Pacto con el diablo

Se me había acercado mientras miraba una escultura del paseo, un prisma rectangular que parecía surgir de un cerco de piedras redondeadas.

Tras pararse a mi lado, comentó con gesto de escepticismo:

¡Vaya! Difícil de interpretar. En los tiempos que corren, las obras necesitan adjuntar un manual de instrucciones. Pero… cuando no hablan por sí mismas…

De mediana edad, vestido con corrección -incluso con cierta elegancia-, cuidadosamente peinado, rasgos regulares… Un tipo distinguido, en apariencia. Solo sus ojos apagados contrastaban con la imagen de seguridad en sí mismo que proyectaba el resto: se reflejaba en ellos un cansancio infinito, una tristeza que amenazaba desbordarse. Tal vez fue el ilimitado dolor que transmitían lo que me llevó a fiarme de él.

Empezamos hablando del arte actual en este fragmentado y confuso siglo XXI. Al rato estábamos conversando con fluidez, como si nos conociéramos de toda la vida. Sabía ganarse la confianza ajena. No me pareció el típico ligón que después no consigues despegarte ni con agua hirviendo. No, en modo alguno.

En medio de una charla inconexa -saltábamos con soltura de un tema a otro-, dio un giro radical al aclarar sus intenciones:

Vamos a esa cafetería. Te invito, soltó de repente. Quiero que escuches mi historia. Que la escuches y luego la cuentes. Te he elegido para eso.

Me sentí un poco boba. Una ingenua, me lo digo muchas veces a mí misma. El encuentro no había sido casual, me conocía de antemano. Lo había buscado y forzado. Él me había elegido. Y yo, tan lista, en la inopia.

Estuve en un tris de mandarlo a la mierda y largarme. Me retuvo la curiosidad. A saber qué querría contarme. Probablemente, es lo que suele ocurrir, algo muy importante para él, pero que no lograría interesar a nadie más. ¿Merecía la pena darle una oportunidad?

Nos sentamos en la cercana cafetería que antes había señalado con la mano, junto a un amplio ventanal desde el que se veía la calle amarilla, inundada por el sol bajo del invierno. Nos trajeron enseguida las consumiciones. Crucé las piernas, me quité la chamarra y la dejé doblada sobre la silla de al lado. Demasiado calor. Atmósfera cargada. Sin esperar preguntas, comenzó a hablar de corrido.

Escúchame bien: ni rabo, ni cuernos, ni pezuñas de cabra, ni apestaba a azufre… ni siquiera le hedía el aliento.

Dio el primer trago a su cerveza. Su rostro no mostraba emoción alguna. Aunque hablaba despacio y en voz baja, sus palabras fluían, como si trajera ensayado el discurso, como si no fuera la primera vez que lo contaba.

Y olvídate también de todo el resto de parafernalia. El encuentro no tuvo lugar en un claro del bosque en noche de luna llena, ni en una lúgubre callejuela, ni en un palacio en ruinas o en un templo satánico. Nada de conjuros, magia negra o sacrificios sangrientos. No tuve que recurrir a ningún ritual siniestro para convocarlo.

Eso son estupideces, tópicos, afirmó, puede que hasta leyendas interesadas en encubrir la verdad. Ojalá fueran ciertas, ojalá. ¡Jamás me hubiera atrevido a sacrificar a un niño o a una virgen! Bueno, ni a un gallo o a un gato negro.

Verás, quien se me acercó en aquella lejanísima y desdichada tarde de primavera fue un joven agraciado, rostro empolvado, vestido con una casaca de excelente paño, calzones hasta la rodilla, camisa adornada de encajes, medias blancas, la cabeza cubierta por una aparatosa peluca… Un tipo bien parecido, en la flor de la edad, vestido a la moda que dictaban los tiempos.

Empecé a sospechar que aquel tipo no estaba en sus cabales. Me hablaba, era evidente, del diablo, de un diablo vestido a la moda de varios siglos atrás. Tal vez su demoledora tristeza era síntoma de algún trastorno psíquico. En algún sitio había leído que la fijación con los demonios es habitual en ciertos tipos de demencias. Lo que en realidad hacen, creí recordar, era expulsar a los monstruos de sus propias entrañas para poder mirarlos de frente. La ilusión de transformar el mal interior en figura ajena

Debí hacer algún gesto de extrañeza.

Ni quito ni pongo nada, te lo aseguro, lo describo tal y como se presentó. Me desarmó desde el principio. Te coge por sorpresa que tenga un aspecto tan corriente, que el diablo sea uno de los nuestros.

Hizo una pausa. Dejaba vagar su mirada por el vacío. El tráfico, intenso en aquellas horas, circulaba lento, espeso, como si al pasar quisiera poner el oído para escuchar algún retazo de la historia.

El ambiente, además. Una soleada tarde de primavera, prosiguió luego. Yo estaba sentado en un banco de piedra, solo, en las afueras de la población, junto a la fuente de cuatro caños que habían inaugurado hacía bien poco las autoridades. Tenía cerca un bosquecillo de tilos y unos macizos de hortensias recién florecidas que adornaban el muro de un jardín. Imagínatelo: cielo azul, sol radiante, temperatura templada… un día plácido y sonriente.

El joven elegante se acercó caminando, saludó quitándose el sombrero y me pidió permiso, muy educadamente, para sentarse a mi lado. Se lo concedí sin dudarlo.

Empezamos hablando de temas triviales: la traída de agua potable, la temperatura agradable, la primavera que llegaba de nuevo… pero enseguida comenzó a desviar la conversación hacia terrenos más trascendentes: el lamento por la brevedad de los días buenos, la fugacidad de la belleza, la caducidad de todo lo que nos rodea. ¡Que sea tan corto el recorrido! ¡Que el disfrute sea tan efímero!

Sus palabras me conmocionaron. Era como si aquel desconocido fuera capaz de leer mis entrañas. Hurgaba en un punto que llevaba en carne viva.

Ni siquiera estoy seguro de cuándo comenzó mi obsesión. Siendo todavía un niño ya me desconcertaban la vejez y la muerte. En mi primera juventud no podía quitarme ese zumbido de la cabeza. Mi destino, como el de cualquier otro ser humano, era envejecer, debilitarme, encorvarme, ir perdiendo facultades físicas y mentales… Ir acumulando paso a paso daños irreparables, hasta llegar al desenlace fatal. Y, para colmo, la extrema crueldad de tener conciencia del camino y la condena.

Tenía cuarenta años cuando vi morir a mi padre. Y ese mismo día me miré las manos y me pareció que comenzaban a llenárseme de arrugas. La vejez estaba ya llamando a mi puerta, pensé.

¿Es posible burlar al destino? ¿Nunca te lo has planteado?¿Qué estarías dispuesta a dar a cambio? –me preguntó.

No me molesté en responder a tamaño tópico. Él lo hizo en mi lugar.

El deseo de perdurar. Encontrar la fuente de la eterna juventud, beber de sus aguas hasta saciarse. Esquivar la enfermedad, la vejez, la decrepitud y la muerte. Ahí estamos todos.

Y allí, en el corazón de un deseo tan universal, aparece la figura del diablo. El rey de las tinieblas, no te lo discuto, pero el único que puede regalarnos vivir para siempre en este mundo. Él, solo él. Al menos eso se cuenta en la literatura y las leyendas.

Aquella misma mañana, la muerte de mi padre aún reciente, había pensado que de tener la oportunidad… Y en ese preciso momento, sentado en un banco, en la tarde soleada de primavera…

Si tanto lo deseas, me dijo el distinguido joven, cree en mí. Cree firmemente, puedo concedértelo. Pararé los relojes, no envejecerás jamás, vivirás para siempre, hasta el fin de los tiempos.

No lo dudé. Cerramos el trato allí mismo. Ya sabía, así estaba escrito, que a cambio debía entregarle mi alma. Pero… ¿qué significaba eso? Me dije que si mi vida no iba a acabar nunca, el infierno me esperaría en vano por toda la eternidad. El diablo no era tan listo como lo pintan. Creí haberle ganando la partida.

Te puedes imaginar mi euforia. No la empañaba nube alguna. Caminé entusiasmado hacia mi casa. La primavera era más intensa, el sol más radiante, el olor de las flores más embriagador…

Aunque su historia no respondía a las reglas lógicas de lo real, me pareció exigible que, por lo menos, respetara cierta coherencia interna. No sé, interrumpí su narración. ¿El diablo te dijo que continuarías así hasta el fin de los tiempos? ¿No es contradictorio? ¿Tiene fin la eternidad?

Sí, sí, me cortó, ya le había dado vueltas al tema. La eternidad es demasiado larga, no encaja en nuestras medidas. En un número infinito de años acabaríamos repitiendo infinitas veces cualquier acto. Hasta la saciedad, hasta el hastío. La experiencia más hermosa acabaría por hartarte. Pero esa posibilidad me daba lo mismo. Se perdía en la niebla de un futuro tan inmenso que me era imposible imaginarlo. Estiraba la cuerda de la vida, eso era lo importante.

Puesta a discutir la lógica del relato, iba a añadir que, cuando hemos puesto fecha hasta al big bang o a la implosión final del universo, la idea de eternidad… Pero no me dio ocasión. Me hizo un gesto con la mano para que no lo distrajera y le dejara continuar.

Verás, escucha.

Al pacto con el diablo le siguieron años exultantes. Miraba la vida con ojos de niño, con ilusión renovada. Flotaba sobre preocupaciones que antes me hubieran aplastado. Disfrutaba de todo lo que me rodeaba. Había firmado la paz con el tiempo. Me llenaba una esperanza inmaculada. Buena, muy buena época. Nunca volverá.

Hizo una pausa. Había terminado su cerveza. Pidió otra y esperó a que se la trajeran para seguir hablando.

Tardé años en comenzar a recelar del trato. Satanás cumplía su parte, de eso no puedo quejarme. Yo seguía conservando la plenitud física y mental de mis mejores días. Pero no ocurría lo mismo con mi familia, con mis amigos… Las gentes que amaba no estaban incluidas en el acuerdo. Todo y todos envejecían a mi alrededor.

Volví a intervenir: O sea, ¿estás insinuando que lo acertado hubiera sido pactar en grupo con el diablo? ¿Eso no supondría crear una nueva especie, una raza de inmortales? ¿No dejaríamos de ser humanos?

No preguntes lo imposible de responder. Supongo que, en un pacto diabólico, cada uno debe decidir por sí mismo, que nadie puede hacerlo por ti. En todo caso, en lo que a mi respecta, era demasiado tarde para intentar cambiar nada.

Guardé silencio. Hizo una larga pausa. Seguía mirando por la ventana. No sé si esperaba o buscaba algo o a alguien. Su mirada se hundió, tocó fondo cuando retomó la narración, la voz opaca, más triste que nunca.

Dura experiencia. No se la deseo a nadie. Ver morir a la mujer que has amado tanto, con la que has compartido tu vida. No poder ahorrarle ni un ápice de sufrimiento. Apurar el cáliz hasta las heces. Repetir la historia, uno tras otro, con tus hijos. ¡Qué crueldad ver morir a los hijos! ¡Nadie debería pasar por ese trance tan amargo!

Intentas rehacerte. Vinieron otros amores, nuevas familias, más hijos. Pero nunca fue igual. Repites el camino y ha aflojado la ilusión. Comenzaba una historia y no podía evitar imaginarme el final. El final, el final, siempre el mismo desenlace despiadado. Comprobé en carne propia que el dolor no te endurece, que la repetición jamás logra mitigarlo, que es imposible acostumbrarse a él.

Con el paso de los años, acabé por renunciar a casi todo. Miraba la vida y solo veía la muerte que después sería. Bajo el rostro de cualquiera adivinaba su futura calavera. El placer que prometía un idilio se desvanecía al pensar en el dolor del inevitable fin.

No pertenecía ya a familia ni grupo alguno, no era de ningún lugar. Fui tomando diferentes nombres, en distintos idiomas y continentes. Sabía ya que mi estancia en cualquier sitio sería temporal, que tendría que marchar antes de que me sepultara la ola del odio que mi apariencia inmutable generaba.

Se repetía en todas partes. Primero era admiración. Con los años, la admiración se trocaba en sorpresa. En recelo después. Hasta que llegaba la hora del miedo. Me marcaban como maldito, como un engendro del demonio, comenzaba la persecución… Me convertí en una sombra errante, escapando de un lugar a otro, huyendo de las gentes, la desesperación como única compañía.

Condenado a la soledad, errante a la fuerza, la existencia se había convertido en una pesada carga que no soportaba. Pensé que había llegado el momento de cumplir mi parte del pacto, ¡que el diablo se llevara mi alma! ¡Librarme de una vez de las penas de este mundo!

Tampoco esta vez tuve que convocarlo. Fue suficiente el deseo para que él acudiera a mi encuentro.

Aunque me estuviera contando una fantasía desquiciada, aunque lo más probable fuera que aquel distinguido señor no estuviera bien de la cabeza, llegados a este punto de la historia me picaba la curiosidad por saber cómo acababa. Le dejé continuar, guardé un escrupuloso silencio.

Yo vivía y vivo aún, no hace tanto tiempo de aquello, en un chalet de las afueras, en una urbanización de calles rectangulares y monótonas. Una burbuja impersonal y cerrada que me protege de miradas ajenas.

Allí se presentó. Llegó conduciendo un Maserati que aparcó junto a la verja del jardín. Se bajó, flexible, ágil. Vestía un traje de Saint Laurent de corte deportivo y juvenil.

Le abrí la puerta sin dudarlo. Tenía urgencia de hablar con él. Comprobé, al verlo de cerca, que tampoco envejecía. Joven, agraciado, a la moda… Conforme a los tiempos, adoptando los símbolos de poder del momento, su rostro era el mismo de siglos atrás.

Sé lo que vas a pedirme, me dijo nada más sentarse en un butacón de la sala, pero necesito oírtelo decir. Parecía contento, me regaló una sonrisa encantadora que dejó al descubierto su dentadura perfecta.

Bien, le concedí, ya lo sabes, quiero cumplir mi parte del trato, ha llegado la hora, deseo terminar mi estancia en la tierra. Puedes quedarte con mi alma y llevártela al infierno si así lo deseas.

Su cara se transformó de golpe. Seguía siendo la de un joven apuesto, pero en una décima de segundo sufrió un cambio radical. Es difícil de explicar, sus rasgos se extremaron en una extraña fusión de belleza y amenaza. Su rostro se convirtió en una máscara que reflejaba abismos de horror y desprecio. Las marcas de un odio sin límites. Satanás, el odio por el odio. Un odio insondable contra todo, contra todos, contra el universo al completo. También contra mí, su fiel servidor. Sus ojos lanzaron llamaradas de desprecio cuando me escupió la respuesta:

¡Estúpido ignorante! Tu alma me pertenece desde hace siglos. Y el infierno… ¿dónde te crees que estás? Vives ya en tu propio infierno. Por toda la eternidad.

Se hizo un silencio sepulcral en la cafetería. En las mesas de alrededor, la gente seguía conversando, incluso se veía a algunos reírse con aparente estrépito, pero no llegaba hasta nosotros sonido alguno. Como si estuviéramos recluidos en una burbuja, una burbuja en la que soplaba un viento helador. Mi chamarra estaba en una silla cercana. Traté de abrigarme cruzando los brazos sobre mi cuerpo.

No te creas lo que te he contado, menos aún los detalles, me dijo entonces el señor elegante. Solo quería probarte, comprobar tus reacciones.

Acercó su cara a un palmo de la mía. Me dedicó una sonrisa espléndida que dejó al descubierto sus dientes blanquísimos. De sus ojos brotó una llamarada cuando me lo propuso:

Si crees en mí, puedo concedértelo. ¿Quieres vivir eternamente?

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