Espejos

Un día de lluvia en la ciudad. Una tarde de otoño tan encapotada y gris que acababa por oscurecer el ánimo. Hacía frío, soplaba el viento. El vendaval te metía la humedad hasta los huesos. El tiempo desapacible convertía la calle en territorio inhóspito.

Había tenido que hacer unas gestiones urgentes y andaba por un barrio desacostumbrado para mí, a medio camino entre el centro urbano y las barriadas del extrarradio. Fue la búsqueda de tregua frente al día de perros, seguramente, lo que me empujó a refugiarme en aquella cafetería.

La fachada desconchada y el rótulo desvaído no presagiaban nada bueno. Dudé unos segundos. Luego entré.

De un solo vistazo confirmé mis peores sospechas: un local oscuro, casi tétrico, amueblado con raídos sillones de escay y unas mesas de material plástico que trataba de imitar, con escaso éxito, la madera. El puñado de focos colgados del techo esparcía alrededor una luz amarillenta. La música, a bajo volumen, -versiones instrumentales de canciones de antiguas películas- intentaba poner una nota de color en el ambiente sombrío. Un estilo de establecimiento hostelero que aparentaba modernidad hace varias décadas. Ahora era como viajar hacia atrás por el túnel del tiempo.

Habían mantenido el diseño original, pero, con el paso de los años, la cafetería había quedado envuelta en una capa de deterioro. Fea, gastada, deslucida… me despertó cierta sensación de tristeza: como si nadie le hubiera hecho caso desde hacía mucho y tampoco hubiera encontrado razón alguna para cuidarse a sí misma. La imagen del abandono. Aquella absurda sensación de retorno a un ayer pesaroso debería de haberme puesto en guardia.

Pese a todo, me senté en un extremo del local, a una mesa colocada sobre una pequeña tarima, oculta en parte tras una columna. Me quité el abrigo mojado. Lo de las medias no tenía remedio. La falda, por fortuna, parecía seca. La estiré con un par de tirones y crucé las piernas.

En un par de minutos acudió, arrastrando los pies, el camarero. De edad avanzada, vestido con pantalones negros, camisa blanca y chaleco, las ropas ajadas y descoloridas, la mirada apagada… Llevaría años allí, habría envejecido al ritmo de la cafetería, uncidos los dos al mismo yugo. Habrían sufrido ambos -lentamente, sin tan siquiera darse cuenta- similar proceso de desgaste. Le pedí un café con leche y, para consolarme, me animé a acompañarlo de un cruasán.

Bueno, allí dentro al menos no llovía, ni azotaba el viento. Un poco de paz antes de reemprender la marcha.

Cuando me trajo el servicio, envolví la taza humeante con mis manos y el calorcillo me hizo sentirme algo mejor. Puesta a ver el lado bueno, la temperatura era agradable, las medias se me secarían enseguida, y el aroma del café se acababa imponiendo al olor a cerrado del local.

Lo vi atravesar la puerta de la calle. Entró con paso lento, sin energía, girando la cabeza a uno y otro lado, como si necesitara asegurarse de que se adentraba en territorio seguro. A pesar de los años transcurridos, no me cupo la menor duda desde el primer momento: era Él.

Él. No quise ponerle nombre, aunque no se me había olvidado cómo se llamaba, por supuesto.

Se sentó en la otra punta del local. Desde mi mesa gozaba de una posición de privilegio: podía observarlo con disimulo, porque, en sentido contrario, la columna me servía de protección frente a su mirada. Tenía todo el tiempo del mundo para examinarlo a fondo, con calma, sin la desagradable posibilidad de que me descubriera, me reconociera, se me acercase, y me viera obligada a mantener una de esas conversaciones forzadas a que obligan las buenas maneras.

Me vino a la cabeza lo que dejé escrito en mi diario mucho tiempo atrás, cuando aún estaba muy dolida, tan dolida que me cuesta sopesar, mirando desde el presente, si fui justa con Él: Se quedó a medias. Me llegó a decir que yo era su media naranja, pero no me anunció que pensara exprimirme.

Recuerdos sombríos. La esperanza no atiende a razones, te aferras a ella sin motivo. El caso es que, después de años de tiras y aflojas, de ofrecer mucho y recibir poco, la historia se fue al garete. Duelen los finales, pero más aún si no los deseas. Porque el rechazo es global, no es que le disguste tal o cual aspecto de tu persona. Eres tú, -al completo, por entero- la rechazada.

No hay que esperar a que esto se pudra, me dijo, ¡somos tan distintos! Y es cierto que no esperó, que no perdió más tiempo: me dio la patada a renglón seguido. Me quedé hecha polvo. ¡Esa estúpida idea romántica de que el amor está por encima de cualquier diferencia!

Me detuve a contemplarlo. Estaba muy cambiado, como es habitual. Sobre el esplendor juvenil se van superponiendo las capas cada vez más ajadas de la edad. Pero en su caso…

Torcí la cabeza de modo que la columna ocultara una buena parte de mi rostro para poder someterlo a un análisis detallado. Intenté ser lo más objetiva posible, no dejarme dominar por viejas pasiones.

Había perdido pelo y, entre lo que le ahora le quedaba, abundaban las canas. Entradas pronunciadas y, aunque no alcanzaba a verlo, el cabello le escasearía por la coronilla. Su rostro, manos y cuello, las únicas partes de su piel al descubierto, eran un mar de arrugas. En sus manos, además, noté un ligero temblor cuando se llevaba a los labios la copa de vino que bebía. Bajo la ropa, se adivinaba un cuerpo escurrido, el tiempo se había llevado masa muscular y, con ella, vigor y energía. Hasta aquí nada que no pudiera explicarse por la marcha implacable de los años.

Había algo más, sin embargo, lo percibía con claridad, lo pregonaba su triste figura.

¿Se puede leer en la imagen de una persona el relato de su vida?

Los signos externos explican poco. Él, además, vestía de la manera más corriente imaginable, uno más entre los anónimos habitantes de la ciudad. Pero hay otros aspectos más difíciles de enmascarar. Sus ojos, tan azules y claros como siempre, estaban apagados, miraban sin brillo. No fijaba la vista en nada, la colgaba del vacío, como si ya tuviera bastante con el peso interior que cargaba y no quisiera aumentarlo con nada llegado de fuera. En su mirada latían la tristeza y el desaliento.

Se dice que la cara es el espejo del alma. No sé si es cierto. Hay, en todo caso, gestos y rasgos que difícilmente engañan. Algunos son fruto de emociones del momento, pero cuando estas se van prolongando, sus marcas llegan a ser permanentes.

Lo examiné otra vez, al detalle, con detenimiento. No era solo la mirada vencida. Todo Él lanzaba a los cuatro vientos el mismo mensaje: la piel macilenta, la cabeza inclinada hacia el suelo, el rictus amargo que retorcía sus labios, sus gestos agotados, su cansino lenguaje corporal… Lo envolvía una orla de abatimiento, de desánimo, de resignación.

La huella imposible de disimular, decidí al fin, que dejan muchos años de no ser feliz. Su cara era el espejo en el que se reflejaba el hundimiento.

La vida lo había tratado peor que a mí, a esa conclusión llegué después del examen riguroso.

Peor que a mí, me repetí, y se me escapó una sonrisa amarga. ¡Una sonrisa! Haciendo cuentas, el saldo me era favorable. ¡Que se joda! ¡Él se lo perdió! ¡Su media naranja y eligió exprimirme!

No es bueno alegrarse del mal ajeno. Tampoco me considero mala persona. Así que me arrepentí inmediatamente del arrebato. La alegría se esfumó de golpe, dejando sitio a la vergüenza. ¡Cómo podía ser tan malvada! ¡Tantos años después! ¡Cómo era capaz de saborear aún el plato frío de la venganza!

Me sentí despiadada, cruel en exceso. Aquel encuentro fortuito había levantado la costra y debajo de ella todavía seguían los restos de viejas heridas. Una mierda ser así, un duro golpe para mi autoestima.

Estaba incómoda, mi amor propio por los suelos. Ya no pintaba nada allí. Decidí marcharme de inmediato. Me puse el abrigo, todavía húmedo, y me encaminé hacia la salida.

Junto a la puerta, un enorme espejo ocupaba la pared dando profundidad al desvencijado local. Mi autoestima ya había sufrido lo suficiente por aquel día. Así que me lancé de nuevo al infierno de las calles, poniendo el mayor de los cuidados en no ver mi propia imagen reflejada en el espejo.

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