
Vivimos tiempos de pinganillos. Proliferan como hongos en otoño después de la lluvia. Los llevan ciclistas, árbitros, cantantes… presentadores, entrevistados y técnicos en todo tipo de audiovisual… millones de viandantes para ir escuchando el móvil. El pinganillo se ha convertido en un símbolo de nuestra época.
En medio de tanta profusión, cuesta entender las desmedidas reacciones del PP y VOX contra su uso en el Congreso. Los diputados del PP se negaron en redondo a ponérselos, y los de Vox, siempre un paso más lejos, los arrojaron con gran enfado sobre el escaño de Pedro Sánchez. ¡Hay que ver cómo se pusieron por un quítame allá esos pinganillos! Como si los aparatejos fueran peligrosos aliens que hay que mantener alejados del oído para que no te devoren los sesos.
Una bronca -sobreactuada, creo yo- con la que respondieron a la aprobación del cambio en el reglamento del Congreso de los Diputados que permite el uso regular de otras lenguas cooficiales: catalán, gallego, euskara…
Vox lo ha considerarlo una exaltación de la división. El argumento utilizado por el PP en su enmienda a la totalidad me parece aún más peregrino: la Cámara Baja se sitúa en una comunidad, Madrid, donde la única lengua es el castellano. O sea, que, a rebufo de Ayuso, insisten en que España es Madrid.
Según datos del INE, sobre un total de 46,1 millones de habitantes de España -la población que pretende representar el Congreso, se supone- más de 11 millones y medio de habitantes hablan bien o con dificultad alguna de las modalidades del catalán; 2 millones setecientos mil, el gallego; y 1 millón ochocientos mil, el euskara.
Ciertamente, esas cifras parecen infladas. Son datos exhaustivos recogidos en base a lo declarado por cada cual. Lo de hablar con dificultad no tiene un significado preciso y tendemos a autoevaluarnos con generosidad. Así que puede estar incluido personal con un conocimiento escaso de alguna de esas lenguas.
En cualquier caso -y dejando de lado las cantidades exactas, difíciles de precisar-, son varios millones los ciudadanos que tienen como primera lengua -como lengua principal- otra distinta del castellano. Esa es la realidad y de ella deberíamos partir. Puede haber diputados que se sientan más cómodos -que se expresen con mayor precisión y calidad-, hablando en catalán, gallego o euskara.
Es indiscutible que el castellano ha llegado a ser aquí una koiné, una lengua de comunicación que conoce la práctica totalidad de la población. Según los datos del INE, tan solo 300.000 personas lo desconocen del total de 46,1 millones. Ese espacio lingüístico lo compartimos, además, con casi 500 millones de hablantes repartidos por todo el planeta. Vale.
Pero hay otros aspectos a tener en cuenta. Aunque sepamos diversas lenguas, cada uno muestra un apego especial hacia la suya. Así ocurre en casi todos los casos. Las lenguas aprendidas en la infancia y las que estructuran lo fundamental del pensamiento tocan fibras íntimas, muy personales y profundas. Están en la raíz de la historia de cada cual, de sus lazos familiares y comunitarios, se adentran en el territorio de los afectos y sentimientos… Considerando esta dimensión afectiva de las lenguas, me parece difícil que alguien llegue a aceptar como propio un ámbito en el que no se permite el uso de su idioma. Y el Congreso no es el Parlamento de Madrid, aunque algunos se empeñen en confundirlos.
El argumento de que la pluralidad de lenguas dificulta el entendimiento es flojo. Entenderse no es tan difícil si hay voluntad de hacerlo. En el actual mundo global todos convivimos a diario con idiomas diversos. El monolingüismo va encogiendo, y las traducciones simultáneas o automáticas están a la orden del día. La torre de Babel es cosa del pasado.
Creo, incluso, que el plurilingüismo en el Congreso podría traer otros beneficios. Por una parte, que algunos escuchen otras lenguas -tan de aquí como el castellano, por cierto- contribuiría a que conociesen mejor el país en el que viven. Y, del lado contrario, quitaría combustible con el que alimentar los recelos de los nacionalismos periféricos hacia el castellano.
La utilización de las lenguas cooficiales en el Congreso me parece de justicia elemental, acorde con el respeto a la pluralidad, una apuesta por la inclusión. Lo más asombroso del asunto, en mi opinión, es que hayan tenido que pasar tantos años para que se dé este paso. La demora se puede achacar, por supuesto, a la cerrazón de la derecha -no digamos ya de la extrema- y a sus veleidades neocentralistas.
Pero creo que otra parte de la responsabilidad le corresponde también a la izquierda. Por sus equilibrios entre corrientes, sus dudas, sus vaivenes, y -sobre todo- por la falta de un proyecto concreto y asumido de articulación territorial del Estado. Esa falta de visión propia la ha condenado a moverse al ritmo de las aspiraciones de los nacionalismos periféricos, en función de la necesidad de sus apoyos para gobernar.
Se insiste a menudo en que el español es un estado descentralizado, en que las comunidades autónomas poseen buena parte de las competencias, la mayoría de las más cercanas a la ciudadanía entre ellas.
La descentralización es un hecho, no lo pongo en duda. Pero ese sistema descentralizado coexiste con un centro -Madrid, por supuesto- que acumula poder y funciona como una aspiradora de recursos: capital del Estado, emplazamiento del Gobierno Central y sus instituciones, núcleo económico indiscutido, sede de su comunidad autónoma… Madrid no tiene playa, pero allí están la Sociedad de Salvamento y Seguridad Marítima o la Dirección General de la Marina Mercante.
Según un reciente artículo del economista Pablo Allende, de las 50 principales empresas, 29 tienen su sede en Madrid. También están radicadas allí más de la mitad de las empresas con plantillas superiores a 5.000 empleados y el 40% de las que tienen entre 1.000 y 5.000.
Entre 2018 y 2022 la Comunidad de Madrid recibió el 70,8% de la inversión extranjera, según el INE.
Ocurre lo mismo con las vías de transporte -un sistema radial con Madrid en el centro-; o con los medios de comunicación, que se acumulan en la capital del reino. Todo pasa por Madrid, todo parece suceder allí.
Al peso de una capitalidad hipertrofiada, hay que añadirle otro factor más: la política de bonificaciones y exenciones fiscales del Gobierno de la Comunidad de Madrid. Un anzuelo con el que pescar grandes empresas y fortunas. Pagan menos impuestos, pero los pagan allí.
Y recordar, para completar la fotografía, que, según un reciente estudio de la Asociación de Directoras y Gerentes de Servicios Sociales, Madrid es la Comunidad con menor gasto social por habitante. Se cierra el círculo.
En Madrid se aglutina casi todo. No parece exagerado, por tanto, hablar de economía de aglomeración. Y, además de ser una aspiradora de recursos, la han convertido en el estandarte de las políticas neoliberales.
La pretensión de que España es Madrid no es inocente: detrás del eslogan se esconden fuertes desequilibrios entre territorios y marcadas desigualdades sociales.
Y es que -más allá de la pinganillofobia de algunos- sobre la articulación territorial y la concentración de la riqueza en pocas manos habría mucha tela que cortar.