La mirada en el color de la piel

En Londres ha estallado una encendida polémica. El dramaturgo Jeremy Harris ha reservado algunas funciones de su obra teatral Slave Play -protagonizada, por cierto, por Kit Harington, el Jon Nieve de Juego de tronos– para público negro en exclusiva. El globo se ha hinchado tanto que hasta un portavoz del primer ministro Rishi Sunak  ha entrado en el debate para criticar la medida.

Lo sucedido no pasaría de ser una anécdota si no fuera porque detrás de tan curiosa decisión separadora se esconde toda una filosofía. Y con gran predicamento hoy en día, al menos en determinados sectores.

Reservar funciones para público negro. La primera duda que me surge -y no lo digo en broma- es la de quiénes estarían autorizados a entrar y quiénes no. Porque, aunque las diferencias entre blancos y negros puedan parecer evidentes, hay bastantes casos en los que la distinción no es tan sencilla.

Me acuerdo de una tarde a la entrada de la basílica del Vaticano, hace no tantos años, tratando de adivinar los criterios en función de los cuales los porteros del recinto admitían o no el acceso de determinadas mujeres al interior. Escrutaban la longitud de la falda, o de los pantalones si eran cortos. También rechazaban los hombros desnudos, los vestidos ajustados… Pero no quedaba claro cómo y hasta dónde era lícito enseñar. Así que hacíamos apuestas sobre los casos dudosos. Y no era fácil acertar, la verdad. Digna de estudio esa moral vaticana que mide el mal en centímetros de carne al descubierto.

Por culpa -seguramente- de ese recuerdo, me imaginé a los porteros del teatro en el que se representa Slave Play con una escala cromática en la mano, midiendo si el color de la piel de los potenciales espectadores sería o no lo suficientemente oscuro para permitirles la entrada. Porque no hay una única piel negra y otra única blanca, las tonalidades de la piel humana son infinitas. Cada persona tiene su propio color y -¡encima!- varía según la exposición al sol. También hay mucho mestizaje.

Los impulsores de las funciones segregadas libraron ese escollo, cuenta The Guardian, afirmando que serían para personas que se identifican como negras. Y se curaron en salud al añadir que no se impedirá a nadie asistir a ninguna representación. Una salida acorde con los tiempos que corren: lo decisivo es la identidad auto percibida, el subjetivismo, los sentimientos.

Pero lo más interesante, el meollo de la cuestión, son las explicaciones que han dado para justificar las funciones separadas. Las inscriben en lo que han denominado noches Black Out, que buscan conseguir una audiencia totalmente negra para que pueda experimentar y discutir un evento, libre de la mirada blanca.

Jeremy Harris llegó a afirmar que a las personas negras se les había dicho que no pertenecían al teatro y que su iniciativa era un intento de permitirles sentirse seguros con muchas otras personas negras, ya que el público negro y el público blanco responden a las cosas de manera diferente.

La mirada blanca. Las diferentes respuestas del público según sea negro o blanco. Sentirse seguros entre los suyos… Estas son las bases de las que parten.

Tal y como están las cosas, no está de más recordar que el concepto de raza aplicado a la especie humana no resiste el mínimo análisis científico. Entre nosotros ninguna diferencia molecular es lo suficientemente significativa para separar las personas en razas. El ADN humano es idéntico en un tanto por ciento abrumador, hasta en un 99,9 % según algunos estudios.

Además, el mestizaje ha sido y es muy intenso. Como especie, llevamos decenas de miles de años de migraciones, de relaciones y cruces. Al secuenciar el genoma de cualquier individuo concreto suele ser sorprendente la mezcolanza que aparece en él. ¡Si hasta conservamos genes de los extintos neandertales!

Cada persona tiene su propia mirada, fruto del conjunto de su experiencia vital: lugar de nacimiento y/o residencia, familia, genética, sexo, clase social, formación, papel social -el que cumple o el que pretenden hacerle cumplir-, cultura, historia… También del propio pensamiento, construido por activa o por pasiva.

No pretendo negar el peso del color de la piel en esa mirada, menos aún si ese color es minoritario en el entorno y va asociado a la pobreza. Pero por muy blanquito que sea alguien nada le obliga a compartir mirada con Donald Trump, ni ser negro implica comulgar con la de Idi Amín Dadá. Y cualquier persona -sea negra, blanca, verde, rosa o amarilla- podría identificarse con la de Nelson Mandela. Por fortuna.

Y es que ninguna identidad determina cómo debemos pensar, vivir o sentir. No existe el determinismo identitario. No existe, no, aunque nos hayamos acostumbrado a oír a gentes hablando en nombre de todo un grupo social.

Tampoco conviene olvidar que la exaltación de la diferencia ha sido la base sobre la que se han construido las políticas discriminatorias. Nosotros somos diferentes a ellos. Aunque pocas veces se diga abiertamente, se sobrentiende que mejores. Para proteger nuestra identidad, nuestro lugar en el mundo, debemos mantenerlos alejados, en sus propios espacios. Y conservar puros los nuestros.

La oleada identitaria puede acabar por hacernos perder de vista lo fundamental: la necesidad de seguir caminando hacia la igualdad. Lo dijo Clara Campoamor en su famoso discurso ante el Congreso exigiendo el derecho a voto para las mujeres: Yo, señores diputados, me siento ciudadano antes que mujer. Pues eso: ciudadano antes que hombre, mujer, blanco, negro… Igualdad en la ciudadanía. Igualdad legal y real.

En los años cincuenta en Montgomery (Alabama), los autobuses se separaban en dos zonas: la delantera, para los blancos; la trasera, para los negros. El 1 de diciembre de 1955, Rosa Parks -una mujer negra con los ovarios bien puestos- dijo no y se negó a ceder el asiento a un blanco. Exigió derribar los muros, reivindicó que el espacio público eran tan suyo como de cualquier otro ciudadano, alimentó la llama de la lucha por la igualdad y los derechos civiles. En 1956, la Corte Suprema de los Estados Unidos declaró inconstitucional la segregación racial en el transporte público.

Rosa Parks no se refugió en el calor de los suyos. No se contentó con sentirse segura con muchas otras personas negras o con ponerse a salvo de la mirada blanca. Hizo todo lo contrario: rechazar los espacios públicos segregados en función de la (pretendida) raza.

Parece que, a veces, se nos olvida la historia. Y perdemos la brújula que señala lo esencial.

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