Por él, por ella… por todos nosotros

Al llegar al puerto, me recibieron los gritos estridentes de las gaviotas, cuellos alzados al cielo, picos abiertos de par en par, repitiendo una estrofa aguda y sincopada como si se les hubiera atragantado el llanto. Sus chillidos desgarraban las nubes bajas. La niebla entraba desde el mar, en oleadas, envolviendo el espigón y chocando contra la primera fila de edificios. El muelle, desierto. Estaba solo, hablando conmigo mismo.

Volví a preguntarme qué hostias hacía allí, en un día como aquel, en el que hasta las gentes del pueblo marinero se habían refugiado al abrigo del hogar. Viento frío, húmedo, desapacible. Día de plomo en lo más crudo del invierno. Me calé la capucha del chubasquero.

Aunque a menudo nos empeñemos en hacerlo, es difícil discutir con un muerto. No le valen razones ni argumentos. Se atiene literalmente a lo que dejó dicho en vida. Exige respetar hasta la última promesa que le hicimos. Quizás la dejamos pasar por no discutir, porque parecía importante para él y, total, para nosotros… se aplazaba al futuro y tampoco aparentaba ser costosa en exceso. Y luego, cuando ya no caben nuevas palabras ni podemos reclamar matiz alguno, nos sentimos atados por un pacto de hierro. El que calla otorga.

Y un padre es un padre, además. O fue, hablando con propiedad.

Guardaba la urna funeraria, hecha de material biodegradable en función de no sé qué estrictas normativas, bien protegida en el equipaje. Dentro de ella lo que quedaba de mi padre, después de que el crematorio hubiera realizado con eficiencia su trabajo. Cenizas, unos puñados de ceniza nada más.

Mi padre y sus voluntades mortuorias.

En otros tiempos, lejanos, me había reclamado que lo enterrara junto a mi madre, en el panteón que tenía la familia de ella. Yo apenas había entrado en la adolescencia, pero él debió de pensar que había alcanzado ya la madurez suficiente. Por lo que pueda pasar, Ángel, uno nunca sabe cómo vendrán dadas. Si tu madre no estuviera, espero que te hagas cargo tú. Callé, no sé si llegué a asentir con algún mínimo gesto. Lo cierto es que dio su petición por aceptada.

En aquel momento, no encontré lógica alguna a su deseo. Un muerto es un muerto, materia viva que se va descomponiendo. Cuando se ha roto la unidad de los elementos que nos conforman y nos hacen ser… ¿Qué importa dónde queden los restos? ¿En qué les puede afectar quién esté a su lado? ¿Qué más nos dará, si no tendremos consciencia de ello? La ilusión era del vivo, pensé entonces, no del muerto que algún día sería. Pero, más allá de la fría razón, debo reconocer que me enterneció que, después de tantos años de convivencia, encontrase consuelo en la idea de que su cuerpo reposase al lado del de mi madre.

Otros tiempos, sin duda.

Me desperté a la mañana siguiente y miré por la ventana del hostal. Se había levantado la niebla. El cielo seguía encapotado y plomizo, hacía frío, pero ni llovía ni soplaba viento. El temporal había amainado. Si me daba prisa, podría cumplir el encargo y regresar ese mismo día. Setecientos kilómetros. Si acompañaba la suerte, estaría otra vez al calor de los míos para la noche.

Animado por esa intención, desayuné deprisa, pagué la cuenta del hostal y salí del pueblo caminando a buen paso. Una pequeña mochila a la espalda, la urna en su interior. Cargando lo que quedaba de mi padre.

Partiendo desde el puerto, un sendero bien marcado recorría los acantilados. La mar, hoy tranquila, acostumbraba a ser brava por estas tierras. Costa recortada, rota en la batalla infinita entre el mar y la tierra. Murallones de piedra erosionada dejaban al descubierto estratos punzantes. En las aguas oscuras, asomándose entre las olas, aparecían aquí y allá rocas negruzcas. Y otras, las más temibles, sumergidas a pocos palmos de la superficie, invisibles a los ojos, dispuestas a rajar con sus dientes afilados los cascos de las embarcaciones. La costa de los naufragios.

En los primeros años de mi infancia, veníamos al pueblo cada verano. Mi padre aún se sentía unido a aquellas tierras. Luego, no sé por qué, se rompió el lazo. Yo llevaba muchos años sin pisar esos senderos.

A un kilómetro del puerto comenzaban las placas. Alguien quiso dejar constancia para la posteridad de los nombres de los marineros y pescadores víctimas de la cólera marina. Placas metálicas, de brillo apagado por el salitre, incrustadas en piedra. En cada una, la fecha del desastre, el nombre de la embarcación hundida, y la lista de marineros muertos o desaparecidos en el naufragio. Memoria grabada sobre metal. Un recorrido por dos siglos de tragedias del pueblo marinero.

Aparecían una y otra vez nombres similares. Hermanos, padres, hijos, familiares más o menos cercanos… sacrificados de un zarpazo por la ira del temporal en una misma fecha. O apellidos que se repetían en distintas épocas y naufragios, como si a determinadas familias las persiguiera una tenebrosa maldición marina a través de los siglos.

Caminé hasta la placa que contenía los nombres del abuelo de mi padre y dos de sus hermanos, desaparecidos en una tormenta hacía más de un siglo. Jamás encontraron sus cuerpos. La galerna se llevó por delante aquel día las vidas de treinta y cuatro marineros.

Desde la inscripción, la piedra caía vertical sobre las aguas. El mar se adentraba en una cavidad de la que no se veía el fondo, pero que se hacía escuchar al ritmo del oleaje, produciendo un eco sordo, profundo, apagado. La respiración del mar.

El lugar tenía algo irreal, fantasmagórico. El cielo oscuro de la mañana de invierno se reflejaba en las aguas sombrías, casi negras. El rincón poseía una extraña belleza que transmitía, a la vez, una indefinida sensación de amenaza.

Había llegado. La hora del rito. Saqué de la mochila la urna funeraria.

Era absurdo. No encontraba magia alguna en despedirme de unas cenizas. Agilicé el trámite. Vertí sin más el contenido de la urna desde lo alto del acantilado. Apenas hacía viento, pero aún así el polvillo flotó en el aire y se fue disgregando en su lento descenso hacia las aguas. Una parte llegó directamente al mar, otra se fue posando sobre las aristas de la pared rocosa.

Me pregunté si mi padre hubiera querido que sucediera de este modo, si se propuso que sus restos se repartieran entre mar y tierra. No tenía respuestas.

Nada más. Eso fue todo. Allí acabó el ceremonial. Ni se abrieron las puertas de los mares en señal de acogida, ni surgió de las aguas el fantasma de mi bisabuelo, ni se oyó la voz de ninguna deidad marina dedicando un responso a mi padre. Que me hubieran puesto el nombre de Ángel no conjuraba, ni siquiera en estas circunstancias, ningún tipo de mística.

Un viaje tan largo para esto. Difícil entender qué pretendía mi padre cuando me dio las nuevas instrucciones para su funeral. Difícil entender su interés por que sus cenizas acabaran disueltas en unos mares de los que se había alejado hacía ya muchos años. Un cambio radical después de que las cosas se torcieran y su matrimonio se fuera a pique.

El naufragio vino precedido de años de calma total, si se puede llamar así a la ausencia de conflictos. A costa, eso sí, de una relación congelada de la que habían desaparecido las palabras. Me convertí, me convirtieron, en su único lazo de unión, en el mensajero a través del que intercambiaban mensajes. Ángel, dile a esa que está preparada la cena. Ángel comunícale a ese que me voy al cine. Esa, ese, los nombres huían de sus labios, tal vez porque fueron usados con frecuencia en mejores momentos y trataban de esquivar el recuerdo.

Había comenzado en la Universidad y me fui alejando, paso a paso, casi sin darme cuenta, de casa. Sin mi presencia, se rompió el último eslabón que los unía. Aunque es evidente que volvieron a hablarse de algún modo, porque fijaron de mutuo acuerdo las condiciones del divorcio cuando decidieron separarse.

Abandoné el pueblo marinero, volví al trabajo y la rutina.

Días después, en la primera visita que hice a mi madre, le conté el viaje, la ceremonia de arrojar al mar las cenizas, las partículas prendidas de las rocas del acantilado… Le hablé de temporales, de barcos hundidos por la galerna, del cielo oscuro de invierno, de la costa de los naufragios…

Mi madre es de acero. Se ha mantenido siempre firme frente a los vendavales. Ha sabido aferrarse al timón sin dejarse arrastrar por las corrientes. Ha hecho gala, en las más duras circunstancias, de mantenerse serena. Ha juzgado muestra de debilidad la ostentación pública de sentimientos…

Y, a pesar de ello, mientras le daba detalles de aquel viaje de invierno, vi cómo una lágrima furtiva se le descolgaba del ojo. Solo un instante, unas décimas de segundo. Antes incluso de que alcanzara el mentón, mientras aún le resbalaba por la mejilla, se la secó con el dorso de la mano. Sonrió enseguida.

Una lágrima. Un chispazo.

No era poco. Por él, por ella… por todos nosotros quizás, por nuestros naufragios, por la ceniza que seremos.

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