Identidades

1. Sara

-Dame una buena razón para que no te mate ahora mismo, Lucía.

El cañón de la pistola me apretaba contra la sien. Me pareció tibio. ¡Qué extraño!, me dije, debería sentirlo frío. Y, de inmediato, me reproché haber desperdiciado varias décimas de segundo en ese estúpido pensamiento, cuando la vida o la muerte dependían de dar con la respuesta adecuada. Mi vida o mi muerte, con mayor precisión.

¿Cómo acertar? ¿Qué contestar? Las cosas se enredaban aún más, porque no entendía nada de lo que estaba sucediendo. Tampoco la pistola aplastada contra mi cráneo me concedía el tiempo necesario para tratar de ordenarlo. ¿Quién era este animal? ¿Por qué me había arrastrado de un tirón al portal, empujado contra la pared y colocado una pistola en la cabeza? Nada tenía sentido. La voz era heladora, el tipo estaba muy enojado, habría sucedido algo gravísimo.

Ni pedir aclaraciones, ni andar con rodeos. Si respondía con una pregunta, es probable que tuviera una bala alojada en el cerebro antes de terminarla. Otro segundo malgastado. Malditas divagaciones. ¡Mierda!

Mi cabeza aceleraba como una computadora cuántica. Repasé de un fogonazo posibles respuestas: no dispares, te salpicará la sangre; no, por favor, haré todo lo que me pidas; sería un error, te arrepentirías luego; tengo muchos amigos y…. ¡Mierda puta! ¡Demasiadas películas! ¡No, no, no! ¡Perder la vida por soltar un topicazo! Abandonar este mundo con una sandez prendida de los labios sería lo último. Lo último, lo último… el término se repetía en mi cabeza y se alargaba en un eco siniestro. ¿Sería lo último? Me sentía a un paso del precipicio. Más segundos desperdiciados. El tiempo se agotaba, una horrible sensación de ahogo. Solté un bufido.

Desesperada, se me vino a los labios la posibilidad de decir lisa y llanamente la verdad: que no me llamaba Lucía, que ni siquiera conocía a nadie con ese nombre, que… ¡Te equivocas, no soy Lucía, no soy Lucía!, podía gritarle.

Pero si lo hacía, era probable que se enfadase aún mucho más. Pensaría que le estaba tomando el pelo, se cabrearía, y con el enojo aumentaba la posibilidad de que apretara el gatillo.

No encontraba salida. Aquello no tenía ni pies ni cabeza. Me iba a matar. El jodido desconocido me iba a matar sin atender a razones.

2. Facelessman

Suena el teléfono con una melodía particular, inconfundible. Ha asociado el número a Littel Green Bag, el tema que se hizo tan popular por figurar en la banda sonora de Reservoir Dogs. Gracias a ello, Facelessman sabe desde el primer acorde quién lo llama.

-Hay un movimiento extraño, pero la tenemos localizada. Rápido, tu turno.

Facelessman suspira, abre una aplicación del móvil y mira la pantalla: se fija en un punto rojo desde el que se expande una luz intermitente. Parece detenido, hay que mantener la mirada un buen rato sobre él para comprobar que se mueve, eso sí, con mucha lentitud. Hasta que se para y permanece inmóvil. ¡Qué extraño! Señala su propia localización y pide la ruta más rápida para llegar hasta su objetivo. Treinta minutos, aunque será algo más, probablemente: la última parte del trayecto tiene que hacerla a pie y no va a perder el tiempo en cálculos exactos.

Es mediodía, el sol es agobiante. El calor del agosto mediterráneo derrite los sesos, te estruja en sus garras hasta fundirte con el asfalto, la desagradable sensación de estarte derritiendo. El limpiador, siempre recogiendo basura, a la hora que sea, a la que le manden, se dice.

No hace preguntas, conoce bien las reglas. Las órdenes son precisas: recuperar la mercancía, dar boleto a la gachí, importan poco sus razones, deshacerse del fiambre. Bueno, eso último lo prefiere. Se corren menos riesgos si no aparece el cuerpo del delito. Mejor no dejar cabos sueltos, esos hilillos imprevistos que pueden acabar por conducirlos hasta ti. Como el buen profesional que es, lo tiene todo dispuesto de antemano, siempre, por si hiciera falta: la lonja en el extrarradio alquilada bajo una identidad falsa, el tanque de ácido… El ácido disuelve muchos problemas.

El punto rojo que marca su objetivo sigue inmóvil en la pantalla. Está en el centro de la ciudad. Como va a necesitar el coche, lo conduce hasta la zona más cercana posible. Lo aparca en una plaza para discapacitados. La falsificación de la autorización es perfecta. Además es mediodía, la vigilancia se habrá relajado. El resto del trayecto tendrá que hacerlo a pie, porque la zona es peatonal.

Camina buscando la sombra, pero aún así le cuesta soportar el calor húmedo que lo empuja contra el embaldosado. Sin pretenderlo, como si hacerlo le ayudara a aliviar el sofoco, su imaginación vuela a otras tierras donde el sol no hace daño. Esos pensamientos se le repiten demasiado a menudo últimamente. Igual es que empieza a estar cansado, puede que se esté haciendo viejo, quién lo sabe. Lo cierto es que cada vez le cuesta más soportar la luz cegadora de estos cielos perpetuamente azules y el ardor de su sol inclemente.

Aprenderse bien la cara de la chica era parte del trabajo. Tenía que ser capaz de identificar al objetivo sin cometer errores. Pero es consciente de que esta vez se ha entretenido más de lo necesario. La chica es muy joven, el pelo corto y negro refuerza su aspecto de niña. Es guapa, sin duda, con la mirada prendida del infinito y esa sonrisa indolente, un punto desafiante. Parecería que estuviera retando a la vida, o quizás pidiéndole una oportunidad, aunque ahora, la verdad… Pero lo que le ha afectado más de lo aceptable, es así aunque le cueste reconocerlo, es el lunar, ese lunar cercano a la boca, como si una estrella negra desprendida de sus labios te estuviera invitando a… deja sin terminar la frase. Resulta que ella también tenía ese lunar, una marca muy similar, al menos. Otras tierras, otros tiempos. Ella: un sacrificio cruel pero necesario, la prueba que le impusieron para demostrar su fidelidad, para constatar que no dejaba atrás ningún lazo que lo ligara al pasado. Librarse de ella, entregarse al jefe. Convertirse en una máquina de muerte, castigo y represalia. Reencarnarse en Facelessman, El Hombre sin Rostro, una sombra que se intuye, pero que nadie alcanza a ver. Salvo El Jefe, claro está. Siempre a sus órdenes directas.

Sigue caminando todo lo rápido que le permite el calor asfixiante. La ve al otro lado de la calle, a unos veinte metros, sentada en un banco, bajo un árbol. Se acerca. Piensa primero en arrastrarla hasta un discreto patio que se abre en una esquina de la plazuela, pero se da cuenta de que tiene cerca un portal, abierto porque alberga en su interior un par de pequeños negocios que tienen ahora las persianas echadas. Es mejor esa alternativa.

Se abalanza sobre ella, le retuerce el brazo detrás de la espalda, la obliga a caminar con pasos rápidos mientras le tapa la boca con la otra mano. La chica, sorprendida, no tiene tiempo de reaccionar. El movimiento es tan veloz que el breve forcejeo podría parecer un abrazo entre viejos amigos. La empuja dentro del portal, cierra la puerta de una patada, coloca a la joven de cara a la pared, saca la pistola que lleva camuflada en la espalda bajo la holgada camisa, la empuña en su mano derecha y se la coloca a la muchacha en la sien:

-Dame una buena razón para que no te mate ahora mismo, Lucía -le susurra entre dientes.

3. Sara

Un minuto, dame un minuto y te lo explico, iba a decir, no se me ocurrió otra cosa. No era una respuesta propiamente dicha, sino el ruego de que alargase el plazo de la ejecución. Pero antes de que abriera la boca, sentí que el cañón de la pistola aflojaba un poco la presión sobre mi sien. Mientras tanto, su otra mano me registraba minuciosamente, palmo a palmo, por todos los rincones de mi cuerpo. Creo que sacó algo de uno de los bolsillos de mis pantalones. No sé qué.

– ¿Dónde lo tienes? -me preguntó entonces.

Otra pregunta absurda. Aunque a esas alturas ya nada podía sorprenderme, solté un gemido. ¡Me estaba volviendo loca! ¡Seguro que era un mal sueño! Empecé a desear que aquello acabase de una vez. Como fuera.

-¿Dónde tienes la mercancía?

Estaba sumamente nerviosa, temblaba de pies a cabeza. Me castañeteaban los dientes y no conseguí articular palabra. Casi mejor así, porque no sabía qué hubiera podido contestar. Lucía primero, ahora la mercancía. Y la continua amenaza de la pistola. El hijo de puta se estaba confundiendo y no me iba a dar la ocasión de aclarar el entuerto.

De repente, algo cambió en la actitud de aquella bestia. No sé qué le pasaría por la cabeza. Dejó de hacerme preguntas sin sentido y me obligó a girar el cuello hacia la derecha. De un tirón, me hizo daño. Luego balbuceó unas palabras incomprensibles, igual eran en otro idioma, o no las articulaba bien. En cualquier caso, su tono rezumaba sorpresa. A renglón seguido, me hizo girar la cabeza hacia el otro lado, otra vez a la fuerza, el muy animal no conocía la delicadeza.

-¿El lunar, dónde está el lunar?

Aquello era demasiado. Puro desvarío. Cada pregunta era más demencial que la anterior.

Me agarró de un hombro y me hizo girar 180 grados hasta quedar frente a él.

-¿Te sueles pintar un lunar aquí? -continuó mientras se señalaba un punto del lado derecho del rostro, cercano a la boca.

Tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para recobrar el habla. Esta vez, al menos, podía dar una respuesta coherente, así que saqué, no sé de dónde, la energía suficiente para contestar.

-No, nunca, jamás -me surgió un hilillo de voz vacilante y quebrado.

Examinó minuciosamente mi rostro mientras soltaba gruñidos casi inaudibles. Movía mi cabeza de arriba abajo, de izquierda a derecha, buscaba diferentes ángulos.

A pesar de tanto meneo, veía por fin a mi asaltante. El mostrenco estaría por encima de 1,80. Alrededor de cincuenta años, rubio, de pelo escaso y liso, piel muy pálida, ojos de un azul frío… unos rasgos que clasifiqué como eslavos, no sé si con fundamento.

¡La mafia rusa!, pensé, o quizás era serbio o… la verdad es que no tenía muy clara la pinta de los albano-kosovares. Aunque su castellano era perfecto, sin ningún tipo de acento extranjero, una contradicción. ¿Y qué más daba de dónde fuera? Viniera del este o del oeste, fuera natural de Belgrado o de Chamberí, un rostro duro, pétreo, de aspecto amenazante. Me abriría en canal para divertirse un rato y luego se comería crudo mi hígado. Eso de aperitivo, porque después… Y todo sin despeinarse, sonriendo mientras lo hacía. ¿Qué delito había cometido yo para merecer aquello?

-Tú no eres Lucía -concluyó al acabar el examen.

Moví la cabeza de un lado a otro en gesto mudo de negación. Me arrepentí al instante. ¡A ver si ahora se iba a creer que, para una vez que decía algo coherente, le estaba llevando la contraria! Así que volví a hablar todo lo deprisa que fui capaz:

-No, no, no… Me llamo Sara. No conozco a ninguna Lucía. Sara, soy Sara.

Me volvió a empujar de cara a la pared. Oí un ruido metálico detrás de mí. Nunca había tenido una pistola en mis manos. Deseé con todas mis fuerzas que el sonido significase que volvía a colocar el seguro del arma. Ojalá que acertase. Porque si yo no era Lucía ni tampoco tenía la mercancía… igual aquel bestiajo me limpiaba el forro allí mismo, puede que me hubiera dado la vuelta para liquidarme más tranquilo, sin mirarme a la cara.

Por fortuna, noté que daba un paso atrás. Me dio permiso para girarme. Vi cómo bajaba el arma y se la guardaba en algún lugar de la espalda.

-Mira, Sara, así te llamas ¿no?, esto no ha ocurrido. No se lo vas a contar a nadie. Yo no existo. No eches a perder tu vida. Ni se te ocurra irte de la lengua -lo largó a media voz, me pareció que le rechinaban los dientes, acojonaba, acojonaba muchísimo. Bueno, eso todo el rato, dijera lo que dijera. O callado.

Le aseguré, temblorosa, que podía fiarse de mí, que no me iba a jugar el tipo por un asunto que no me concernía, que sería una tumba. Alargó el dedo índice de la mano derecha y alzó el pulgar simulando la forma de una pistola, me apuntó con ella y soltó:

-¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! ¡Una tumba! ¡Por supuesto que sí!

Tras lanzarme aquella concluyente amenaza, se dio media vuelta y se largó. A toda hostia, como se desvanecería un vampiro entre el humo.

Me quedé sola en el portal. Aturdida, me senté en el primer escalón. Metí la cabeza entre las piernas y rompí a llorar. No soy una heroína. Necesitaba calmar mis nervios. De mis ojos brotó un torrente de tales dimensiones que me empapé la blusa y me llegó hasta los pantalones. Era como si me hubiera meado, aunque quizás fuera que, sin haberme dado cuenta hasta entonces, me lo había hecho encima de puro pánico.

Cuando estuve un poco más tranquila, me puse en marcha. El sol era abrasador y, aún así, me pareció un hermoso mediodía de verano, tan lleno de luz, de colores, de contrastes tan vivos… Nada como haberte visto en la boca del lobo para aprender a gozar del placer que encierran las pequeñas cosas de la vida. Me esperaba una tarde de trabajo en el supermercado, unas horas de rutina que habitualmente se me hacían eternas. Ahora, en cambio, que una sola tarde se acercara a la eternidad no me parecía nada mal. Es lo que tiene haber presentido que lo que te queda por delante se puede contar con un puñado de segundos.

Yo no era esa tal Lucía, ni estaba metida en no se sabe qué turbios asuntos. No chapoteaba en oscuras charcas. Yo era Sara, con su vida sencilla, vulgar, ordenada, un punto aburrida. ¡Menuda suerte la mía! Una Sara renacida, dispuesta a no desperdiciar ni un solo día de su existencia, a disfrutarla a tope mientras el cuerpo aguante. De vuelta al supermercado, me puse a hacer planes.

-Soy Sara, soy Sara -me repetí con una sonrisa en los labios.

4. Facelessman

Sale a la calle y el sol lo recibe con un puñetazo ardiente. No tiene un segundo que perder, así que acelera el paso en busca de la primera sombra que le permita ver con cierta nitidez la pantalla del móvil. En cuanto la alcanza, llama al Jefe de inmediato:

-Nos la ha jugado, Don, esa hija de perra nos la ha jugado. Nos ha colocado un cebo y hemos picado. La chica no era ella, no era Lucía.

Oye del otro lado unos sonidos cortados en monosílabos, inarticulados, difíciles de interpretar. En todo caso, parece sorprendido, puede que también enfadado. Y cuando El Jefe se cabrea…

-Se lo aseguro, Don, se lo aseguro -trata de explicarse mejor-. No es ella, sin duda; se le parece, pero no es ella. La he examinado de cerca, minuciosamente, y me he dado cuenta a tiempo, por suerte. Esa era una pringada cualquiera, una desconocida. Tenía encima el localizador, eso sí, se lo encontré en un bolsillo. No llevaba ni bolso ni nada que le sirviera para transportar la mercancía. La conclusión cae por su propio peso: la grandísima puta quitó el localizador al paquete, lo separó, y se lo colocó a esa pardilla para tratar de darnos esquinazo.

Del otro lado de la red le llega un chorro de maldiciones. Los gritos son desaforados y Facelessman aleja el teléfono para escapar del estruendo. Conservar la sangre fría forma parte de su oficio, no soporta que nadie pierda el control de los nervios a su lado. Es un profesional y no se pude permitir que ninguna emoción le haga temblar el pulso. El Jefe tarda unos minutos en recobrar cierta calma. Cuando va descendiendo el volumen y sus palabras recuperan coherencia, Facelessman vuelve a acercarse el aparato a la oreja.

-¡Qué se habrá creído esa furcia! ¡Lo va a pagar muy caro! Te dejo, tengo que hacer unas llamadas urgentes. Voy a batir el campo, que levante el vuelo la paloma. Mantente a la espera, tendrás un encargo muy pronto -escucha las órdenes del Jefe.

Parece que la conversación ha terminado, pero, antes de cortar, le larga un último mandato:

-¡Ah! Y sin piedad. Una buena lección. Quiero que se corra por ahí lo que haces con ella y que todos sepan cómo acaban los que intentan jugármela.

Facelessman se guarda el aparato en un bolsillo. Otra vez a la espera, con este calor aplastante, insoportable, este cielo de un azul tan intenso que parece pesar sobre los hombros.

Piensa que la luz cegadora del Mediterráneo sería capaz de iluminar sus actos, que podría atravesar muros y dejarlo todo al descubierto. No, no, eso no puede ser. Él necesita la sombra.

Achaca el pensamiento a su desasosiego. Ha dejado escapar a la tal Sara y eso le deja un poso amargo. Ella le ha visto la cara, seguro que sería capaz de reconocerlo si se le presentara la ocasión. Un hilo suelto, un error. Y es que no se pueden hacer bien las cosas cuando le exigen a uno actuar con tanto apremio, se lamenta.

5. La que tampoco es Lucía

Esa llamada, lo que ahora le faltaba, justo en el momento crítico, cuando todo debía resolverse de seguido, cuando solo le faltaba entregar el paquete, coger la pasta y poner pies en polvorosa. Desaparecer, esfumarse. Lucía dejaría de existir para siempre. ¡Chas! Un chasquido de dedos y ya no está. Nunca estuvo en ninguna parte.

Estaba a diez minutos de su destino cuando le ha llamado para anunciarle una hora de retraso. Ha surgido un imprevisto, le ha dicho El Rubio, no sé qué de que el repartidor había tenido problemas, que llegaría tarde. Una hora, una hora se puede hacer interminable, con este calor asfixiante para más joder. No sabe dónde meterse, cómo quemar los minutos, dejarlos pasar hasta reanudar su camino.

Elige una cafetería cercana con aire acondicionado. Es un local anticuado, de otra época, con sillones de plástico imitando cuero y mesas de formica. Le da lo mismo, es un lugar tan bueno como cualquier otro. Siente el chorro de aire helado al entrar al local. Se sienta en un rincón. Coloca la mochila sobre sus rodillas, la abraza un segundo, dos kilos y medio de mercancía, su pasaporte a otra vida. El Rubio le va a dar la mitad de lo que podría obtener vendiendo bien el polvo, pero aún así… Pide un botellín de agua bien fría. No quiere que ni la mínima dosis de alcohol enturbie su mente.

Le preocupa el retraso. Una hora es insignificante comparada con el tiempo que ha necesitado para preparar el golpe, pero le provoca una confusa inquietud, puede ser el síntoma de que algo se está torciendo. Y de que las cosas se tuerzan ha tenido mucha experiencia desde que dejó de ser niña.

Buscarse la vida. Dejar el pueblo en el que todos te conocen por tu nombre de pila, en el que controlan al dedillo cada mínimo detalle de tu existencia, para pasar de un solo salto al anonimato absoluto de la ciudad costera. Trabajar de camarera, de qué si no en estos territorios en los que se vive de vender playa y sol, o de alquilar sus suaves inviernos para que los jubilados del norte y centro de Europa se refugien allí del frío.

Camarera en un antro de costa. Las miradas dirigidas a su trasero o a sus tetas no le importaban en exceso. Los turistas vienen al Mediterráneo a divertirse y la ilusión de conseguir sexo forma parte del programa. Los comentarios… ¡vaya, otro escalón!, y es que las insinuaciones llegaban a ser molestas. No les detenía un no. Pagaban y se sentían con derecho no sabe muy bien a qué. Insistían una y otra vez, hasta ponerse muy pesados. El día que un tipo grandón, fofo y rubicundo le propinó un azote en el culo cuando pasaba junto a él, le rompió en la cabeza la bandeja que llevaba en las manos. Su último día de camarera.

Buscar otro trabajo. En el local también se trapicheaba a pequeña escala, a los turistas hay que proporcionarles cualquier cosa que deseen, sin límites. Conocía a algún camello de poca monta y embarcarse en el negocio no le pareció mala salida. Más dinero, menos horas.

Así nació Lucía, la identidad que construyó para trabajar de mula. Un nuevo bautismo para la chica de pueblo. En ese mundo todos usaban apodos y nombres de guerra. No vas a meterte en actividades ilegales pregonando quién eres a los cuatro vientos.

Ganarse la confianza de la organización, ir subiendo peldaños, participar en operaciones de más enjundia, mover mayores cantidades de mercancía, conocer mejor cómo funciona la maquinaria del grupo…

No está segura si desde que empezó en aquel trabajo tenía en la cabeza la posibilidad de dar un buen palo y abrirse. Lo que le resulta evidente es que nunca se resignó a que aquella fuera su forma de vida para el resto de sus días. La pensó siempre como una salida provisional, para hacer algo de dinero. Y, claro, la posibilidad de retirarse llevándose un buen pellizco…

La idea fue tomando cuerpo cuando vio a aquella cajera en el supermercado del centro. Se le parecía mucho: era más o menos de su edad, altura y peso similares, una estructura ósea comparable… hasta los rostros tenían una acentuada semejanza. La otra no tenía ese lunar tan característico cercano a la boca, pero ese era un detalle menor, los parecidos nunca son exactos.

Hace ya meses que comenzó a prepararse: se cortó el pelo de la misma forma en que la otra solía llevarlo, comenzó a vestirse con igual estilo, pantalones anchos y holgados combinados con diferentes tops de colores oscuros…. Le daban cierto aspecto de choni, pensó, pero tampoco desentonaba en el mundo en el que se movía.

El Rubio era joven y ambicioso. Había abierto un local de copas y comerciaba a pequeña escala con diversas sustancias. Para ganarse su confianza, comenzó pasándole algo de mercancía que conseguía de otros proveedores. Cuando la relación se hizo sólida, le propuso aquel negocio redondo. Mucho material de golpe, a buen precio, la posibilidad de ganar un dinero fácil llovido del cielo. Vio cómo se dilataban sus pupilas, cómo se hinchaba de codicia.

Lo demás era cuestión de determinación. Esperar el momento y actuar con rapidez. Aguardar al envío adecuado y que la encargaran del reparto. A mitad de camino, desviarse de la ruta. Sabía que los paquetes llevaban un localizador para controlar el itinerario. En cuanto comprobaran el cambio de trayecto, saltarían las alarmas. Comenzaría la carrera. Veinte minutos para llegar al supermercado, deslizarse por detrás de la cajera y colocarle el localizador entre sus ropas. Sabía que diez minutos más tarde saldría a dar una vuelta y a comer algo sentada en un banco, era su turno de descanso, así lo hacía todos los días.

Mientras se lanzaban tras la chica del supermercado, ella tendría tiempo de llegar al local del Rubio y cerrar el negocio. Todo deprisa, muy deprisa. Coger el dinero y desaparecer. Lucía habría dejado de existir. Ella renacería, comenzaría una nueva vida lejos de allí, con la suficiente pasta para abrirse camino. Solo necesitaba un poco de suerte.

Y ahora este retraso. Consulta el reloj y comprueba que ya ha consumido el tiempo de espera. Mejor, ha llegado la hora. Coge la mochila y se pone en marcha.

El local del Rubio tiene la persiana echada. La golpea con fuerza en señal de llamada. Oye unos pasos y luego la persiana va ascendiendo lentamente, impulsada por un motor eléctrico. El Rubio la recibe con una sonrisa:

-¡Adelante, adelante!

La conduce hasta un reservado al fondo del local. Allí la espera sentado un hombre de pelo rubio y escaso, con ojos muy claros y un rostro tallado en granito.

– ¡Al fin, Lucía, ya era hora! -le dice sin mostrar la menor emoción.

El Rubio cierra la puerta a sus espaldas. No hay marcha atrás. La chica que se hace llamar Lucía suelta un gemido. Sabe que ha perdido, intuye lo que le espera. Alarga los brazos entregando la mochila. Es una rendición, aun sabiendo que es demasiado tarde para tratar de llegar a un acuerdo. En su imaginación comienzan a despertarse todo tipo de imágenes funestas. Quería otra vida. No tiene creencias religiosas. Así que…

-Te queda grande esta liga, Lucía -sonríe El Rubio con un alarde de chulería.

6. Facelessman

Sale de la nave industrial que alquiló en el extrarradio de la ciudad. Está en un desolado polígono que acabó en fracaso, un puñado de pabellones envejecidos y destartalados entre solares cubiertos de matorral abrasado por el sol. El calor está aflojando, pero todavía le hace sudar copiosamente. Ha terminado una larga jornada de trabajo, otro encargo cumplido con precisión. Cree haber dejado atados todos los cabos y cumplido hasta la última orden recibida.

Ahora al perro de presa le darán su hueso, se le ocurre, pero aparca ese incómodo pensamiento, tal vez sea que lleva un tiempo alicaído. Si es un hueso, está rodeado de carne abundante y jugosa, se dice para levantar el ánimo. Él es un profesional y se gana a pulso lo que cobra.

Se frota los nudillos de la mano derecha con la otra. Los tiene magullados, en carne viva, no llevaba el puño americano. ¡Ese idiota del Rubio! ¡Qué se había creído! ¡Le convendría aprender de una vez por todas cuál es su sitio! En este negocio no se mueve ni la hoja de un árbol sin permiso del Jefe. El muy imbécil trató de exculparse, solo le faltó empezar a lloriquear: que no conocía la procedencia del paquete, que de haberlo sabido lo hubiera cantado de inmediato, que en cuanto lo supo se puso a disposición del Jefe, que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para compensar su error… ¡Por supuesto! ¡Qué remedio! Le ha hecho saltar varios dientes a puñetazos, le ha retorcido el brazo por la espalda y lo ha forzado hacia arriba hasta oír crujir el hueso. Va a andar jodido varios meses. ¡Mejor para él si nunca olvida la lección!

La chica pesaba poco, era ligera como una pluma. Después de ponerla fuera de combate, no le costó transportarla. Primero, al maletero del coche que había introducido previamente por la puerta del local; luego, la alzó sin excesivo esfuerzo hasta la boca del tanque de ácido. Un empujoncito y final de la historia. The end.

Aunque El Jefe le había ordenado darle una buena lección, se ha ahorrado cualquier exceso. Es un profesional, no le gusta ir más allá de lo necesario, ni perder el tiempo en actos inútiles y carentes de sentido. El ácido no deja marcas, el cuerpo se disolverá por completo. Ya se inventará cualquier historia para contentar al Jefe. Puede decirle que la arrancó las uñas con una tenaza o que la fue separando la piel a tiras y le echó sal, es igual. El Jefe se lo tragará porque tiene ganas de hacerlo, porque se lo quiere creer.

¿El lunar? No, eso no ha tenido nada que ver con su tratamiento menos cruel, más piadoso. Ha sido por eficiencia, por no perder el tiempo en tonterías carentes de utilidad. Se lo repite varias veces, pero no está demasiado seguro de que sea cierto. Cuando se acuerda del lunar, sobre todo.

El lunar. Ella en el trineo, envuelta en pieles de los pies a la cabeza. El paisaje blanco, impoluto, la nevada reciente cubriendo los campos hasta donde alcanza la vista. Los árboles helados extendiendo sus brazos desnudos. Parecen cristales preciosos envueltos en la capa de hielo. El viento arranca un tintineo melodioso de las ramas congeladas. El trineo deslizándose sobre la interminable llanura, dejando un surco que se pierde a lo lejos, como si quisiera ir difuminando el pasado hasta hacerlo desaparecer por completo. Ella, su sonrisa, el lunar que la hacía resplandecer con más fuerza, su risa cuando aceleraban la marcha y el trineo daba saltos. La tentación de detener el mundo, de que la tierra dejara de girar y que aquellos instantes fueran la eternidad. La intuición de que la felicidad era posible, de que -esta vez sí- estaba al alcance de la mano.

Pero eso ocurrió en otro lugar, en otro tiempo ya muy lejano. Un mundo imposible de recuperar, perdido. Fue él mismo quien hizo arder la ilusión y esparció luego las cenizas.

Abomina del sol del Mediterráneo, sus rayos lo hieren, siente que lo están calcinando, que lo secan por dentro. Desearía irse lejos, aunque no sabe adónde, porque ya no tiene a donde ir.

A través de la espesa bruma de los años, Facelessman recuerda vagamente que hubo un tiempo en el que -alguna vez, en alguna parte- se llamó Nikola.

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