
Llueve. La tarde se enroca quieta en la ciudad detenida. Nos envuelve en su visillo la llovizna, mansa y fina. Las gotas tejen encajes trenzando sobre tejados el tiempo que se marchó con el presente dormido. Cuando la luz se amortigua se van prendiendo recuerdos. Pongo música en la sala. Los acordes traen los ecos de edades ya bien lejanas, cuando era joven la vida. Renegando de lo añejo y henchidos de savia nueva, recorrimos, insolentes, mil caminos sin salida. Acero de las guitarras, voces quebrando el olvido, ritmos que abren la danza velada de lo perdido. Ellos llegaron de lejos. Vinieron de las estrellas, de las sórdidas callejas del Nueva York más sombrío o poco importa de dónde. ¿Qué fue de ti, David Bowie, regresaste a tu galaxia? ¿Quién destrozará etiquetas cantando a la rebeldía? Confiesa ahora, Lou Reed, ¿gozaste de un solo día perfecto antes de marcharte? ¿Caminarías de nuevo el mismo lado salvaje? Los altavoces vomitan canciones de aquellos tiempos, repiten viejas tonadas sin reparar en preguntas. Lógico -dice la voz estricta de la razón-, no añadirán una coma a lo que dejaron hecho. Crónica crepuscular, generación que se aleja… solo son voces de muertos. ¡Joder! Escucho voces de muertos, se está acercando el invierno y afuera sigue lloviendo.