
Como es bien sabido -nos lo repiten cada vez que lo nombran y él mismo se encarga de proclamarlo a los cuatro vientos-, Elon Musk es el hombre más rico del mundo. Su fortuna está estimada en 450.000 millones de dólares y sigue en crecimiento vertiginoso, hasta el punto de que casi se ha duplicado en el último año. Musk forma parte de la élite emergente de megarricos ligados a las grandes compañías tecnológicas y digitales. Jamás en la historia de la humanidad habían existido corporaciones tan gigantescas ni se habían concentrado semejantes fortunas en tan pocas manos.
En 2024, de las diez mayores empresas del mundo por su valor en bolsa, siete forman parte del universo digital y tecnológico: Apple, primera; Nvidia, segunda; Microsoft, tercera; Google, cuarta; Amazon, quinta; Meta, séptima; Broadcom, novena…
Esa aplastante hegemonía solo queda rota por Aramco -petrolera saudí, en sexto lugar-, Tesla -automóviles, en octavo- y Bershire Hathaway -servicios financieros, en décimo-. Quedaron muy atrás los tiempos en los que el ranking de las principales empresas estaba encabezado por petroleras, industrias del automóvil o siderúrgicas. Son páginas pasadas. El presente pertenece a las pantallas.
En ese mundo vivimos. Compramos, nos informamos, nos divertimos o nos relacionamos por internet. Las empresas que hacen negocios en esos ámbitos han pasado a ser las más poderosas de la escena mundial.
Entre esas grandes multinacionales, una amplia mayoría es estadounidense. De las 50 mayores empresas, 32 son de allí. Simplificando el panorama, se podría decir que los USA siguen manteniendo una cómoda ventaja en el desarrollo tecnológico, mientras que China se ha convertido en la gran fábrica del mundo.
Compañías gigantescas, fortunas desmesuradas. Enorme concentración de dinero, excesiva concentración de poder. Los Estados Unidos como epicentro. Desde allí se marcan las tendencias sociales, incluidas las culturales y las ideológicas de todos los colores. El Gobierno USA -a pesar de que solo lo eligen sus ciudadanos- nos gobierna a todos en diversos modos, maneras y medidas.
Elon Musk, en sucesivas aportaciones, donó 260 millones de dólares para la campaña presidencial de Donald Trump. Utilizó X y su poderío empresarial como herramientas activas a favor del trumpismo. Se ha convertido, nos cuentan, en la mano derecha del Presidente.
A primera vista, podría parecer extraño que un tipo que ha conseguido su inconmensurable fortuna a través de empresas tecnológicas de vanguardia se sume a la abigarrada coalición trumpista, muy conservadora en lo esencial. El núcleo de los sectores agrupados en torno a Donald Trump es el movimiento MAGA –Make America Great Again (Hagamos a América grande de nuevo)-, una corriente rabiosamente nacionalista que pretende rescatar los viejos valores que, en su opinión, hicieron grandes a los USA. Una nostalgia conservadora que mira al pasado, hacia lo que consideran los buenos tiempos del ayer. Alrededor de ese eje se aglutinan otros sectores: perdedores de la globalización, neoliberales, radicales antiestado, fanáticos religiosos, negacionistas climáticos, conspiranoicos, antivacunas…
¿Qué pinta la tecnoderecha -así la denomina el propio Elon Musk- en esa amalgama? ¿De dónde le viene su simpatía hacia movimientos de ultraderecha de todo el mundo? ¿Qué une a Donald Trump -y a Elon Musk- con gentes como Putin, Orban, Marine Le Pen o Alice Weidel, la dirigente de Alternativa para Alemania?
Las diversas ultraderechas se caracterizan, en lo fundamental, por un nacionalismo exaltado, lo que las emparienta con el MAGA americano. Defienden supuestas identidades nacionales puestas en peligro por la globalización y los movimientos migratorios. Ensalzan los valores tradicionales. Son enemigos de las regulaciones y el derecho internacional, de los organismos supranacionales, del agrupamiento de países diversos en instituciones comunes… Lo suyo es encastillarse en los antiguos estados nacionales, refugiarse en un imaginario paraíso del pasado, poner palos en las ruedas de todo intento de convergencia y globalización política.
Las grandes compañías del mundo digital poseen un poder incalculable. Mueven ingentes capitales por encima de las fronteras para reducir o evadir impuestos. Apenas los pagan en muchos países. Acumulan tal nivel de información sobre cada uno de nosotros que podrían acabar dirigiendo nuestros razonamientos y emociones.
Si se pretende meter en vereda a multinacionales y megarricos, los antiguos estados nacionales presentan bastantes limitaciones. Son difíciles avances significativos en estos terrenos sin que poderes políticos con peso mundial se impliquen en la tarea, sin alcanzar regulaciones internacionales que hagan que las multinacionales paguen unos impuestos razonables en todas partes; que impidan que las tecnológicas nos sometan a continuo espionaje y archiven todos nuestros datos; que pongan fin al anonimato en las redes para poner rostro a quienes propagan bulos interesados; que impidan que ejércitos de bots manipulen la información… Estas y otras medidas al respecto son urgentes, porque las actuales dinámicas de las redes están afectando al mismo concepto de verdad, al rigor y profundidad de los análisis, a la adhesión emocional a las ideologías…
Solo el propio Elon Musk sabrá qué pretende con su salto a la arena política directa. Desde fuera, da la impresión de ser la exhibición desaforada de narcisismo de un señor que nos exige ser considerado el centro del universo. Que busca imperiosamente dominar, mandar sobre los demás. Que desea ser adorado u odiado, pero que jamás perdonaría que lo ignorásemos. Para gente como él, acumular más y más poder parece ser una fuente de placer inagotable. La erótica del poder, un orgasmo permanente.
Un poder, además, ilimitado, sin leyes ni controles. Gobernando directamente, rodeado de sus amigotes multimillonarios. Multiplicando su fortuna. Sin pagar impuestos. Eliminando cualquier instrumento o red protectora del estado para que toda necesidad humana se convierta en negocio. Donde pueda hacer y decir lo que le venga en gana con total impunidad. Incluso, ya puestos, donde pueda decidir lo que es verdad o mentira, al margen de los hechos, la historia, los datos comprobados, la ciencia… ¡De qué vale la realidad frente a los millones de seguidores que adoran al triunfador! ¡Si se les cae la baba con sus ocurrencias!
Tolkien, en el conocido Poema del Anillo, dejó escrito:
Un Anillo para gobernarlos a todos. Un Anillo para encontrarlos,
un Anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas.
Parece como si Elon Musk no tuviera bastante con los Anillos de Poder que ya posee -¡que son unos cuantos!- y se hubiera propuesto hacerse con el Anillo Único, apropiárselo para lograr el control absoluto de todos los mundos posibles. Da la impresión de que su sed de poder es ilimitada, de que desearía ardientemente encontrarnos, atraernos y gobernarnos a todos.
¿Querrá también atarnos en las tinieblas?
Como
«Jan» diría que es el señor de los chupetes!
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