¿Qué hace la Universidad de Barcelona en tu cama?

El pasado mes de marzo, la Universidad de Barcelona modificó su código ético, declarando las relaciones sexoafectivas (sic) entre profesorado y alumnado como contrarias al mismo.

Consideran que esas relaciones son en todos casos, claramente asimétricas, con un evidente componente de superioridad del primer colectivo frente al segundo. Por esa razón las señalan como mala praxis, con el objetivo de evitar situaciones de abuso y/o de conflicto de interés en el proceso de evaluación y supervisión.

La modificación fue propuesta por la dirección de la Unidad de Igualdad. Afirman que está fundamentada en el Protocolo guía de ámbito universitario de la Generalidad de Catalunya y que pretende velar por la integridad de la interacción profesorado-alumnado, y prevenir y reparar con la diligencia debida posibles situaciones de violencia machista, acoso sexual u otros supuestos.

En los apartados modificados y en los argumentos en que se sustentan esos cambios hay consideraciones de distinto calado. Conviene separarlos para poder analizarlos con un mínimo detalle.

Poca discusión cabe, creo yo, sobre los fines pretendidos. El acoso sexual y la violencia machista, aparte de actos intolerables, son delitos recogidos en el código penal. Por eso, como ante cualquier otro delito, se debe impulsar la denuncia y la intervención de la justicia. Dicho esto, que me parece lo fundamental, nunca está de más la intención de articular medidas complementarias que contribuyan a prevenirlos y a reparar -en lo posible- los daños causados.

Es también otra obviedad que la universidad debe evitar cualquier abuso o conflicto de intereses en los procesos de evaluación y supervisión. Estos procesos tienen que ser justos, limpios y transparentes, garantizando los adecuados mecanismos de control y revisión.

Los abusos pueden darse por multitud de causas: lazos familiares; amigos y conocidos; relaciones económicas y comerciales; intercambios de favores; corrupción pura y dura… Incluso -a otro nivel- parecen difíciles de esquivar las simpatías y antipatías, las filias y fobias inherentes a toda relación humana.

La existencia de relaciones sexoafectivas entre profesorado y alumnado no implica necesariamente que la evaluación tenga que ser injusta, pero lo más prudente en estas situaciones sería abstenerse y dejarla en otras manos. Por si acaso.

En el fondo de la cuestión -aunque no se cite expresamente en las informaciones aparecidas en los medios- hay una realidad indiscutible: la subordinación histórica de la mujer, lo que conocemos como patriarcado. En los tradicionales roles de género, el trabajo doméstico se adjudica a la mujer y el externo (y remunerado) al varón. Frente a esa desigualdad y a los desequilibrios de poder que conlleva, es legítima la denuncia de la superioridad de una parte sobre la otra y la reivindicación de simetría en las relaciones.

Hay también otro cliché que sobrevuela el tema: el estereotipo, tan antipático, del profesor ligón que aprovecha su status para seducir a jovencitas. Este estereotipo, como cualquier otro, se apoya en parte de la realidad, pero no tiene por qué cumplirse en todos los casos.

No está de más señalar que ya en el curso 2020/21 las mujeres suponían el 42,9% de los profesores de la universidad pública según el INE, y que entre los menores de 40 años estaban por encima del 50%. El alumnado es mayoritariamente femenino desde hace años. Las mujeres no son una rareza extraviada en el ajeno corral universitario.

Y no debemos olvidar la evidencia, elemental, de que las relaciones sexoafectivas entre profesorado y alumnado podrían ser mujer-mujer, mujer-hombre, hombre-hombre… y se complicarían más si tratamos de clasificar a quienes no se consideran incluidos en los géneros tradicionales o desarrollamos las posibilidades varias de los hoy en día tan manoseados poliamores.

Fundamentar la condena en base a que las relaciones son claramente asimétricas, con un evidente componente de superioridad del primer colectivo (el profesorado) frente al segundo (el alumnado) es adentrarse en terrenos discutibles.

Es indudable que dentro de la universidad el profesorado tiene una posición de poder académico de la que carece el alumnado. Pero no tiene por qué seguir siendo así en cuanto se cruza la puerta de la calle. Hay vida más allá de la universidad y del ámbito académico.

Las desigualdades y asimetrías pueden ser de muy diversos tipos: de edad, de condición social, de nivel de conocimientos, de poder, de referencias culturales… El profesorado no tiene por qué estar siempre arriba de la pirámide: puede haber alumnos más ricos, más influyentes, de mayor edad, incluso más maduros emocionalmente o más cultos que sus profesores. La realidad no sabe de esquemas.

Pero vayamos a lo fundamental: estamos hablando de relaciones entre mayores de edad, entre adultos en plena posesión de sus capacidades mentales. Aun sospechando que una relación sexoafectiva entre profesores y alumnos pisaría un terreno minado, que partiría de posiciones complicadas, la decisión de aceptarla o no corresponde a voluntad de las partes implicadas. Son ellas quienes deben valorar si es asimétrica o simétrica, igualitaria o desigual. Y decidir, sean cuales sean esas características, si se embarcan en la relación o no. Sus motivos -del corazón y de la razón- no tienen por qué convencernos a los demás. Tienen derecho a tomar sus propias decisiones.

Es muy arriesgado juzgar relaciones ajenas. Dar una simple opinión sobre algún aspecto psicológico, social o moral de ellas requeriría conocerlas a fondo y saber al detalle la historia de los protagonistas y sus circunstancias. Y aún así correríamos el riesgo de equivocarnos.

Impartimos lecciones morales con excesiva facilidad. Arrinconados los viejos catecismos, parecería que nos urgiera reemplazarlos por otros nuevos. En toda relación humana son prácticamente inevitables las ambigüedades y contradicciones, los desequilibrios y los conflictos de mayor o menor calado. ¿Acaso son exigibles la igualdad y simetría perfectas para considerar buena praxis una relación? ¿En qué se sustanciarían estas características? ¿Quién ejercería de juez? ¿Alguna institución se atrevería, por llevarlo a un terreno drástico, a declarar mala praxis el matrimonio de hombres y mujeres que acepten o defiendan los tradicionales roles de género?

Fuentes de la Universidad de Barcelona aclararon que la vulneración del código ético no comporta la apertura de un expediente sancionador ni medidas punitivas, sino que se trata de una declaración de principios y un compromiso que asume la comunidad universitaria.

Uno se pregunta quién es esa comunidad universitaria para tratar de que todos y cada uno de sus miembros asuma como propio ese compromiso y qué valor tiene esa declaración de principios. ¿Qué van a hacer si alguien lo incumple? ¿Lo señalarán con el dedo? ¿Lo van a declarar culpable de mala praxis? Vivimos tiempos en los que separar las esferas de lo público y lo privado es casi una quimera, pero puede haber quienes deseen proteger su privacidad y se nieguen a que sus relaciones sean objeto de escrutinio en plaza pública. ¿Acaso la comunidad universitaria tiene derecho a hacerlo?

Excesivo moralismo, excesiva moralina. Interés desmedido en someter las vidas ajenas a los propios criterios. Cada cual es muy libre de aplicar con rigor sus principios morales a sus actos, pero parece que cuesta entender que, en muchos casos, esos principios sean discutibles y que haya quienes no los compartan.

Seguimos cabalgando sobre ese puritanismo de nuevo cuño que nos llega del otro lado del charco.

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