El 27 (Una historia de barrio)

En la parte superior de la marquesina acristalada, en un lugar frontal elegido para atraer las miradas, estaba escrito -en negro sobre un círculo naranja- el número: el 27. Hacia él se me fueron los ojos, como si lo iluminara un potente foco mientras el puñado de cifras que lo acompañaban permanecía en la sombra. El 27, solo el 27. El puto y viejo 27.

Me detuve unos instantes, hipnotizado, como el pajarillo cuando lo mira la serpiente. Antigua serpiente aquella, porque llegaba a mí arrastrándose desde tiempos muy lejanos. Luego me acerqué. La pantalla colocada en un lateral informaba de que faltaban cinco minutos para que llegara el siguiente autobús. Cinco minutos. Una ínfima espera, una gota diminuta en el océano del pasado. El 27, tantos años después. ¿Y por qué no?, me dije.

En los últimos años habría pasado cientos de veces por aquel punto céntrico de la ciudad, la plaza que conecta la parte histórica con la ampliación comercial de comienzos del siglo XX. Habría mirado la marquesina sin verla, con el desapego con que ignoramos lo cotidiano, sin que lo que vagamente intuyen los ojos consiga alcanzar la conciencia. Así un día tras otro, sin reparar en ella. Pero aquel no era un día cualquiera. No para mí, al menos.

La consulta quedaba a un centenar de metros de la parada. De allí acababa de salir. Confuso. No sabía, o sabía sin saber. O intuía, pero sin certeza. Pensar que sí y permitir luego que la esperanza te conceda una tregua. Lo indudable, una sensación física aplastante, era que me pesaban las piernas, como si llevara sobre mis espaldas una mochila cargada de piedras. La angustia.

Bueno, tampoco cabía ninguna duda sobre lo del cáncer. Las palabras del médico se me habían quedado grabadas a martillazos: tumor, metástasis, cáncer, maligno… Creo que me quedé mudo tras escuchar la introducción y que luego solo fui capaz de pedir explicaciones con la mirada. O puede que ni siquiera eso, y fuera el propio médico quien completase el discurso por su cuenta: que en los próximos días me harían un montón de pruebas, me dijo, las fue enumerando, pero no fui capaz de retener ni una. Hasta tener los resultados de los análisis no era posible valorar la situación. Decir más, avanzar hipótesis, sería pura especulación, lo peor que podía hacerse en estas circunstancias. Por lo tanto, hasta tener datos completos sobre el desarrollo de la enfermedad, lo único sensato era esperar.

Esperar. La tensa espera. Soportar el peso de la duda cuando necesitas respuestas inmediatas. La urgencia de saberlo ya, aunque sean pésimas noticias. Tener conciencia, por lo menos, de las dimensiones del desastre. Y, a falta de las palabras precisas para saciar mi ansiedad, me lancé a interpretar miradas, gestos, entonaciones, vacilaciones… ¡Tan difíciles de leer! Pese a todo, llegué a la conclusión de que el médico no pensaba nada bueno, sabía más de lo que me decía y solo la prudencia lo impulsaba a no confirmar, sin pruebas definitivas aún, un diagnóstico funesto.

Y esperé. Esperé bajo la marquesina, al resguardo del sol del mediodía primaveral. Llegó el 27 con asombrosa puntualidad. Me subí. Un autobús eléctrico, cero emisiones llevaba escrito en los costados junto al dibujo de un enchufe. Moderno, inmaculadamente limpio, funcional, recién estrenado… nada que ver con el 27 de otras épocas, aquel cacharro destartalado que vomitaba una nube de humo negro cuando subía la empinada cuesta de acceso al barrio.

Me senté junto a una amplia ventanilla. Iba casi vacío. Los escasos viajeros, mudos, concentrados en sus móviles. El autobús se movía sin ruido, como si flotara blandamente sobre el asfalto. Hería aquel silencio.

Abandonamos el centro, nos internamos por barriadas de calles rectilíneas y edificios clónicos. Seguimos más y más allá, donde las casas comenzaban a alternarse con solares -vegetación rala, algún árbol raquítico- en los que se cocían al sol enseres, coches, electrodomésticos… un muestrario de objetos mutilados y oxidados. Y todavía más lejos la montaña, el barranco, la cuesta. El autobús trepó lentamente por ella. El asfalto estaba bien cuidado, pero las curvas eran cerradas y la pendiente muy pronunciada. Tras coronar la larga subida, el autobús se detuvo en la primera parada. Me bajé allí mismo.

El barrio quedaba a mis pies. El barrio. Las casas -la mayoría de escasa altura, un par de pisos a lo sumo- colgadas de la ladera, colocadas unas encima de las otras en estrechas repisas que aprovechaban hasta el último palmo del terreno escarpado, construidas -el milagro de la necesidad- sobre un barranco imposible.

Desentumecí los músculos y miré alrededor. A lo ancho, se veía la hilera de casas hasta acabar en el límite de la maleza. Hacia abajo, la brutal pendiente hacía desaparecer los edificios sobre el vacío. La ciudad se adivinaba al fondo, cortada del barrio por el precipicio, un mundo aparte, lejos, muy lejos para todo. Y para todos.

Comencé a bajar la cuesta. Las calles estaban asfaltadas, cementadas con estrías en las partes más inclinadas para evitar resbalones. Farolas, algún árbol, pequeñas zonas ajardinadas en los cruces… El barrio había cambiado. Habían pasado muchos años desde que se empezaran a levantar las primeras chabolas: maderas, latas, plásticos, algún trozo de uralita… construir un cobijo precario, meterse dentro y defenderlo para que no te expulsen. Los parias de la tierra instalados más allá de los límites de la ciudad, allí donde nadie había vivido hasta entonces y el brazo de la ley apenas alcanzaba.

Para cuando yo nací, ya habían llegado los tiempos del ladrillo. Las primitivas chabolas se habían asentado, robustecido, hasta convertirse en pequeñas casuchas. Tras años de conflictos, había llegado la electricidad y, más tarde aún, el agua corriente. Pero las calles seguían sin asfaltar, se convertían en barrizales intransitables con la lluvia. Cuando apretaba el chaparrón, el barrio entero se transformaba en una violenta cascada de agua turbia. El Niágara de los suburbios.

Seguí caminando. Poca gente por las calles, tal vez debido a la hora. O puede que fuera, lo había leído en alguna parte, que cada vez quedaban menos vecinos. Menos y más viejos.

Sin embargo, el primer tipo con el que me crucé era muy joven. No llegaría a los veinte años. Cubierto de tatuajes, con toda una ferretería incrustada en lugares diversos de la piel. Un disfraz importado de algún pandillero de videoclip probablemente. A su lado, un perro de presa -suelto, sin bozal- de una de esas razas catalogadas como peligrosas. Me lanzó una mirada retadora, por ir a tono con su papel, supuse.

Me despertó cierta piedad, la verdad. Lo tomé como un signo de que el barrio seguía siendo el barrio, de que bajo las capas de maquillaje con que lo habían embellecido continuaba latiendo su antigua esencia. La puta ahora vestía de Dior, pensé.

Dejé pasar de largo al chaval. Lo ignoré. Sería su día de suerte. Seguro que no sabía quién era yo. Seguro.

Llegué a la plaza. Habían reconvertido la antigua escuela en centro social. En el tablón anunciaban actividades para la tercera edad, un cursillo de macramé y una charla sobre los perjuicios del tabaquismo.

La vieja escuela. El Chus y el Pelanas. La señorita Esmeralda, la maestra, empeñada en largarme sermones, en tratar de convencerme de que tenía cabeza y que debía estudiar, sacar un título, abrirme paso, progresar, alcanzar una vida decente lejos de allí. Las buenas intenciones, los discursos morales, los globos hinchados de los que no ven lo que tienen delante de sus narices.

Las palabras de la Esme me resbalaban. Para entonces ya había aprendido que el tiempo del barrio era escaso, que teníamos que vivir deprisa.

Veíamos a nuestros mayores deslomándose a trabajar, la mayoría, o malviviendo con chapuzas y pequeños hurtos, algunos otros. Cargándose de hijos, sin conseguir espantar esa pobreza endémica que les dejarían en herencia. Envueltos en una pátina de resignación, víctimas de un mundo despiadado, pero también -no estábamos ciegos- de su ignorancia y sus propias limitaciones. Unas vidas que no queríamos para nosotros. De ninguna manera.

Los jóvenes habían buscado otros caminos. Vueltas y más vueltas en círculo para acabar todavía peor. Los años del caballo. Pocos se libraron. Entraban a robar a las casas a plena luz del día, le sacaban la navaja a cualquiera para conseguir calderilla… Habrían vendido a su madre por un pico. Las enfermedades y la cárcel los diezmaron. Fueron desapareciendo del barrio uno tras otro.

Nosotros, la siguiente generación, habíamos tomado nota. Así que cuando nos asociamos, al Chus y al Pelanas les puse como condición que nada de heroína. Ni probarla, ni por curiosidad. Nos abrimos las palmas de la mano con el filo de la navaja y mezclamos nuestras sangres para sellar el pacto. Hermanos para siempre.

Teníamos proyectos. La pasta estaba ahí, a nuestro alcance, solo hacia falta tener el valor suficiente para salir a cogerla. No habíamos cumplido aún los dieciséis y ya viajábamos en el puto 27, las barritas de hachís envueltas en papel de plata escondidas en el forro de las chamarras, a la caza de niñatos del centro. Allí vendíamos unos gramos de rebeldía a los que podían pagársela. Un negocio boyante.

Prosperamos con rapidez. En poco tiempo bajábamos a la ciudad en nuestras motocicletas recién estrenadas. Teníamos pasta y tiempo para gastarla. En el barrio nos hicimos respetar. Ropa nueva, tragos caros, las chavalas se morían por nuestros huesos. Los reyes del mambo.

Continué descendiendo por las empinadas calles. En una esquina, en una revuelta cerrada sin salida, busqué el viejo chamizo del Pelanas. Era el lugar, sin duda, pero allí no había nada. O casi nada: ahora era un solar cementado convertido en un pequeño mirador sobre el que se alzaba un banco de madera.

Me senté en él. En aquel jodido punto, justo allí, se concentraban circunstancias decisivas de mi pasado.

Viví varios meses en aquella choza, con el Pelanas. Fue cuando me largué de casa de la Barbie, después de que ella se juntara con el Colmillos.

El Pelanas nunca conoció a su familia. Se había escapado del último reformatorio en el que lo habían encerrado y nadie mostró interés en tratar de dar con él. Me ofreció refugio sin pensárselo dos veces. Así éramos.

La Barbie, mi tía, era famosa en el barrio: su pelo rubio teñido, su contoneo al caminar, sus tacones de aguja hundiéndose en el barro, sus faldas ceñidas… Me recogió a los tres años, una vez que mi madre -de la que no conservo recuerdo alguno- desapareciera para siempre. Desde crío conocí el frío del barrio, los cuerpos juntándose y separándose en busca de un poco de calor. Sufrí los comentarios hirientes, las murmuraciones de las mujeronas que ni se molestaban en disimular su ojeriza. En seguida me di cuenta de que, bajo sus aires de superioridad, se escondía el rencor, la envidia por la figura de la Barbie, el miedo cuando los ojos de sus maridos se iban tras ella.

Yo me acostumbré a su forma de vida, a verla cambiar de hombres como de ropa interior, a que desapareciera de pronto durante varios días y reapareciera luego comiéndome a besos… Todo siguió por esos cauces hasta que se lió con el Colmillos. Por ahí no pasé. Aquello fue demasiado. Me había hecho mayor.

El Colmillos manejaba mucha pasta. Era un tipo violento y chulesco. Grandullón, barriga prominente y redondeada, un palillo siempre entre los dientes -varios de ellos con fundas de oro-, pronunciadas entradas…. De haber sido uno de los nuestros, habría dado el tipo de matón de poca monta, desagradable sin más, un espécimen del que era mejor apartarse. Pero era policía y eso era todavía peor, muchísimo peor. Subía al barrio haciendo rugir el motor de su cochazo. Se pavoneaba por las calles, dando órdenes, amenazando y sacando la pasta a todo cristo. Un peligro. Su cercanía no presagiaba nada bueno. La Barbie estaba en su derecho de arrimarse al calor del dinero, al abrigo del poder, de buscar protección frente a las inclemencias de la vida, pero aquel cabrón podía buscarnos la ruina.

Así que le dije a la Barbie que me largaba. Me fui a vivir con el Pelanas. Puse cierta distancia con el Colmillos. No me quedé tranquilo.

Para entonces habían pasado ya varios años desde que empezáramos con el trapicheo. Se había enfriado el inicial entusiasmo. Íbamos creciendo, habíamos dejado atrás la adolescencia. No nos veíamos dedicándonos a aquello toda la vida.

Sentado en el lugar que ocupó la chabola del Pelanas, recordé que fue allí donde empezamos a trazar planes de futuro. Nos juntábamos los tres al atardecer, mirando desde la distancia cómo se encendían las luces de la ciudad. Nos fumábamos unos canutos y soñábamos. Sobre todo soñábamos.

Chus quería marcharse a la ciudad. Sus padres habían reunido unos ahorrillos partiéndose el lomo a trabajar. Quería ayudar a su numerosa familia a comprar un piso decente. Entraría luego a currar de lo que fuera, su padre ya le había ofrecido alguna cosa. No lo decía, pero andaba encoñado con la Sandra, y la Sandra se había empeñado en llevarlo por el camino recto.

La ambición del Pelanas era subir en el escalafón. Hacerse con una buena cantidad de mercancía. De ahí… hacia arriba, que fueran otros los que patearan las calles para él. Dinero fácil, vida regalada. Estaba hecho a vivir al margen de la ley.

A mí no me convencía. El que juega con fuego se acaba quemando. Había otros mundos en los que instalarse, más confortables, menos arriesgados. Dinero llama a dinero. Blanquear la pasta, pasarse al otro lado, multiplicar el capital moviéndolo de aquí para allá. Conocía ya esa clase de despachos. Todo legal o, por lo menos, blindado frente a la ley. Pocos, muy pocos, de entre ellos acababan en la cárcel.

Me levanté del banco y continué caminando. ¡Los sueños! ¡Tan frágiles! ¡Es tan improbable que la vida se los parezca!

Fue la proximidad del Colmillos lo que nos empujó a actuar. Apretamos el paso por temor. Y el vértigo siempre es enemigo de la precisión.

La idea fue mía. Ni siquiera sabíamos a ciencia cierta cuánto dinero habría en las sacas. Pero el golpe no parecía difícil. El furgón blindado llegaba todos los viernes a la misma hora a la sucursal bancaria. Solo dos hombres entraban al local para llevar las bolsas hasta la furgoneta. En ese tramo eran muy vulnerables. Un trabajo audaz, pero sencillo. Eso pensamos. Un último golpe juntos.

Bajando por las empinadas cuestas del barrio recordé aquel día, la fecha en que todo cambió, la que quedó marcada para siempre en rojo en mi calendario.

De acuerdo al plan trazado, un par de horas antes robamos un potente buga, un reluciente Audi último modelo. El Chus se quedó al volante, en una esquina, a una veintena de metros de la sucursal.

El Pelanas y yo íbamos vestidos con monos azules y gorras, mirando hacia el suelo para ocultar mejor nuestros rostros, cargados con bolsas de deportes en las que llevábamos el material. En el momento preciso, cuando los guardias se preparaban para salir de la sucursal, nos pusimos los pasamontañas y sacamos las recortadas. No ofrecieron resistencia. Se arrodillaron en el suelo, las manos detrás de la cabeza. Como corderitos. Cogí las dos bolsas con el dinero y, sin dejar de apuntarlos, caminamos con rapidez hacia el coche.

Y todo se jodió entonces. Estampido de detonaciones, una lluvia de balas alrededor. No era lo previsto. Vi cómo el Pelanas se derrumbaba a mi lado, con unas escandalosas flores rojas encendidas en el pecho. Corrí alocadamente. Conseguí llegar hasta el coche. Tiré las bolsas al interior. El Chus tenía el motor en marcha, dispuesto a salir pitando. Volvió hacia mí la cabeza mientras me gritaba: ¡Vamos! ¡Vamos! Oí los disparos muy de cerca, mezclados con el ruido de cristales rotos. Alcanzaron al Chus en la cabeza. Me pareció ver cómo le saltaban los sesos. El Colmillos abrió la puerta del conductor, agarró el cuerpo inerte del Chus, lo sacó a tirones del automóvil y lo arrojó al asfalto. ¡Largo! ¡Largo!, aulló. Me pasé al asiento del conductor y escapé del lugar todo lo rápido que pude.

¡El Colmillos! ¡El hijoputa!

Intenté tranquilizarme. Aunque me temblaban las manos, conduje hasta el garaje que había alquilado por mi cuenta utilizando un carnet falso. Levanté el portón, aparqué dentro el coche, dejé las sacas en el maletero, salí de la lonja y cerré la puerta a mis espaldas. A toda prisa.

A los pocos minutos cogí un autobús, no era esta vez el 27. Tenía preparado un cuchitril en la ciudad de esos que se alquilan sin papeles y no figuran en ningún registro. Había que desaparecer rápido, esfumarse por una temporada. Ya volvería cuando se enfriara el asunto. Lo sucedido no alteraba esa parte de mi plan, eso seguía igual.

¡El hijo de la grandísima puta los había asesinado!

Revivir el atraco me provocó unas irresistibles ganas de fumar. Me detuve un instante. Busqué instintivamente el paquete de tabaco en los bolsillos y recordé que ya no fumaba, que lo había dejado hacía años. ¡Mierda! Total… ¿para qué tanto cuidarse? Suspiré y seguí caminando.

Así fueron las cosas. Los planes se tuercen. Pasó lo que tenía que pasar. Nunca me debí fiar del cabrón del Colmillos. ¿Cómo no se me ocurrió que jugaría sucio? ¿Tan ingenuo fui de joven, con lo listo que me creía?

El Colmillos me había pillado un par de semanas antes vigilando la sucursal, no sé si por pura casualidad o porque andaba tras mis pasos. El hijo de puta se olió la tostada. Me agarró del cuello y me impuso sus condiciones. Adelante con el golpe, sin problemas, pero con un pequeño cambio: le vendría de perlas ponerse la medalla de agente ejemplar, detendría a mis colegas con las manos en la masa. A mí me dejaría escapar. Con el parné, claro. Incluso me proporcionaría una coartada y me cubriría las espaldas. No debía preocuparme. La investigación del caso se la encargarían a él mismo o a alguien de su confianza. El dinero, a repartir. Que no le fallara. Me hacía el favor por la Barbie, no le iba a joder la vida a su sobrino, yo era como un hijo para ella.

Llegué a la parte baja del barrio. Allí estuvo la casa de la Barbie. En la zona habían levantado varios bloques nuevos de viviendas dentro de un proyecto de rehabilitación. Los edificios no tenían mala pinta y estaban rodeados de zonas ajardinadas. El progreso, se supone. Me costó acertar el lugar exacto en el que viví con la Barbie. Al final me incliné por uno de los rincones, pero con la duda de si la calle estaría exactamente trazada sobre la antigua. De ser así, aquel sería el lugar donde el Colmillos solía aparcar su coche.

El BMW rojo del Colmillos. El cabronazo, el hijo de perra. Yo tampoco me fiaba de él. Ni un pelo.

La noche anterior al golpe, de madrugada, me llegué hasta la casa de la Barbie. El barrio dormía. Asegurándome de que nadie me veía, abrí la cerradura del BMW, limpiamente. Sin hacer ningún ruido, los cinco sentidos puestos en que mi labor no rompiera el silencio nocturno, truqué los frenos del automóvil. Bastaría con que pisara el pedal unas cuantas veces para se bloqueasen y dejaran de funcionar. Ocurriría al día siguiente. El Colmillos quedaría fuera de juego, para una larga temporada si había suerte. Incluso en el peor de los casos, ganaríamos el tiempo suficiente para hacernos humo. No podía fallar.

Imposible adivinar el futuro. No tenemos bola de cristal. Nadie me vio aquella noche. Hice un trabajo técnicamente perfecto. Pero lo que no acerté a prever fue que el día del golpe pasarían sus compinches a recogerlo en otro coche. No se subió al BMW. La fortuna jugó a su favor. Y se llevó por delante al Chus y el Pelanas.

El Colmillos, el cabronazo, era amigo de pisar el acelerador. Eso lo sabía todo el barrio. Pero también fue fruto del azar que al día siguiente le fallaran los frenos justo cuando iba a toda hostia por la autopista, a 160 kilómetros por hora según el atestado policial. Esa vez la suerte le dio la espalda. Veinticuatro horas de prórroga y… ¡directo al infierno!

Lo que no entraba en mis planes era que la Barbie lo acompañase en aquel momento. Sería su destino, lo llevaría escrito en la palma de la mano. Era mi tía, me había criado, no tenía nada contra ella, de verdad.

El impacto fue bestial. El coche saltó por encima del guardarraíl, dio varias vueltas de campana, se incendió y acabó explotando. El Colmillos y la Barbie murieron en el acto, según los forenses. El coche se calcinó por completo. No sé si en esas condiciones llegaron a encontrar algún rastro sospechoso. Era obvio, en cualquier caso, que la causa del accidente fue el exceso de velocidad. A mí nadie me preguntó nada.

Volví al barrio. Recibí numerosos pésames. Guardé la compostura disimulando la impaciencia. El Pelanas, el Chus, la Barbie… Cosas que pasan, policías de gatillo fácil, jóvenes atracadores muertos, accidentes de tráfico… Me encargué de que la Barbie y el Pelanas tuvieran entierros dignos, era lo menos que les debía. Después me largué para siempre. Nadie se fue de la lengua, nadie quiso colaborar con la policía. Lo que sucede en el barrio se queda en el barrio. Así fueron las cosas.

Llegué al final del paseo. Había acabado la visita. En la parte baja di con otra parada del 27. Faltaban veinte minutos para el siguiente. A esperar otra vez. A calentarme los cascos alimentando mis dudas, sabiendo sin saber o creyendo sin certezas.

Y, en aquellos interminables minutos de espera, pensé que me tocaría dar la noticia a Sarai. No sería un plato de gusto, a saber cómo se lo tomaría. Pero inmediatamente decidí que era preferible esperar. Esperar, por lo menos, hasta tener conciencia exacta de lo que me aguardaba. Me concedí esa tregua indefinida y con ello llegó cierto alivio. Darle tiempo al tiempo, aunque el propio tiempo fuera lo que me comenzaba a escasear.

Sarai, mi niña, tan distinta a mí, tan cargada de principios morales, tan estricta en sus actos, tan rigurosa al juzgar los de los demás. Desde que creció y se hizo mujer, un montón de años soportando sus reproches, sus miradas acusadoras, los recelos que despertaban en ella mis negocios. Y eso que no conoce mi historia.

Ni siquiera es consciente de que la vida que ha disfrutado ha sido un regalo de su padre, de que gracias a mí se ha podido permitir el lujo de llegar a ser Doña Perfecta, de ir dando lecciones de honradez y señalando a los impuros con el dedo. No sabe la suerte que ha tenido por crecer lejos de la mugre del barrio, por no verse obligada nunca a coger el 27.

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