
Las calles resplandecían, iluminadas por miles de luces de colores. Sobre los árboles de ambos lados de la populosa avenida, las bombillas se encendían y apagaban con celeridad, cada una de ellas una décima de segundo antes de la siguiente, dibujando líneas azules que saltaban de árbol en árbol provocando sensación de movimiento, como si el bosque urbano se alejara primero, para volver atrás en un instante. En la plaza contigua, un abeto metálico de más de quince metros de altura coronado por una estrella luminosa lanzaba intermitentes destellos y dibujaba formas geométricas de variados colores sobre su ramaje artificial. Una abigarrada multitud atestaba las calles mirando escaparates, invadiendo comercios, jugueteando con los móviles, comentando la urgencia de las compras o intercambiando saludos y felicitaciones rituales. Las fiestas navideñas en todo su esplendor.
Me pareció increíble que, rodeada de semejante gentío, nadie -pero nadie, nadie, absolutamente nadie- reparase en mi rostro descompuesto, que ningún viandante me dirigiera ni tan siquiera una mirada pasajera, como si fuera invisible, a pesar de que mi actitud tenía que resultar llamativa: giraba de continuo la cabeza de un lado a otro -y hacia atrás de vez en cuando- para comprobar que no me perseguían. Pero, bien pensado, tampoco debía extrañarme demasiado. Así son las cosas en cualquier ciudad.
Y es que, aunque tenía los nervios de punta y no era capaz de pensar ordenadamente, ¡estaba segura de que me seguían! ¡Claro que sí! Lo intuía, me lo advertía un sexto sentido que había despertado en mí el instinto animal de supervivencia. En aquellos momentos de tensión solo estaba segura de dos cosas: de que alguien andaba tras mis pasos -cargado, además, de aviesas intenciones- y de que mataría a Jorge en cuanto lo tuviera al alcance de mis manos. Lo haría polvo, lo destrozaría… se lo había ganado a pulso el muy mamón. Angustiada, presa del pánico, me maldecía a mí misma por haberme dejado enredar.
Se me ocurrió que sería bueno conocer las cartas exactas con las que jugaba, que eso me ayudaría a medir con mayor precisión mis pasos. Porque en realidad, aunque de lo contado por Jorge se deducía que era algo muy valioso, ni siquiera sabía qué hostias llevaba. Mejor comprobarlo antes de hacer la entrega. Y, según lo que fuera, ya vería qué hacer, si seguir adelante o si salir por patas, aunque lo segundo era lo que me pedía el cuerpo: acabar de una vez, esfumarme, desaparecer.
Volví a mirar a los costados. Demasiada gente. No podía abrir el paquete entre semejante multitud. Torcí a la derecha por la primera esquina y me metí en una calle lateral, en busca de un sitio más tranquilo. El maldito paquete, envuelto en un vistoso papel de regalo, pesaba mucho en mi enorme bolso, alrededor de kilo y medio, calculé. Pero eso era poco comparado con la tonelada que pesaba en mi ánimo.
¿Qué iba a hacer? ¿Rasgar el envoltorio para ver qué ocultaba? Al tacto parecía que debajo había un envase de cartón. Para saber lo que contenía no tendría más remedio que abrirlo también. ¡Puf… igual no era buena idea! Por más cuidado que luego pusiera en tratar de disimularlo, se darían cuenta de que había andado fisgoneando. Se lo tomarían, casi seguro, a mal. Y, pese a mi escaso conocimiento del tema, mi imaginación me decía que el tipo de gente que se implicaba en esta clase de negocios -¿pero qué clase de negocios?- solía tener malas pulgas. Muy malas pulgas y ningún escrúpulo, una combinación de lo más peligrosa. Resoplé.
En esas estaba cuando, a pocos metros, vi a una señora de edad avanzada intentando abrir un portal. A pesar de que utilizaba las dos manos -había soltado el carrito de la compra-, no atinaba a hacer girar la llave en la cerradura. Me detuve a ayudarla. Debía de sucederle habitualmente, porque, sin mayores objeciones, me dio las gracias y puso de inmediato la llave en mis manos. Abrí, le devolví la llave y sostuve la hoja de la puerta para que pasara. Luego la acompañé, cargando con sus compras, hasta el ascensor. Me lo estuvo agradeciendo hasta que se cerró la puerta, y aún continué oyendo sus palabras de gratitud mientras comenzaba a subir.
Me quedé sola en el portal. La escalera partía de un recodo desde el que no se veía la entrada. Me senté en un escalón. Un lugar tranquilo. Me tomaría un respiro. Lo necesitaba.
Jorge. Siempre con sus líos, jurando y perjurando que iba a cambiar, que esta vez sería diferente. Adiós al juego, adiós a los problemas, se iba a reformar. A partir de ahora, todo iría bien, me trataría como a una reina, como me merezco, solía añadir. Y yo, la más idiota del mercado, tragándome ese cuento tan sobado. Porque no me lo había prometido ni una, ni dos, ni tres veces. Y yo me lo creía, o fingía creérmelo, que para el caso es igual, y le seguía dando cuartelillo. ¿Por amor? ¿Por costumbre? ¿Porque siempre cuesta cerrar la puerta cuando no se sabe si se abrirá otra?
El caso es que la noche anterior me rogó que le hiciera el favor. Solo esta vez, el último, de verdad de la buena, no habría más, se iba a enmendar. Pero necesitaba saldar las deudas para volver a empezar. Borrón y cuenta nueva.
Me contó que había perdido mucha pasta en una mala racha y que no podía hacer frente a los pagos. Estaba en manos de sus acreedores, gente peligrosa, de la que no se anda con chiquitas. Obligado a cumplir sus órdenes. No tenía otra salida. A cambio, ganaría algo de tiempo y le perdonarían una pequeña parte de lo que debía.
Cuando llegó a ese punto, rompió a llorar. Pero él no podía hacer el recado, no podía hacerlo en persona. Estaba en un callejón sin salida. Tenía deudas también con otros, tan peligrosos y despiadados como los primeros. Lo habían amenazado y controlaban sus pasos. No podía arriesgarse a que le quitasen la mercancía. Si sucedía… ¡A saber qué le podía pasar! ¡Le iba la vida en ello! Por eso había pensado… se le había ocurrido… si le hacía aquel favor…
Se secó las lágrimas y, tratando de convencerme, recalcó lo sencillo del asunto. Era tirado, solo llevar unos paquetes, mañana mismo, al anochecer. Me estarían esperando allí, en aquel antro nocturno. Un paseíto navideño por la ciudad y ¡hecho! Entregar la mercancía, nada más. ¡Tan fácil!
Debió de leer la duda en mis ojos, alimentada por la experiencia. Entonces se puso melodramático. Era un asunto de vida o muerte. Estaba en mis manos. Él daría su vida por mí si fuera preciso. Si le apoyaba, saldríamos juntos del atolladero y seríamos felices para siempre. Solo le faltó la música de violines.
Al final, después de repetir varias veces que ya estaba bien, que era la última vez, que no me gustaban ni un pelo aquellas historias turbias en las que andaba mezclado, acabé por decirle que sí.
Le dije que sí y ahora, a mitad del camino, me arrepentía con todas mis fuerzas de haberlo hecho. Me dio rabia ser tan idiota. Tan rematadamente incauta. Tan crédula, tan inocente, tan ingenua, tan…
Furiosa, rasgué con las uñas el papel de colores. Debajo, una tras otra, aparecieron cuatro tabletas de turrón de almendras. Un turrón de los caros, de una conocida marca que decía vender calidad.
¿Qué cojones era aquello? ¡Turrón del duro! Los envases, iguales los cuatro, eso anunciaban, al menos. ¿Qué debía hacer ahora? ¿Abrir los cartones? De hacerlo, tendrían que ser todos, porque… ¿quién me aseguraba que los cuatro contenían lo mismo?
¡A la mierda! ¡Ya estaba bien de darle vueltas! ¡Ras! Envase abierto, turrón de almendras. ¡Ras! Turrón de almendras. ¡Ras! Turrón de almendras. ¡Ras!… ¡Joder! ¡Cuatro tabletas de turrón de almendras! ¡La valiosa mercancía de las pelotas!
¡No tenía sentido! ¿Jorge me había mandado a repartir turrones navideños? ¡No podía ser! ¡Tenía que haber alguna trampa! ¡A saber cuántas mentiras me había contado!
¡Claro! ¡Cómo podía ser tan tonta! ¡El hijo de puta me había engañado! ¡Me había puesto de cebo mientras él aprovechaba para… para… para lo que fuera! ¡Cabrón!
Otro interruptor hizo clic en mi cerebro. Cuatro tabletas de turrón duro. Idénticas a estas. Las había encontrado al mediodía en la despensa de casa. ¿Acaso…? ¿No era demasiada casualidad? Y yo me las…
Ya lo pensaría luego. Ahora lo urgente era salir por patas. El gusano del anzuelo acaba devorado por el pez. Si les entregaba turrón, se iban a cabrear de verdad. Y yo sería la que pagaría los platos rotos, me convertiría en la víctima más estúpida de la historia universal. ¡Menudo cabronazo! ¡Hace tiempo que debía de haber mandado a Jorge a tomar por el culo!
Me eché a la calle. Tenía que pensar rápido. A mí no me conocían, apunté la baza. Todavía tendría tiempo para pasar por casa y coger lo imprescindible. Ya pensaría a dónde ir. Muerta de miedo, enfilé el camino de vuelta, nerviosa, apresurando el paso, sin saber con cuánto tiempo contaba. Ni siquiera de vida.
Y entonces, llevaría cinco minutos caminando, sonó el teléfono.
El teléfono, me era familiar aquel tono de llamada. Lo conocía bien, pese a no ser el mío. Metí la mano en el caos de mi bolso. Tuve que registrarlo, llegar hasta el fondo para dar con el aparato. ¡El teléfono de Jorge! ¡En mi bolso! ¿Qué cojones…?
Un número oculto. Dudé un instante. Me pasó por la cabeza que podría ser el propio Jorge, un pálpito carente de lógica, una idea absurda. Acepté la llamada. No era él, por supuesto.
-¿Qué está pasando? -preguntó una voz desconocida-. ¿A dónde mierda te crees que vas?
De primeras, no contesté. El tipo siguió preguntando y preguntando, presa de un cabreo monumental, a grito pelado. Mientras aguantaba el chorreo, no conseguía recolocar mis ideas. Igual darle ciertas explicaciones me ayudaría a entender qué estaba pasando. Me decidí, y le aclaré a trompicones que no era Jorge y que solo llevaba turrón de almendras. Me costó un mundo hacerle entender que al decir turrón quería decir turrón, que me refería al típico dulce navideño, que no era una tapadera para nombrar ninguna otra sustancia. Cuando pareció entenderlo, sus órdenes fueron terminantes:
-¡Media vuelta! ¡Llévalo a donde te mandaron! Voy a hacer unas llamadas. Ya te dirán allí lo que tienes que hacer. ¡Ah! Y ni se te ocurra tratar de escapar, estamos ya tras tu rastro.
Me sentí fatal, ahogada por la angustia. Mi primer impulso fue colocar el teléfono en un carrito de niño que pasó a mi lado y echar a correr. Pero no me atreví. Soy una cagada, una cobardica desde que nací. Obediente, agachando dócilmente las orejas, di marcha atrás y me encaminé de nuevo hacia el punto de entrega. Ni que decir tiene que completamente acojonada. Y no me ayudaba precisamente a tranquilizarme no entender lo que estaba pasando.
El teléfono en mi bolso. Primera evidencia: solo el propio Jorge lo podía haber colocado allí. ¿Para qué? La respuesta parecía clara: lo utilizaban para controlar sus pasos y él me lo había endilgado a mí. Así, aunque descubriera la tostada, me forzaba a terminar el encargo y me cortaba cualquier vía de escape. ¡El hijo de puta!
Media hora más tarde estaba llegando a mi destino, me faltaban un par de manzanas para llegar al garito. Turrón. Jorge. Su teléfono en mi bolso. Alguna sustancia muy valiosa, estupefaciente, con casi total seguridad. Deudas de juego. Con los unos y los otros. Gente peligrosa. Metida en un buen lío. Me la había jugado el muy cabrón. El gusano del anzuelo. Iba a estallarme la cabeza.
Embebida en mis pensamientos, abrumada por oscuros presagios, no me percaté de que dos sombras surgían a mis espaldas. Una de ellas, materializada en un grandullón de más de metro noventa, me propinó un violento empujón. Me estrellé contra la pared y, antes de recobrar el equilibrio, me agarró con fuerza y me retorció un brazo por la espalda.
El otro, un tipo malencarado con barba de varios días, se colocó frente a mí.
-¡El bolso!- exigió. Y sin esperar la respuesta, me lo arrebató de un tirón.
-¡Tranquila! ¡Nos lo llevamos y ya está! -susurró por detrás el gigantón que me inmovilizaba.
Paralizada, miré cómo registraba mi bolso. ¡Mierda! ¿Ya sabían lo que iban a encontrar? La calle, lejos del navideño bullicio del centro, estaba desierta. Demasiado oscura, pensé, y al pensarlo levanté la vista y me di cuenta de que las farolas más próximas estaban apagadas. Alguien se había ocupado de hacerlo.
El tipo malencarado sacó el paquete. Había tratado de recomponerlo lo mejor posible, pero era evidente que el papel había sido rasgado. Soltó un gruñido al percatarse. Receloso, sacó las tabletas y miró el contenido una por una.
-¡Pero qué coño! -se le escapó entre dientes-. ¡Es turrón, puto turrón de almendras!
¿Y ahora qué? Me pregunté. Se habían tomado la molestia de asaltarme. Por muy caro que fuera el turrón… ¡Menudo papelón el mío! ¡Si salía con vida mataría a Jorge!
-¡No es la mula! ¡Nos hemos equivocado! -dijo el que me retorcía el brazo-. ¿Qué hacemos ahora?
El otro sacó el móvil del bolsillo. Pasó varias pantallas a toda velocidad y después soltó un bufido:
-¡Claro que es ella! ¡Esta zorra nos la está jugando! -me soltó un tortazo. Me pilló por sorpresa. Grité de dolor.
Aterrorizada, vi por el rabillo del ojo que por la calle vacía, salidos no sé de dónde, venían hacia nosotros dos Santa Claus. ¡Qué suerte!, pensé. ¡Viva la Navidad! Ahora los dos matones no tendrían más remedio que contenerse. Por un rato, al menos.
Sin soltarme, trataron de disimular. Mientras el uno seguía retorciéndome el brazo, el otro se colocó a mi lado, como si fuéramos amigos charlando tranquilamente. No me atreví a abrir la boca. Los dos Santa Claus se iban acercando a buen paso.
-¡Feliz Navidad! -gritó uno de ellos al pasar junto a nosotros.
-¡Ou, ou, ouuu…! -canturreó el otro. Y con una rapidez endiablada sacó de algún lugar una especie de metralleta y abrió fuego en el mismo movimiento contra uno de mis captores. Los impactos lo impulsaron un metro hacia atrás, se derrumbó braceando y, desmadejado en el suelo, vi cómo le brotaban unas flores rojas en el pecho.
El grandullón, el que me mantenía con el brazo a la espalda, trató de refugiarse detrás de mi cuerpo. Sin éxito, porque el otro Santa Claus empuñó una pistola, se acercó de un salto, y le disparó en la cabeza, a bocajarro.
Hubiera gritado en caso de quedarme voz, pero ningún sonido acertó a salir de mi garganta. Temblaba como una hoja de árbol en el vendaval. Una odiosa película de terror. Observé, desde algún lugar muy lejano, cómo se agachaba el de la pistola para pegarles varios tiros de gracia a los que permanecían inmóviles en el suelo. ¡Joder! ¡Ya eran ganas! ¡Si estaban muertos y requetemuertos! ¡Era evidente!
Las piernas no me sostenían. Me dejaron un rato sentada en la acera, incapaz de reaccionar. Vomité hasta vaciarme por dentro. Mientras tanto, arrastraron los cadáveres y los arrojaron a un cercano contenedor de basura. Luego, los dos Santa Claus -parecían clónicos, no distinguía al uno del otro- pasaron mis brazos por encima de sus hombros y, uno de cada lado, cargaron conmigo hasta el cercano antro.
En el local nos recibió un tipo nervioso y bajito que parecía ser quien lo dirigía. Me condujeron a un reservado y me dejaron tirada sobre una especie de sofá. Los dos Santa Claus se sentaron frente a mí, en sendos sillones.
-Vamos a esperar aquí -me dijeron-. El Jefe no tardará en llegar.
Efectivamente. El Jefe se presentó a los pocos minutos. El tipo bajito -el dueño, encargado o lo que fuera- lo recibió servil, deshaciéndose en reverencias, moviéndose y dando saltitos a su alrededor como un perrillo frente a su amo. Si su lengua hubiera dado las medidas adecuadas, la hubiera usado de alfombra roja.
El Jefe se sentó en un sillón. Pidió el turrón de inmediato. Lo olisqueó como si ocultase algún secreto. Llegó incluso a morderlo. Tendría buena dentadura, porque logró desprender algún pedazo:
-Turrón de almendras -afirmó de seguido.
¡Todo un cerebro! ¡No cabía duda! ¡Pues claro que era turrón! Esa mezcla de miel, almendras, azúcar y clara de huevo que queda como una piedra. Eso ya lo sabía yo. ¡Nos ha jodido el Ferrán Adrià del hampa!
-Es hombre muerto -añadió de seguido, todos entendimos a quién se refería-. Se ha pasado de listo.
-Jefe, eran de la banda del Oso, reconocí a uno de ellos -dijo uno de los Santa Claus.
El Jefe le cortó con un gesto tajante:
-Vale. No hay tiempo que perder.
Se dirigió al encargado del local, mientras le entregaba el móvil de Jorge:
-Lo quiero desencriptado para mañana mismo. Para esta noche mejor -se corrigió-. Y le pasas un mensaje al Oso: lo comido por lo servido. No estuvo bien que trataran de robar mi mercancía. Por lo que a mí respecta, los culpables ya han sido castigados. La paz es buen negocio, debería aceptar el trato.
Giró después la cabeza hacia uno de los Santa Claus:
-Y vosotros ya os estáis moviendo. Ahora mismo. He corrido la voz por todas partes. Nadie se va a arriesgar a comprarle mi mercancía. Me avisarán en cuanto dé alguna señal. Buscadle hasta debajo de las piedras. Que no escape. Recuperáis el material y lo despacháis. Que sirva de lección.
-Pero, Jefe -alegó uno de los Santa Claus-, necesitamos cambiarnos de ropa.
-Nos paran por la calle -continuó el otro-, nos han hecho un montón de fotos. Nos besuquean, nos llenan de babas. Perdemos mucho tiempo en…
-¡Andando!- cortó las protestas de raíz.
El Jefe era el Jefe. Los clónicos Santa Claus se pusieron de pie y salieron del reservado. Solo quedaba yo, era mi turno.
-Y tú -giró la cabeza hacia mí- estás de suerte. Es Navidad, unas fiestas entrañables, días de amor universal. Da las gracias a las fechas. ¡Lárgate! ¡Olvídalo todo! ¡No has visto nada! ¡La boca bien cerrada! Y si quieres un consejo… ¡pon tierra de por medio! A mis muchachos igual no les hace mucha gracia mi benevolencia. Y si la pasma llega a encontrar el cadáver de tu novio… te van a freír a preguntas. Así que mejor si te evaporas, si te esfumas. Para siempre. ¡Fuera! ¡A la calle!
Le obedecí de buen grado. Largarme, desaparecer, darme el bote… excelente idea, mejor todavía si lo hacía con su visto bueno. Suspiré. Me deslizaba flotando, como si mis pies no llegaran a tocar el suelo. Atrás quedaban el pánico, los matones, los disparos, los cadáveres arrojados a la basura… Y Jorge. Adiós para siempre, so cabrón, mentiroso compulsivo. Había terminado la pesadilla, la peor parte, al menos. Pasaría el tiempo y todo se iría difuminando, convirtiéndose en un penoso recuerdo.
¡El Jefe! Se creía muy listo, el gran patrón que todo lo domina y controla, pero esta vez yo jugaba con ventaja. Sabía algo que él ignoraba. Algo muy importante, que cambiaba radicalmente la partida. Decisivo.
Al mediodía, después de la conversación de la noche anterior con Jorge, había encontrado en la despensa de casa cuatro tabletas de turrón duro, en envases idénticos a las que había transportado luego en el bolso. Aunque me extrañó que Jorge hubiera tenido ese detalle, me venía bien, me ahorraba pasar por la tienda, ya las repondría después. Las tomé prestadas -¡vaya ocurrencia afortunada!- y me las llevé al curro para la próxima celebración de la despedida de año en la empresa.
Me imaginé a Jorge de vuelta en casa, registrando histérico el apartamento en busca del paquete, fuera de sí. Un plan tan astuto y que se fuera al garete por aquella desaparición misteriosa. Habría acabado sospechando de mí, pero, fracasada la búsqueda y apremiado por la urgencia, no habría tenido más remedio que salir corriendo.
Sin dinero, sin ayuda… era difícil que llegara lejos. Acabarían por encontrarlo. Pero si esperaban recuperar con él la mercancía… se me escapó una risilla nerviosa. Hombre muerto, había dicho el Jefe. Era probable. Y yo, sin embargo, aquí seguía, viva.
Respiré profundamente y aceleré el paso. Todavía estaba a tiempo de pasarme por la empresa. Faltaba más de una hora para que terminara el turno de tarde. Si me daba prisa, podía recoger el paquete de mi taquilla, ir a casa, coger lo necesario y buscar algún medio de transporte que me llevara fuera, lejos de la ciudad. Mejor esta misma noche.
Me iría a la costa, a algún lugar turístico en donde fuera una completa desconocida. Lejos de la ciudad, del Jefe y de sus sicarios. Buscaría contactos para ir colocando el género. Seguro que valía una pasta. Suficiente para empezar de cero. No más jorges en el futuro. Tenía que espabilar. Aprendería a elegir mejor. No parecía tan difícil.
Año nuevo, vida nueva. Y esta vez iba a ser verdad, me prometí a mí misma.