
En castellano se les asigna género a los sustantivos. No es algo tan común. Estudiosos nos dicen -y no soy quién para discutirlo- que tan solo un 30% de los idiomas del mundo lo hace.
En lo referido a personas, la asignación del masculino o femenino -aparco ahora el género neutro- responde a cierta lógica: el femenino se adjudica a lo relacionado con mujeres, el masculino a lo que tiene que ver con hombres: el hombre, la mujer; el pintor, la pintora…y todos los ejemplos que queráis añadir.
Con los animales la relación empieza a torcerse y hacerse más confusa: decimos el león y la leona sí, pero también la lagartija y el escorpión, y no todas las lagartijas son hembras ni todos los escorpiones machos.
Y cuando llegamos a las cosas… Pues, la verdad, habría que ponerse muy estupendo para encontrar qué tienen de femenino la velocidad, la armadura o la moto; o de masculino el tocino, el corpiño o el automóvil. Incluso entre términos emparentados o de parecidos significados, unos toman el masculino y otros el femenino: la razón y el razonamiento; el poder y la autoridad; la supremacía y el mando; la bicicleta y el velocípedo… La atribución de género es arbitraria, no responde a patrón alguno. Un auténtico sindiós.
Por eso es tan complicado su uso. La única manera de utilizarlo bien es memorizar, uno a uno, el género de cada cosa. Y sin embargo, pese a lo engorroso que resulta y a que no aporta información alguna, ha llegado desde el latín hasta nuestros días. Los milagros de la voluntad de entenderse.
Hay casos -el mar y la mar, el calor y la calor…- en los que el mismo sustantivo puede tomar ambos géneros. Y otros en los que un aparente cambio de género modifica en realidad el significado. Eso ocurre con el río y la ría.
El río -y tiro de diccionario- es una corriente de agua que va a dar al mar, a un lago o a otro río. La ría es la penetración que forma el mar en la costa debida a la sumersión de la parte litoral de una cuenca fluvial.
No son lo mismo, no, aunque estén relacionados, porque los ríos acaban convertidos en rías allá donde alcanzan las mareas.
Y lo de Bilbao es una ría.
Es más, Bilbao no podría entenderse sin su ría. El puerto, un puerto de mar ¿eh?, existió antes incluso de que en el año 1300 se fundara la villa. La ciudad fue creciendo a su alrededor durante siglos. El puerto vivió, a finales del siglo XIX y durante parte del XX, el auge de la minería del hierro, de las navieras, de la siderurgia, de los astilleros… Y desapareció, no por casualidad, mientras se cerraba esa página. El actual Superpuerto no está en Bilbao y de bilbaino solo tiene lo de super.
Podemos tomar el museo Guggenheim como motor y símbolo del cambio. Se levantó en terrenos aledaños al último puerto de mercancías que tuvo la villa. En aquellos años, la ciudad contaminada y gris, industrial y obrera -minas, siderurgia, astilleros, puerto… dentro del propio núcleo urbano- sufría un acentuado declive. Bilbao se fue transformando, para bien y para mal, en otra cosa… Hasta llegar, al cabo de los años, a convertirse ¡en un lugar turístico!
En agosto, en los tiempos del Bilbao fabril, la ciudad se vaciaba. Se transformaba en un desierto de asfalto, comercios cerrados y calles solitarias. Cada cual tiene sus gustos, claro, pero aquello tenía su encanto.
Ahora, agosto es uno de los puntos álgidos de la oleada turística. Un turismo concentrado en un puñado de zonas: el Casco Viejo, las márgenes de la ría hasta el Guggenheim, el tramo inicial de la Gran Vía… Y es que el turismo actual no se disuelve en el tejido urbano. Tiende más bien a formar grumos, unos grumos que acaban resultando indigestos.
Alguna vez creímos -¡somos tan ingenuos!- que internet abriría el abanico de posibilidades. Pues no, es todo lo contrario, las cierra, es un arma de concentración masiva. Los algoritmos priorizan los lugares más frecuentados, los destacan en las búsquedas, realimentan así su visibilidad, acaban por multiplicar las visitas a esos puntos en una espiral infinita. Cualquier lugar del mundo queda reducido a un puñado de postales y sus correspondientes selfies. El turista tipo va tachando una a una las visitas obligatorias. Ya solo nos falta la Catedral de Santiago, o el Mercado de la Ribera, los escuchas decir.
Caminan obedientes a lo que les dicta el móvil. El aparato les va marcando el recorrido, les indica por dónde doblar en cada esquina, incluso les informa sobre los metros que faltan para llegar a tal o cual lugar. El mundo a través de una pantalla, que digo yo que eso mismo podría hacerse desde casa.
Tanto circuito, tanto internet y tanta información teóricamente disponible, y sin embargo… ¡Hay que oír cada cosa!
Uno llega a aceptar que al pasar frente a la estatua del fundador de la villa, Don Diego López de Haro, algunos digan: ¡Mira, Cristóbal Colón! Bueno, no importa, no parece demasiado grave, los dos son de otra época, a quién le preocupa el rigor histórico. ¡Mientras no se empeñe en derribar la estatua una ola de turistas presos de furor decolonial…!
Ahora bien, lo que llevo mucho peor es que hablen por sistema del río de Bilbao. Seguramente será culpa mía, pero oírles decir ahora tenemos que cruzar el río o eso está al otro lado del río me pone de los nervios. El río para arriba y el río para abajo. ¿El río? ¡Turisto, pedazo turisto!, me entran ganas de gritarles.
Y es que, aunque me muerda la lengua, por ahí no paso. Bilbao tiene ría. La equivocación no es un inocente error en el uso del género. Sin la ría se reduce al absurdo toda la historia de la villa. El Bilbao que conocemos no hubiera llegado a existir sin el puerto de mar, ni siquiera se habría fundado.
La ría, el mar; el mar y la ría… El puerto será pasado, vale, es un hecho, así hay que aceptarlo. Pero lo que no ha cambiado es que el mar sigue comenzando en Bilbao. ¡Que todos los mares del planeta comienzan en Bilbao!
En resumen: Bilbao tiene «la sal de la vida»
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