
El papa Francisco ha aprovechado su visita a Lisboa -a la celebración de la Jornada Mundial de la Juventud- para impartir sermones morales sobre diversos temas. Nada de particular. Es lo que le corresponde en su papel de cabeza visible de la Iglesia Católica.
Dejo de lado su posición contraria a la eutanasia (el buen morir, etimológicamente), la denuncia de la falta de oportunidades para los jóvenes, su actitud ante el aborto, su postura en torno a los abusos sexuales dentro de la Iglesia …. O el ardor guerrero de grupos de jóvenes españoles gritando aquello de ¡que te vote Txapote! o cantando el Cara al Sol.
Voy a centrarme aquí en lo que dijo respecto a la guerra en Ucrania. Según publicaron diversos medios de comunicación, sus palabras fueron las siguientes:
Mirando con cariño sincero a Europa, ¿hacia dónde navegas si no ofreces procesos de paz, caminos creativos para poner fin a la guerra en Ucrania y a tantos conflictos que ensangrientan el mundo?
El papa Francisco no nos aclaró en qué podría consistir esa oferta de procesos de paz ni cuáles serían los caminos creativos para poner fin a la guerra. Así que podemos considerar sus palabras como un elogio abstracto de la paz mundial y un rechazo genérico de la guerra. Vale.
La condena de todo conflicto bélico basada en principios morales viene de muy antiguo. Encontramos discursos antibelicistas en la Grecia clásica -la comedia de Aristófanes Lisístrata, el poema de Arquíloco en el que se jacta de haber huido de la batalla…-. El pacifismo está muy presente en las tradiciones orientales: Confucio, Lao-Tsé, el hinduismo… Tampoco es ajeno a diversas corrientes y sectas cristianas del pasado y del presente.
Ya en el siglo XX, creció un potente movimiento pacifista frente al estallido de la Primera Guerra Mundial. Tras la Segunda, el pacifismo se alimentó del rechazo a las armas nucleares.
En 1945 se llegó, incluso, a recoger en el preámbulo de la Carta de las Naciones Unidas la aspiración a acabar con las guerras: Nosotros los pueblos del mundo, resueltos a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestras vidas ha infligido a la humanidad sufrimientos indecibles…
La historia rebosa de este tipo de buenos propósitos. Yo también creo que la única guerra que se gana es la que no comienza.
Y, sin embargo, la guerra sigue aquí. Los conflictos entre grupos humanos son inevitables. Solo sería posible la abolición de la guerra si la renuncia al uso de la violencia fuera multilateral, aceptada por todas las partes. Basta que cualquiera de ellas recurra a la fuerza para que se desplome el andamiaje.
Esta persistente realidad nos obliga a bajar del pedestal del absolutismo moral, de las condenas genéricas de la guerra, y a entrar en las arenas movedizas de analizar cada caso en concreto. Porque es injusto, en numerosas ocasiones, repartir la responsabilidad a partes iguales entre los contendientes. No es ético confundir las víctimas con los verdugos.
Sobre el terreno de lo real -siempre complejo y contradictorio- se han alzado teorías diversas sobre la guerra justa, tratando de delimitar en qué casos y bajo qué condiciones se podría aceptar que alguna de las partes recurra a la violencia.
Dentro de la Iglesia Católica, sus valedores han sido ampliamente mayoritarios. Por citar a uno de sus principales referentes, Agustín de Hipona -partiendo de considerar que toda guerra es malvada- aceptaba que pueden existir guerras justas, como defender el estado de una agresión o restaurar la paz. Llegó incluso a afirmar que el pacifismo frente a un grave error que solo podría ser detenido por la violencia sería un pecado.
John Rawls, ya el S.XX y desde un pensamiento laico, es otro autor cuyas reflexiones sobre la guerra justa han logrado importante eco. Para que así sea, considera dos motivos posibles: la autodefensa ante una agresión y la intervención humanitaria. Señala, como ejemplos de guerras justas, los combates contra Hitler y el fascismo. Sobre estos casos -y muchos otros más recientes- el pacifismo absoluto y moralista no ofrece respuestas sólidas.
Por no alargarme, me limito a recordar que para infinidad de autores la defensa propia justificaría la guerra, si no queda otra alternativa. Y a reconocer que en la maldita realidad no suele ser tan evidente diferenciar agresores y agredidos. Porque nadie admite ser agresor. Hasta los belicistas más fanáticos camuflan sus actos bajo todo tipo de coartadas.
Aterricemos de nuevo en Ucrania. Podemos hablar de su historia, de sus vaivenes políticos y déficits democráticos, de su complejidad nacional, de sus dificultades para gestionar de manera adecuada la pluralidad… O recordar que los combates estaban ya presentes allí desde la invasión y conquista de Crimea o los enfrentamientos armados en el Dombás.
Pero, en todo caso, la actual guerra tiene un origen evidente: la invasión de un país soberano -Ucrania- por las tropas de una potencia extranjera -Rusia-. En palabras del presidente chileno Gabriel Boric: Acá se ha violado claramente el derecho internacional. No por las dos partes. Por una parte, que es invasora, que es Rusia.
En una guerra que se prolonga y en la que los frentes parecen empantanados, cualquier intento de mediación es de agradecer. Sería deseable un acuerdo de paz que detuviera la matanza. Pero poco contribuye a alcanzar esa meta obviar la realidad, cerrar los ojos ante lo ocurrido o despreciar la dificultad de la empresa.
El papa Francisco se dirigió a Europa –no sé si incluyendo o no a Ucrania y Rusia en el término-, y le reprochó que no ofrezca procesos de paz ni caminos creativos para poner fin a la guerra. Es posible que sus palabras fueran solo un recurso retórico, falto de contenido concreto.
Pero, si de verdad cree tener una fórmula que permitiría avanzar, sería de agradecer que nos la explicase a los simples mortales. ¿En qué se sustanciaría ese proceso de paz y sus creativos caminos? ¿Qué equilibrio propone entre la paz posible y la paz justa? ¿Acaso tiene él las respuestas?