
Príamo, señor de Troya, se alegró al ver el regalo: un caballo de madera que dejaba abandonado el ejército enemigo al retirarse del campo. Se dijo Cayo en Pompeya: pues no me vendría mal avivar algo las brasas para dorar bien la carne, mientras en lo alto el Vesubio comenzaba a despertarse. Recluido en su palacio, Rómulo Augusto insistía: en la historia escrito está, Roma, la ciudad eterna, y los bárbaros entraban al galope por sus puertas. Tan solo segundos antes de naufragar el Titanic, la bailarina creyó ser para siempre feliz: flotando al ritmo del vals nada la podría hundir. Saber reír hasta el fin. San Lorenzo, en la parrilla, imploraba a sus verdugos mientras lo estaban quemando: por favor, dadme la vuelta, ya estoy hecho de este lado.