
A pesar de los años transcurridos -está escrita entre 1947 y 1948, y publicada en 1949- parecería que por 1984, la conocida novela de George Orwell, no hubieran pasado los años. Más allá de su calidad literaria -que no discuto-, plantea numerosas cuestiones que siguen siendo de rabiosa actualidad.
Para trazar las grandes líneas de la sociedad distópica que 1984 describe -control policial agobiante, aniquilación del pensamiento, sumisión de la población…-, Orwell se apoyó en hechos que ya habían sucedido para aquellas fechas. Son precisamente esos cimientos anclados en la brutal realidad histórica los que contribuyen a que la sociedad que dibuja resulte creíble. Así que es un viaje desde el pasado al futuro, con la intención -supongo- de hablarnos del presente. Y si cuando se publicó tocaba fibras sensibles, setenta y cinco años más tarde sigue pasando lo mismo. Porque el totalitarismo, los regímenes autoritarios, el control social, la vigilancia ilimitada, la manipulación de la información y la verdad, la dictadura sobre las palabras… continúan siendo amenazas del presente. El ayer sigue siendo hoy.
En los aspectos más ligados al avance de la tecnología, la sociedad descrita en 1984 se queda muy corta comparada con la actual. Por muy visionario que fuera, Orwell no podía imaginarse hasta dónde llegaría el desarrollo de internet y las redes. Ahora lo saben todo sobre nosotros: en dónde y con quién estamos, lo que decimos, qué miramos o leemos, nuestra biografía, estado físico, preferencias y aficiones, en qué gastamos cada céntimo… Datos que, además, son almacenados -ni siquiera sabemos hasta cuándo- para utilizarlos al margen de cualquier control. Quedan, por estas latitudes y por lo que conocemos, en manos de gigantescas corporaciones privadas que hacen negocios millonarios con ellos. Pero también pueden ir a parar a manos de los estados, como ocurre ya en China.
En todo caso, los peligros de manipulación política y control social son evidentes. Y no hay duda de que los actuales medios tecnológicos dejan en mantillas la vigilancia omnipresente de la Policía del Pensamiento y el Gran Hermano de la novela.
Orwell estaba obsesionado con la erosión de la verdad y la manipulación de la historia. Una manipulación que constató en propias carnes durante su participación en la guerra civil española como miembro de las Brigadas Internacionales. En el libro que escribió sobre aquella experiencia llegó a afirmar: (…) Estas cosas me parecen aterradoras, porque me hacen creer que incluso la idea de verdad objetiva está desapareciendo del mundo. (…) Es un mundo de pesadilla en el que el jefe, o la camarilla gobernante, controla no solo el futuro sino también el pasado. Si el jefe dice de tal o cual acontecimiento que no ha sucedido, pues no ha sucedido. (…) Esta perspectiva me asusta mucho más que las bombas, y después de las experiencias de los últimos años no es una conjetura hecha a tontas y a locas.
Han pasado los años, y las verdades universales -paso ya hasta de comentar lo de objetivas– están hoy más erosionadas y cuestionadas que nunca. Se pretende que lo verdadero para unos pueda ser a la vez falso para otros. Los bulos y verdades alternativas circulan fuera de control y son el pan nuestro de cada día. A Orwell, cuando no se había llegado ni de lejos a la situación actual, la perspectiva le asustaba mucho más que las bombas.
En 1984, la novela, la vigilancia y el control policial son omnipresentes y asfixiantes. Pero utilizan otra herramienta de dominación social aún más poderosa: adueñarse del pensamiento y del lenguaje.
Para conseguirlo, imponen el doblepensar, que Orwell define así en su novela: saber y no saber, ser consciente de lo que es realmente verdad mientras se dicen mentiras cuidadosamente elaboradas, sostener simultáneamente dos opiniones sabiendo que son contradictorias y creer sin embargo en ambas, emplear la lógica contra la lógica, repudiar la moralidad mientras se recurre a ella. (…) Olvidar cuanto fuera necesario olvidar y, no obstante, recurrir a ello, volverlo a traer a la memoria y luego olvidarlo de nuevo.
Toda la sociedad es arrastrada a interminables ejercicios circulares de pensamiento y memoria bajo la batuta del poder totalitario. En cada giro político debe reescribirse la historia. Un movimiento sin fin regido por un único hilo conductor: la fidelidad al Partido, a los sabios dirigentes, al grupo, a los nuestros… Eso es lo primordial. Las ideas, y no digamos ya el respeto a la verdad, importan bien poco.
Para controlar el pensamiento, el Gran Hermano debe controlar el lenguaje. El ministerio encargado de la represión y de administrar los castigos se denomina Ministerio del Amor; el de la guerra, Ministerio de la Paz; el que manipula o destruye documentos históricos, Ministerio de la Verdad… El protagonista de 1984, Winston Smith, trabaja precisamente en este último ministerio, en cuyo exterior están escritas las consignas del Partido: La Guerra es Paz, la Libertad es Esclavitud, la Ignorancia es Fuerza. Cada término pasa a significar lo que dicta el poder. La neolengua que crean reduce el número de palabras y las vacía de contenido, limitando así las ideas, haciendo imposible expresar cualquier pensamiento crítico o complejo. Cuando se rompe la conexión entre lenguaje y realidad, las palabras se vuelven estériles. Convendría tomar nota.
Pero nada de lo dicho hasta ahora sería suficiente para garantizar la sumisión social. El Gran Hermano sabe de sobra que ninguna fuerza es comparable a la del amor. Por eso busca, porque la necesita, la adoración fervorosa de sus súbditos.
Nos podemos preguntar, aquí y ahora, sobre el amor que despiertan determinados líderes políticos y el apoyo social que consiguen. No vale cerrar los ojos ante la realidad. La presente ola autoritaria cuenta con un respaldo considerable entre la población y no solo -ni mucho menos- entre las capas altas de la sociedad. Y es una simplificación, cómoda pero tramposa, atribuir el hecho únicamente a la manipulación y el engaño.
Que alguien como Donald Trump, por poner un solo ejemplo, tenga tamaña intención de voto -en unos días veremos si es reelegido- debería darnos qué pensar. Porque estamos hablando de un tipo acusado de treinta y cuatro delitos, culpable de abusos sexuales, que intentó un golpe electoral y alentó el asalto al Capitolio -¡cinco muertos!-, además de ser demagogo, racista y bocazas. Y eso sin ni tan siquiera entrar a valorar las políticas que defiende.
Creo que esta realidad no podría explicarse sin mirar al interior de nuestras sociedades. Los ángulos y aristas son múltiples. Esbozo unas cuantas pinceladas.
Vivimos en un mundo inseguro y en crisis permanente: cambios acelerados, ganadores y perdedores de la globalización, aumento de las desigualdades, redes de protección social debilitadas… Los omnipresentes algoritmos digitales dirigen nuestras vidas, contribuyendo a encerrar a cada cual en su propia burbuja. Estamos encapsulados, la sociedad se ha partido en grupos prácticamente impermeables. Se relativiza la distinción entre lo verdadero y lo falso: se cree, o se deja de creer, más bien en función de quién lo dice y de dónde viene la información. Hasta el lenguaje se ha fragmentado tanto –¿hay neolenguas de parte?- que se utiliza más como seña de identidad grupal que como herramienta de comunicación entre el conjunto social.
En este mundo roto, crece la percepción de amenaza. Importa poco que las amenazas seas reales o ficticias, la inmersión en lo digital tampoco ayuda a distinguirlo. Los miedos se van personificando en la figura maligna del enemigo, hasta hacerlo tan odioso que cualquier alternativa supondría un mal menor frente a él. Ante su siniestra amenaza, el líder ofrece protección, un espacio seguro para los suyos. Un símbolo paternal, un jefe bienamado.
Orwell nos habló también de ello. Winston Smith, el protagonista de 1984, después de haber pasado por la conveniente reeducación para devolverlo al camino correcto, mira una imagen del Gran Hermano en una pantalla. Es un rostro omnipresente, lo ha visto mil veces por todos los rincones del país. Ahora, sin embargo, dos lágrimas resbalan por sus mejillas. Comprende entonces que la lucha ha terminado: ama al Gran Hermano.