Vive en la casa de enfrente una mujer muy anciana, seca ya por los años, arrugada en mil inviernos, con la carne consumida a dentelladas del tiempo. Alienta terca la vida, un frágil hilo resiste a la erosión del ayer.
Por las tardes, si el sol llega a su ventana acude fiel al encuentro. Llevan su silla de ruedas hasta el estrecho balcón y junto a la barandilla le alcanzan algunos rayos que templan su sangre fría. Se esponja con la caricia que le calienta los huesos y se dibuja en su rostro quizá el rastro de un recuerdo de aquello que convinimos en llamar felicidad.
Ella misma se sorprende del instante de dulzura y me mira y me sonríe.
De la devastación cotidiana me rescata esa sonrisa.