
En su columna en El País Semanal del 22 de agosto, el conocido escritor Javier Cercas abordaba, entre otros, el tema de la discriminación positiva. Una expresión, afirmaba, que en realidad contiene un oxímoron: toda discriminación es negativa, porque conlleva un atentado contra la igualdad básica de los seres humanos.
Señalar ese oxímoron -la combinación en una misma estructura sintáctica de dos palabras de significados opuestos- es difícilmente objetable. Es como aquella frase que se suele atribuir a Unamuno sobre el periódico El Pensamiento Navarro, que podía ser pensamiento o navarro, pero que las dos cosas a la vez… O como los numerosos chistes que se han hecho sobre los departamentos de inteligencia militar de los ejércitos.
En fin, me parece indiscutible que discriminación y positiva son términos antagónicos. Poco cabría añadir sobre ello. Pero esa contradicción atañe al nombre de la cosa, a su envoltorio. Bastaría con sustituir el término discriminación positiva por el de acción positiva –también se denomina así a veces- para que desapareciera el oxímoron.
Por tanto, más allá de las palabras que utilicemos, lo que de verdad tiene interés es analizar y valorar las medidas que se engloban bajo esa etiqueta, sus aplicaciones prácticas y sus efectos.
La discriminación positiva se asienta sobre tres pilares.
El más tajante es la política de cuotas: exigir por ley que determinados porcentajes de puestos se cubran con miembros de grupos identificados por su sexo, raza, orientación sexual, credo o nacionalidad.
El segundo pilar es dar un trato de preferencia o consideración especial a esos mismos grupos en los procesos de selección o elección para acceder a ciertos puestos.
El tercero, más difuso y por eso mismo más difícil de sopesar, es la reivindicación social de la obra -artística, histórica, cultural…- pasada o presente de quienes pertenecen a esos grupos, presuponiendo que han sufrido o sufren un olvido o tratamiento injustos debido a su propia condición.
Parto de la base de dar por buenas las intenciones que inspiran estas políticas: tratar de equilibrar situaciones de previo desequilibrio, intentar igualar lo desigual, procurar compensar carencias históricas…
También me parecen innegables su potencia y funcionalidad. En el ámbito de la representación política, por poner un ejemplo evidente, las mujeres de este país han conseguido en pocos años avances significativos hacia la igualdad. Estos avances habrían acabado también por llegar sin recurrir a esas medidas -creo yo-, pero hubieran sido mucho más lentos, sin duda.
Sin embargo, como suele ocurrir con casi todo en esta vida, la discriminación positiva presenta también ángulos más oscuros, aspectos menos satisfactorios. Cualquier medicamento tiene efectos secundarios.
La primera objeción a estas políticas es que respiran cierto paternalismo. Como si se sospechara que estos sectores carecieran de la energía suficiente para abrirse camino por sí mismos y necesitaran especial protección. Como si se pensara que a falta de ese impulso exterior serían incapaces de alcanzar a los otros y medirse con ellos. En numerosos casos, además, la realidad desmiente esas supuestas debilidades. Por poner un solo ejemplo: hace ya bastantes años que las mujeres obtienen mejores resultados académicos que los hombres. En la España de hoy en día hay un 15% más de mujeres que alcanza el nivel de Educación Superior. Y no es un caso aislado: esa mayor proporción se da también en el conjunto de países de la OCDE.
El segundo aspecto conflictivo es que premian la identidad de grupo, relegando factores individuales que pueden tener tanto o más peso que los identitarios. Por explicarme con un ejemplo práctico: ¿alguien piensa de verdad que una hija de los Obama -mujer y negra- debería ser discriminada positivamente para poder competir en igualdad con el hijo -hombre y blanco- de un minero de Wyoming en paro desde la crisis de la minería del carbón?
La tercera objeción es que estas políticas favorecen a unas personas, pero al hacerlo perjudican inevitablemente a otras. No es difícil de imaginar cómo se sentirá alguien a quien por el conjunto de sus méritos le hubiera correspondido cierto puesto y se lo hayan negado porque otros se han visto beneficiados gracias a su identidad. No parece muy justo hacer pagar a una persona concreta, de carne y hueso, las facturas de injusticias colectivas que recogen las estadísticas.
La discriminación positiva abona también el terreno para extender sombras de sospecha sobre los logros de las personas que se benefician de ella, alentando la duda de si se deben a su propia valía o al trato de favor recibido.
Y los efectos negativos de estas políticas se agudizan cuando las medidas se alargan indefinidamente, se intentan extender a toda actividad comunitaria o se trata de convertirlas en elementos constitutivos de la organización social.
Nos encontramos con propuestas y presiones para que a cualquier organismo, institución, empresa, asociación o grupo se le exijan cuotas equilibradas en función del sexo, la orientación sexual, la raza, la religión, la nacionalidad o el origen de sus miembros. No exagero: se han planteado ese tipo de exigencias hasta para rodar una película en Hollywood.
Estas miradas ponen el acento en la identidad grupal, como si la pertenencia a uno de esos grupos fuera el factor único y decisivo que define a cada persona. Una visión que simplifica hasta el extremo la complejidad humana. Cada persona está conformada por múltiples identidades, herencias, opciones, cualidades, vivencias, ideas, experiencias… Ninguna etiqueta de grupo puede explicar y abarcar todo lo que un individuo concreto es, significa, busca, desea o le interesa en esta vida.
Incluso cabe preguntarse si, llevadas al extremo, estas políticas ayudan a caminar hacia una sociedad globalmente igualitaria en la que el sexo, la orientación sexual, la raza, la religión o la nacionalidad dejen de ser factores relevantes en el papel social que juega cada cual. Porque podría ocurrir, por el contrario, que al convertir las identidades en el eje alrededor del que se estructura la sociedad, contribuyera a encastillarlas o enfrentarlas.
¿Discriminación positiva? Lo siento, no tengo una opinión tajante. Utilizada con mesura y para puestos de alto valor simbólico puede ser una herramienta útil para abrir nuevas dinámicas, combatir inercias sociales y dar un empujón a los cambios.
Pero frente a la potente ola de victimismo que nos anega, prefiero el espíritu que animaba a Maria Salomea Skłodowska, Madame Curie, cuando afirmaba: Nunca he creído que por ser mujer deba merecer tratos especiales. De creerlo estaría reconociendo que soy inferior a los hombres, y yo no soy inferior a ninguno de ellos.