Los contamos por centenas. Pronto se quedaron cortas. Proseguimos con millares (ofrecían amplio margen). Pero ha dictado el caudillo que prosiga la matanza. Día tras día la suma, otro muerto, y otro más. La sangre, siempre la sangre. ¡Quién sabe si llegaremos a centenas de millar! Aritmética de muerte, álgebra de la masacre.
En el Éxodo está escrito que es lo justo devolver un golpe por cada golpe, un ojo por cada ojo, un diente por cada diente, la herida por otra herida… Uno por uno, la escala que marcó un dios vengativo. ¿Y vosotros, sus adeptos, aún no os habéis saciado de sangre del extranjero?
Imposible soportar tanta mirada vacía, el rostro tallado en cera de quien perdió a quien amaba, de quien quedó sin hogar y vaga entre los escombros escrutando las señales del próximo bombardeo. ¿Convocar a la piedad? ¿Al que enterró con sus manos los despojos de sus hijos? ¿Al condenado a sufrir la lenta muerte del hambre? ¿Nos queda algún argumento que sostenga la esperanza?
Vuelve a llover sangre a mares. Sangre roja, negra sangre. Otra inundación anega la tierra antigua hasta el mar. ¡Se repitió tantas veces! Pregúntales por la historia a los ancianos olivos. Echaron aquí raíces hace decenas de siglos. Estuvieron en los tiempos oscuros de profecías. Ya conocen la ambición de apropiarse de la tierra, encubierta en el relato de las promesas de un dios.
Los viejos olivos saben -¡vieron pasar tantos pueblos bajo sus brazos tendidos!- que ninguna guerra es santa, que venganza no es justicia, que toda la sangre es roja y se confunde con otras. Han visto fieros guerreros curtidos en mil batallas preguntarse desolados de quién es la oscura sangre que no se borra en sus manos.
Los viejos olivos siguen, a pesar de los pesares, ofreciéndonos sus ramas, hijas del sol y del agua, como símbolo de paz. ¡A fuerza de años y golpes han aprendido a esperar!