
En su hiperactivo primer día en el Despacho Oval, Donald Trump dictó una orden para cambiar el nombre del Golfo de México, que en lo sucesivo pasaría a llamarse Golfo de América. Podría considerarse una anécdota, pero me parece que tiene su miga, que nos dice mucho sobre la personalidad de Trump y su pensamiento. Y que señala, además, un importante problema actual.
Decidir el nombre es una forma de mostrar, de alguna manera, el poder y la autoridad sobre lo nombrado. Los progenitores eligen cómo llamar a sus descendientes. En su narración mítica del comienzo de los tiempos, el Génesis nos cuenta que Adán puso nombre a todos los animales, a las aves de los cielos y al ganado del campo. Asumía así el papel de rey de la creación.
Donald Trump no quiso ser menos. Cambió la denominación oficial del Golfo de México porque le dio la gana: nadie se lo había pedido, tampoco se molestó en argumentarlo. Y conviene subrayar que para Trump, América y los Estados Unidos son sinónimos. Así que Gulf of America podría también traducirse como Golfo de los Estados Unidos. Un expansionismo terminológico, una apropiación simbólica. Hizo más grande a América -tal y como venía prometiendo en campaña- incluyendo bajo esa denominación otro millón y medio largo de kilómetros cuadrados de mar. Todo un patriota.
El lenguaje es una herramienta de comunicación. El nombre de las cosas debería servir, fundamentalmente, para entendernos, para saber con rigor de qué estamos hablando y poder así empezar a intercambiar mensajes con sentido. Pero se suele complicar. Lo asociamos a muchas otras cosas, hurgamos en su etimología, lo relacionamos con la historia o la política, lo cargamos de ideología, alcanza incluso a las emociones…
Lo que hoy denominamos Golfo de México recibió diferentes nombres desde el siglo XVI: mar del Norte, golfo de Nueva España, de Florida, de Cortés, de Yucatán… En ese mismo siglo, en algunos de los primeros mapas, aparece ya la denominación de Golfo de México, fórmula que ha acabado imponiéndose por goleada. Es el nombre comúnmente utilizado desde hace unos cuatrocientos años.
México es la palabra náhuatl con la que los aztecas llamaban a su capital. Por supuesto que en las costas bañadas por el golfo había también otras etnias, tribus y culturas. Sin embargo, es muy habitual que una parte acabe por dar nombre al todo, y a la llegada de los europeos los mexicas eran un pueblo muy importante en la zona. Cuatrocientos años más tarde, todos identificamos con claridad a qué llamamos Golfo de México.
Tampoco el término América está libre de polémicas. En un principio, los europeos que allí llegaron creyeron estar en Las Indias. Pero pronto comenzó a extenderse la convicción de que eran nuevos territorios, y empezaron a usarse términos como Las Indias Occidentales o el Nuevo Mundo. Acabó por imponerse América -en honor de Américo Vespucio-, porque esa fue la denominación elegida por un grupo de eruditos del siglo XVI. La palabra América -siguiendo el modelo de Asia, Europa o África- es una derivación en femenino de Américo, un nombre propio que parece provenir del Heimarich germánico. ¿Arbitrario? Por supuesto, como ocurre tantas veces. Así funcionan las lenguas. Pese a lo azaroso o casual de su éxito, no creo que haya dudas ni conflictos sobre el contenido que asociamos al término: el continente que abarca desde Alaska hasta la Tierra del Fuego.
Han pasado ya cinco siglos, y sin embargo hay quienes, desde hace unos años, repudian el nombre de América por juzgarlo extranjero y colonialista. ¡Qué le vamos a hacer! Las habas lingüísticas se cuecen en variados pucheros.
En el archiconocido -y tantas veces citado- diálogo de la obra de Lewis Carroll Alicia a través del espejo, Humpty Dumpty nos explica su visión sobre la relación entre las palabras y el poder:
-Cuando yo uso una palabra -insistió Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso- quiere decir lo que yo quiero que diga…, ni más ni menos.
– La cuestión es -insistió Alicia- si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.
– La cuestión -zanjó Humpty Dumpty- es saber quién manda… Eso es todo.
Al igual que Humpty Dumpty, Trump cree tener el poder de poner nombre a las cosas y decidir lo que significa cada palabra. En su patológica mezcla de grosero infantilismo y narcisismo desbocado, se figura omnipotente.
Pero no es así, por fortuna. Su poder no da para tanto. Ha conseguido que su ocurrencia del Golfo de América aparezca en los mapas de google para los USA y poco más. No llegará mucho más lejos. Pasarán los años y, cuando Trump sea tan solo un desgraciado recuerdo, al Golfo de México lo seguirá conociendo por ese nombre la práctica totalidad de la población mundial, desde Latinoamérica a Asia pasando por Europa, incluso en los mismísimos Estados Unidos. ¿Le cabe a alguien la menor duda?
Alicia, mucho más prudente y sagaz, le plantea a Humpty Dumpty una duda: la cuestión es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes, le dice.
¿Se puede hacer? Y en caso de ser posible… ¿sería bueno?
Todos somos, en cierta medida, dueños de nuestras palabras. Por lo general, cada término tiene distintas acepciones y tomamos una de ellas al utilizarla. Y además le añadimos algún matiz o connotación de cosecha propia.
Pero las palabras necesitan de un significado compartido. Si carecieran por completo de él sería imposible la comunicación y estarían de sobra. A pesar de ello, hay mucho émulo de Humpty Dumpty –por aquí y por allá, con distintos objetivos y argumentos- que lo dificulta hasta el extremo. Un fenómeno que se ha dado desde siempre, pero que se ha ido agravando en los últimos tiempos.
¿Estamos llegando a un punto en el que es prácticamente imposible toda discusión, porque no compartimos el mínimo lenguaje común imprescindible para poder intentarlo? ¿El uso de determinadas fórmulas no es ya mucho más una marca de grupo que un instrumento de comunicación?
Me parece un hecho que una larguísima lista de palabras -algunas de gran valor- se han ido vaciando de sustancia comunicativa, hasta convertirse en significantes vacíos. Y que, como carecen de sentido compartido, sin aclarar previamente el significado concreto que les da cada uno, resulta imposible entenderse.
Decía Hannah Arendt que mentir constantemente no tiene como objetivo hacer que la gente crea una mentira, sino garantizar que ya nadie crea en nada. Y añadía que, cuando no se distinguen la verdad y la mentira, tampoco se diferencia el bien del mal, ni se puede pensar o juzgar.
Tirando de similar hilo, me pregunto quién saca partido de la confusión terminológica. Si desapareciera todo lenguaje compartido, sería imposible la discusión racional, señalar dónde están y en qué consisten acuerdos y desacuerdos. Arrinconada la razón, en el reino de la superficialidad y el desconcierto, solo quedaría buscar seguridad refugiándonos en algún grupo y seguirlo luego ciegamente.
Añado, además, que las herramientas más funcionales para crear grupos, etiquetas, marcas, eslóganes o identidades se encuentran hoy en día en el universo digital. Y, para completar el panorama, que ese universo está en manos de un puñado de megarricos.