Gessner… hasta de escritores tan conocidos como Zola, Balzac, Montaigne o Victor Hugo, pasando por las de filósofos de la talla de Descartes, Spinoza o Kant. Entre los más actuales, Anatole France, André Gide, Jean Paul Sartre o el libro de Simone de Beauvoir El segundo sexo. En fin, que en nombre de la verdad revelada y la rectitud moral disparaban contra todo lo que se movía.
Por mirar desde otro lado -las habas se cuecen en diferentes pucheros-, recordar que en los años del llamado socialismo real, numerosos países estuvieron sometidos a una férrea censura. De acuerdo con los tiempos, no prohibían solo libros: también películas, audiovisuales, canciones… incluso formas de vestir o modas: todo lo que consideraban burgués, decadente o ideológicamente desviado. También ha existido una censura supuestamente de izquierdas.
En nuestros días la censura persiste. Es más brutal en dictaduras, teocracias o regímenes autoritarios. De eso no cabe duda.
Sin embargo, me voy a detener en los Estados Unidos. Tiene el interés de comprobar cómo funcionan los mecanismos de la censura en estos tiempos que corren y en un país que se considera a sí mismo el paradigma de la libertad. Y, sobre todo, porque cuando allí tosen acabamos resfriados todos los demás. Veamos.
La Asociación Americana de Bibliotecas publica cada año un listado de libros prohibidos y censurados. En general se retiran de bibliotecas públicas y centros escolares, aunque el boicot puede llegar más lejos, alcanzando incluso a los propios autores. De esa lista, recojo un puñado de casos que me parecen llamativos.
- Entre los más censurados hay muchos libros que abordan temas relacionados con la diversidad sexual y la infancia. Así, por ejemplo, Drama, de Raina Telgemeier, retirado por incluir personajes LGTBI y ser confuso. O Las aventuras del capitán calzoncillos, de Dav Pilkey, por ser una serie alentadora de un comportamiento perturbador y porque una de las historias incluía una pareja gay. Y, en línea similar, diversas publicaciones por tener algún personaje transgénero, por su contenido sexualmente explícito, por blasfemar, o por conducir a los niños a querer tener sexo o a hacer preguntas sobre sexo.
- Por trece razones de Jay Asher, muy conocido a raíz de la serie del mismo nombre, porque habla del suicidio sin dirigirse a un público adulto y sin utilizar un lenguaje infantil.
- ¿Dónde está Wally? Prohibido por dibujos de mujeres con el pecho desnudo. Ojo de lince el del censor, en qué se fija entre tantísimo personal.
- La colección de Harry Potter por promover la magia, la brujería, y contener fórmulas de encantamientos, contenidos contrarios a la religión. Por similares motivos fue prohibido en los Emiratos Árabes.
- El cuento de la criada por su lenguaje obsceno.
- El diario de Ana Frank por contener pasajes demasiado detallados sobre sus deseos sexuales emergentes. En este caso la prohibición fue revocada en poco tiempo.
- Matar a un ruiseñor de Harper Lee y Las aventuras de Huckleberry Finn de Mark Twain, por incluir el término nigger. En el caso de Matar a un ruiseñor, también por dibujar el estereotipo del salvador blanco.
- De ratones y hombres, de John Steinbeck, por insultos y estereotipos racistas y su efecto negativo en los estudiantes.
No me voy a alargar. Basta con estos ejemplos. Los intentos de censura, con mayor o menor éxito, podrían extenderse a películas, manifestaciones artísticas, celebraciones sociales… O a determinados autores, rechazados en bloque por su falta de integridad moral, incluso en casos en los que no se les acusa de delito alguno o han sido absueltos por la justicia.
Si repasamos las peticiones de censura, resulta llamativo que partan, en su inmensa mayoría, de abajo, de la gente corriente. Se intentan imponer por medio de la presión social. Luego son recogidas por autoridades locales, escuelas, bibliotecas… o por los gobernadores de los estados.
Este clima social de denuncia y persecución del pecador no podría entenderse sin tener el cuenta el peso de las corrientes religiosas puritanas, fundamentalistas y rigoristas en la sociedad americana. Un peso que viene de antiguo y que sigue lejos de aligerarse.
La imposición de un lenguaje correcto -proscribiendo el uso de determinados términos-, la exigencia generalizada de una moralidad intachable -en apariencia, al menos-, la condena de cualquier cuestionamiento de principios que consideran sagrados, la voluntad de prohibir cualquier idea equivocada, la pretensión de que su interpretación unilateral de algo es la única correcta… todo eso está detrás del prohibicionismo. El moralista estricto se pone al frente de la procesión, dispuesto a señalar con el dedo cualquier tibieza o vacilación. Y siempre llegará otro aún más rigorista para poner el listón más alto.
Mirando los datos, es indiscutible que la mayoría de las campañas de censura en los Estados Unidos provienen de sectores derechistas, ligados muchas veces a iglesias integristas y fundamentalistas.
¿Pero ese ambiente social rigorista no impregna también a lo políticamente correcto y la cultura de la cancelación? ¿Es suficiente, por poner un solo ejemplo, con que aparezca escrita la palabra nigger para condenar un libro como racista? ¿No es de un fundamentalismo extremo pretender reducir el arte y la cultura a la reproducción de discursos morales?
Ya sabemos que todo lo que se cuece en los Estados Unidos acaba por llegar aquí. Incluso el papel censor del integrismo religioso está ya representado en estas tierras por la Asociación de Abogados Cristianos, promotora de todo tipo de denuncias contra declaraciones, anuncios y expresiones artísticas que consideran ofensivos para los sentimientos religiosos. Con poco éxito hasta ahora, por fortuna.
Resulta hipócrita que quienes, en medios conservadores, llevan años haciendo campaña contra la corrección política y la cancelación se olviden del papel censor de la derecha. Un papel que se va acentuando a medida que se fortalecen las corrientes más extremas. Y que regresan diversos integrismos religiosos.
Pero tampoco me parece acertado cerrar los ojos ante los intentos de censura que llegan de otros lados. No vale argumentar que lo hacen en nombre de causas justas. Flaco favor.
La reescritura políticamente correcta de los cuentos de Roald Dahl ha suscitado, por una vez en la vida, una reacción contraria prácticamente unánime. Con matices, claro, porque la editorial no ha retirado la versión corregida y la sigue acompañando de la firma de Roald Dahl.
Me parece, en cualquier caso, un paso adelante. Ensanchar el espacio de la libertad ha sido labor de siglos. No podemos consentir que nos lo estrechen. Sin espacios de libertad para opinar o para las expresiones artísticas y culturales no hay progreso, menos aún progreso moral.