
Seamos realistas, pidamos lo imposible, rezaba la consigna de Herbert Marcuse que popularizó el mayo del 68 francés, aquella oleada de protesta juvenil que se extendió por buena parte del globo terrestre.
La sentencia pone en plano de igualdad términos contrapuestos -lo realista frente a lo imposible- subrayando de ese modo el deseo de un cambio que no prefije sus límites. Simbolizó, en aquellos momentos de efervescencia social, la voluntad de alcanzar transformaciones profundas, de no conformarse con arañar la superficie de las cosas. Además, se solía añadir -tal vez curándose en salud- que convenía apuntar lejos, porque pedir lo máximo serviría también para conseguir mayores y mejores conquistas prácticas.
Lo imposible es otra manera de nombrar la utopía, la sociedad perfecta, el paraíso. Y los paraísos forman parte, desde la más remota antigüedad, del núcleo esencial del pensamiento religioso.
La vida humana -por muy bien que nos vaya en ella- lleva aparejada sus dosis de fracaso, de carencias, de sufrimiento, de enfermedad… Tenemos, además, los días contados. Frente a esa inexorable realidad se alza la promesa del paraíso: un lugar donde seremos eternamente felices. Casi nada: el dolor y la muerte vencidos de una sola tacada.
En el antiguo Egipto el paraíso era el Aaru. En la Grecia clásica, los Campos Elíseos. En la mitología nórdica, el Valhalla. Más familiar por estas tierras, nos resulta el Cielo que prometen las tres religiones del libro (judaísmo, cristianismo, islamismo) en sus diversas variantes. Cada cultura ha descrito el suyo a imagen y semejanza de sus deseos. O, en bastantes ocasiones, de los deseos masculinos. Pero ese sería otro tema.
Las ideas y estructuras del pensamiento no desaparecen de un plumazo. Suelen coexistir unas al lado de las otras durante muchísimo tiempo. Lo viejo persiste junto a lo nuevo -incluso cuando este lo contradice-, o muta y aparece bajo nuevas apariencias.
Un concepto tan potente como el de paraíso, tan ajustado a los anhelos humanos, no podía esfumarse sin más. Fue transitando de la esfera religiosa a la social. Crecieron las corrientes que planteaban la posibilidad -incluso la necesidad histórica- de construir el paraíso en la tierra. Como alternativa al edén religioso o como complemento, porque la mayoría social seguía y sigue creyendo -no sé con qué grado de firmeza- en la existencia del paraíso celestial.
Modelos de sociedades perfectas se describieron ya en Mesopotamia o en la antigua Grecia. En 1516, Tomás Moro publicó Utopía su obra más conocida, a la que da título el nombre de una supuesta isla idílica en la que sus habitantes vivían en armonía, en convivencia pacífica, disfrutando la posesión común de los bienes. Una sociedad comunista.
La reivindicación de sociedades utópicas fue bandera de los movimientos socialistas desde su nacimiento. No se prometía la inmortalidad personal -claro está-, pero sí la desaparición de las clases sociales, la perpetua igualdad, el florecimiento de un hombre nuevo liberado de toda alienación, una sociedad de la abundancia en la que cada cual recibiría en función de sus necesidades… incluso el final de la historia.
Es tarea de historiadores hacer el balance de los muy diversos y variados intentos de construir sociedades igualitarias y perfectas, desde las comunas de inspiración socialista, anarquista o hippie hasta las experiencias del llamado socialismo real. Por mi parte, me limito a constatar que todas esas tentativas han fracasado. De diferentes modos y maneras. Pagando un alto precio de dolor, violencia y sangre en muchos casos.
Escribió Eduardo Galeano que la utopía es como el horizonte: nunca se alcanza, pero ayuda a caminar. Una cita muy utilizada ante la que poco puedo objetar. Los seres humanos sentimos muchas veces la necesidad de perseguir lo imposible para ponernos en marcha. Cada cual sabrá lo que le mueve, lo que le lleva a actuar -o a no hacerlo- en las grandes y pequeñas cuestiones.
Lo que sí me parece problemático es convertir la utopía en la medida de todas las cosas. Porque frente a la utopía palidece cualquier realidad. Hasta las conquistas sociales más potentes y decisivas resultan despreciables si las comparamos con las promesas del paraíso.
En el paquete del pensamiento religioso, además, van incluidos, muy a menudo, otros rasgos del mismo corte: la lucha política concebida como un combate del bien contra el mal, la fe en soluciones milagrosas, la tentación de creerse en posesión de la alternativa acabada y perfecta, el dogmatismo de convertir en cuestión de principios cualquier posición por parcial o discutible que sea….
Convendría recordar que lo imposible es -por definición- inalcanzable. Que no debería, por tanto, constituir ninguna sorpresa el no haber llegado a conseguirlo. Y que es demasiado simple achacarlo -siempre y por sistema- a la falta de voluntad política de determinados protagonistas.
Se repite una y otra vez la dinámica de movimientos pendulares que oscilan de la ilusión al desencanto, que necesitan de algo nuevo que les empuje al entusiasmo del esta vez sí, para -en un tiempo relativamente breve- sumirse de nuevo en la decepción.
Y mientras tanto -mientras oscilamos de la ilusión del paraíso al desencanto de la realidad- otros sectores han abrazado ya un concepto más laico del edén. El impuesto de sociedades a escala mundial era del 40% en 1990. Según la OCDE, pasó al 28% en el año 2000 y al 20,6% en 2020. Las grandes corporaciones pagan muchos menos impuestos todavía. La globalización y la competencia entre países por atraer capitales siguen empujándolos a la baja.
Da la impresión de que algunos sí que han sabido desacralizar la política. Se siguen acercando, un paso tras otro, a un paraíso mucho más acorde con las miserias y debilidades humanas: al paraíso fiscal.