De las Sinsombrero a las Sin Velo

La sorpresa del trigo, Maruja Mallo, 1936.

Se conoce como Las Sinsombrero a un grupo de mujeres -Maruja Mallo, Rosa Chacel, María Zambrano, María Teresa León, Ernestina de Champourcin, Remedios Varo, Josefina de la Torre… – que, a comienzos del siglo XX, rompieron los moldes establecidos con su activa participación en las vanguardias culturales de la época.

En aquellos tiempos, ir por la calle sin sombrero suponía una transgresión, un desafío a las normas y usos sociales. Quitarse el sombrero pretendía ser una metáfora de la liberación de las ideas, sacarlas de su jaula para que volaran libres, una acción que, si ya resultaba perturbadora hecha por hombres, era absolutamente intolerable cuando eran mujeres las protagonistas.

Jose Luis Ferris, en su introducción a la antología poética Mujeres del 27, nos recuerda la importancia que Ramón Gómez de la Serna le daba a ese gesto simbólico en un artículo publicado en el diario Sol allá por 1930:

El fenómeno del sinsombrerismo es más amplio y significativo de lo que parece. Es el final de una época como lo fue el lanzar por la borda las pelucas.

También Jorge Luis Borges abordó el tema con humor en el diario Crítica, en 1933, en su comentario Los intelectuales son contrarios a la costumbre de usar sombrero.

En la ya citada introducción, Jose Luis Ferris nos recuerda la anécdota que está en el origen del nombre de Las Sinsombrero, según la contó la pintora Maruja Mallo en una entrevista en Blanco y Negro en 1978, muchos años después de que sucediera. En el Madrid de los años 20, Federico García Lorca, Salvador Dalí, Margarita Manso y Maruja Mallo decidieron cierto día salir a la calle sin sombrero:

Íbamos Federico, Dalí, Margarita Manso y yo. Hoy puede parecer increíble, pero ocurrió tal y como te lo cuento. Llegamos a la Puerta del Sol y un grupo de gente comenzó a tirarnos piedras mientras nos gritaban a grito pelado: “maricones, maricones” (nos apedrearon llamándonos de todo, dijo la propia Maruja Mallo en otra ocasión). Y nosotros venga a correr para que no nos dieran. Y dice Federico “lo peor es que no lo somos”. Y Dalí: “Sí, sí: lo somos…”

Tuvieron que escapar por una estación de metro. La supuesta mayoría bienpensante, amparada en el anonimato de grupo, estaba dispuesta a utilizar la violencia para imponer sus normas morales. La cabeza al descubierto no era propia de mujeres respetables.

Han pasado 100 años desde entonces. Hace bien poco, ¡en pleno siglo XXI, joder!, la joven iraní Mahsa Amini -22 años tenía- fue detenida por la Policía de la Moral por no llevar bien colocado el hiyab o velo islámico. Dejar al descubierto algún mechón de pelo fue motivo suficiente para que la llevaran a comisaría para recibir clases de reeducación. Allí murió en extrañas circunstancias: de un ataque al corazón, afirman las fuentes oficiales; a causa de las palizas recibidas, según la versión que circula por redes sociales.

A raíz de la muerte -o asesinato- de Mahsa, se ha levantado una poderosa ola de protesta por todo Irán, con el rechazo al velo obligatorio como bandera. La respuesta del régimen está siendo bestial. Cuando escribo estas líneas, Amnistía Internacional denuncia que la violencia policial ha causado ya 108 muertes. Organizaciones vinculadas a la oposición iraní hablan de 253 víctimas mortales. Dada la brutalidad de la represión, es posible que, para cuando leas esto, esas cifras se hayan quedado cortas. Una buena parte de las muertas son chicas, prácticamente niñas, de entre 17 y 11 años. Salvajemente asesinadas.

Cuando Maruja Mallo contaba en 1978 la anécdota que originó el nombre de Las Sinsombrero, se sintió obligada a empezar la narración con la advertencia de que hoy puede parecer increíble. Aunque se cuezan habas en todos los pucheros, por estas tierras el cambio ha sido muy potente en un plazo -en términos históricos- relativamente corto.

¿Por qué, entonces, la feroz represión desatada en Irán no nos parece hoy increíble? ¿Por qué nos resulta, por el contrario, previsible, incluso trágicamente esperable?

Desde hace años, la religión -y dentro de ella las corrientes integristas- ha venido ganando peso político en los países de mayoría musulmán. Han hecho de la religión una seña de identidad nacional. Sus normas y símbolos se han sacralizado, bajo la interpretación -encima- de los sectores más rigoristas y extremistas.

Sería muy complicado tratar de analizar los porqués de estos cambios regresivos. Me parece indudable que en estas reacciones -teñidas de anti-occidentalismo- tienen su peso la amarga herencia del colonialismo, los inmensos errores de determinadas potencias en sus políticas hacia esos países o los fracasos de las experiencias de socialismo árabe. Amin Maalouf aborda el tema en su ensayo de El naufragio de las civilizaciones (2019), un texto de gran interés, teñido de nostalgia por lo que pudo haber sido y no fue.

Para calibrar las dimensiones de esta evolución, me parece suficiente recordar una anécdota -la cito de memoria- que recoge Amin Maalouf en el citado libro. La propuesta de los Hermanos Musulmanes de obligar a las mujeres a llevar pañuelo -eran los comienzos de los 60- suscitó la hilaridad en el Gobierno egipcio de Nasser. Ni se la tomaron en serio, la veían fuera de tiempo y de lugar. Y ahora, en 2022…

Estas jóvenes iraníes, con un valor admirable, están volviendo a poner sobre la mesa la reivindicación de las libertades personales más elementales. Rechazan un símbolo que no es únicamente religioso o identitario: es el distintivo que las identifica en público como personas inferiores en derechos. Es una marca de sumisión impuesta por la ley y/o la agobiante presión social (maridos, familias, entorno…).

Valores y principios como la igualdad y la libertad, la defensa de la democracia, la reivindicación del papel de la razón y la ciencia (la congruencia de lo que hacemos y decimos con la realidad)… tienen alcance universal. Es una barbaridad ponerles el sello de occidentales. Vivimos en un mundo global. De hecho, el crecimiento de los integrismos religiosos no es un fenómeno exclusivo de los países musulmanes, ni muchísimo menos, y el asalto a la razón (la posverdad, las teorías conspiranoicas…) se está produciendo en la práctica totalidad de países.

Es inaceptable que -apelando al relativismo cultural, al multiculturalismo o a un supuesto antiimperialismo- se pretenda excusar o blanquear regímenes que estrangulan la libertad o que consagran el sometimiento de las mujeres. Nada hay más parecido a un ser humano que otro ser humano. Ninguna mirada es tan rabiosamente occidentalista o tan paternalmente colonialista como la que justifica para otras gentes y otras tierras lo que consideraríamos absolutamente intolerable si lo sufriéramos nosotros.

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