Extrañamiento

Me desperté con una sensación extraña. Me costó recuperar la consciencia, aterrizar, entender lo que me estaba pasando. Tuve que hacer un enorme esfuerzo hasta lograr interpretar, en cierta medida, lo que me sucedía.

Se puede comprender la dificultad de la tarea, porque ni siquiera tenía claro desde dónde pensaba, veía, o sentía. No sabía a ciencia cierta en qué punto se anclaba mi mirada ni cuál era la fuente de mi pensamiento. Yo era yo y, a la vez, habitaba fuera de mí mismo, en el exterior, en una orla cercana a mi persona.

No sé si me estoy explicando. No es que me viera desde fuera, no tenía una perspectiva externa de mi propio cuerpo. No, no era aquella impresión de mirarme desde arriba mientras permanecía tumbado, esa especie de alucinación que ya había sufrido alguna vez en tiempos agitados y que achaqué al estrés.

Lo de ahora era completamente distinto. Era yo quien se convertía en lo que me rodeaba, en los objetos cercanos a las fronteras de lo que hasta entonces había sido mi cuerpo. Me extrañaba de mí mismo y, sin dejar de tener conciencia propia, me desterraba a cada paso a un país que, aunque muy cercano a mi piel, era extranjero. O lo había sido hasta entonces. Una experiencia monstruosa. Y sumamente confusa.

A medida que me despertaba y recobraba la conciencia de la realidad, iba sintiendo que alguien reposaba sobre mí. Me molestaba cada vez más su peso encima de mi torso plano, totalmente liso de no ser por la curvatura causada por su carga. Ese incómodo otro -que a la vez era yo- me aplastaba, movía la cabeza de un lado a otro con lentitud, se desperezaba, bostezaba, se estuvo rascando un buen rato… Así continuó unos minutos hasta que decidió por fin levantarse. Un alivio.

En el cuarto de baño, el extraño orinó sobre mí, una meada larga y oscura con un fuerte olor a amoniaco. No resultó agradable. Alguien debería convencerlo para dejar de beber cerveza, me dije.

Después, en la cocina, sus dientes me desgarraron en pedazos. Me fueron moliendo, triturando… me empaparon en saliva hasta transformarme en una papilla húmeda y viscosa, casi líquida. Lo peor de todo llegó cuando me obligó a deslizarme por un tubo largo y oscuro de su interior y me almacenó en una bolsa repleta de ácidos. Sentí cómo el líquido agresivo me corroía, me iba descomponiendo y empezaba a trasformarme en otra cosa.

Cuando volvió al cuarto de baño, agradecí que cesara esa horrible sensación. Me tocó entonces frotar con firmeza sus dientes, recubierto de una pasta mentolada y blanquecina. De arriba abajo, de abajo arriba, por todos los rincones, uno a uno cada diente, hasta la última muela.

En la ducha, fui el agua que resbalaba por su cuerpo. Luego, la toalla con que se secaba, y más tarde la ropa (unos calzoncillos gastados, vaqueros fuera de moda, una camiseta que vivió mejores tiempos…) que se vistió. No cabía duda de que ese extraño que era yo mismo necesitaba con urgencia renovar el vestuario.

En la calle me transformé en dos hileras paralelas de edificios antiguos que arrancaban de la zona histórica de la ciudad. Desmesurado, mi nuevo tamaño. Intuí cientos de vidas que bullían en mi interior, pero apenas tuve tiempo de reparar en ellas. Una urgencia arrolladora se apoderó del extraño y me forzó a centrar en ella la atención. Muy excitado, exigía alcanzar ya su destino. Deprisa, deprisa, estaba ansioso por llegar, en ese mismo instante, no demorarse ni un segundo. No tuve más remedio que acatar la orden. Me esforcé en pasar a la mayor velocidad de que fui capaz por sus costados, una manzana tras otra. Me deslicé sobre él con rapidez para que su cuerpo fuera alcanzando a cada instante nuevas zonas de mi yo gigantesco.

Una idea fija dominaba su mente. Iba al encuentro con ella. En su asombrosa situación actual, estaba casi seguro de que, cuando estuvieran juntos, se convertiría también en ella. De ese modo conseguiría experimentar en carne propia los sentimientos que le producía encontrarse con él a la que hasta hoy había sido una persona distinta, ajena. Un saber completo, sin opción al fingimiento, sin resquicio para el disimulo.

Y a la vez -y esta era la posibilidad que más lo obsesionaba- lograría un conocimiento perfecto de sí mismo, visto desde el exterior, mirado desde fuera, un grado de entendimiento de lo propio que no había conseguido ningún mortal hasta la fecha, libre del peso de la parcialidad y desprovisto de todo mecanismo de auto justificación. Una mirada externa. Una valoración objetiva de lo subjetivo. Una expedición implacable a su propio ser. Una experiencia total, única, definitiva. Conócete a ti mismo, conócete a ti mismo, repetía como una letanía.

De repente, cuando más deprisa circulaba a sus costados, un cambio brusco, un corte violento. Me vi obligado de golpe a dejar de fluir sobre él. Frenazo. Se detuvo en seco. Una duda radical asaltó su pensamiento:

Conócete a ti mismo, conócete a ti mismo… ¿Y si luego no me gusto?

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