Los algoritmos del sablazo

Odio regatear. No es solo que se me dé fatal -que también-, es que desde pequeño me ha parecido una desagradable manera de perder el tiempo. Me incomoda que me obliguen a establecer un pulso para tratar de comprar algo a un precio más o menos razonable. Sabiendo, además, que saldré perdedor en el envite, porque la otra parte conoce lo que ha pagado por el producto y tiene fijado de antemano su margen de beneficio. Así que lo máximo a lo que puedes aspirar es a alcanzar el precio más bajo por el que, desde un principio, han estado dispuestos a vender. De ahí para arriba, todo son ganancias extras. Eso sí, los buenos vendedores dedicarán un torrente de halagos a tu habilidad negociadora. Mientras haces el primo, te masajean el ego. Algo es algo.

Tal vez mi fobia al regateo tenga que ver con ciertas experiencias de mi infancia, con las costumbres de mi madre seguramente. Como éramos cinco hermanos, compraba en cantidades considerables, casi al por mayor. Al ir a pagar se obstinaba siempre en pedir algún descuentito. En las tiendas de ropa, en las zapaterías… se dejaba una pasta y buscaba alguna compensación por ello. Era una pesadez oír tantas veces la misma monserga que, además, contribuía a prolongar la espera. Por lo general solo le devolvían sonrisas y buenas palabras, pero, de vez en cuando, conseguía alguna rebajilla, lo que la animaba a persistir en el empeño. ¡Malditos refuerzos positivos! ¡Cómo odiaba aquellas interminables tardes de compras!

Durante bastantes años, llegué a creer que el regateo era cosa del pasado, que había caído en desuso.

La costumbre solo se conservó en rastros y rastrillos. O en países más tradicionales -Marruecos, por ejemplo- en donde el arte del regateo formaba parte para algunos de la diversión del viaje. Volvían presumiendo de sus compras, tan baratas. Bueno, seguro que el vendedor había quedado mucho más contento todavía.

Así estaban las cosas, hasta que en estos años de capitalismo desenfrenado se ha ido imponiendo la total libertad de precios. Internet ha dinamitado el propio concepto de precio fijo. Para cualquier artículo -desde la suscripción a un periódico hasta los productos tecnológicos- las ofertas llevan fecha de caducidad. Suben y bajan sin cesar. De un día para otro, en horas a veces. El capitalismo del instante: o compras ahora mismo, o luego… La ansiedad por no dejar escapar el supuesto pájaro en mano estimula las compras compulsivas. Mantiene a millones de personas colgadas de la red. No parece que le den ningún valor al tiempo que gastan en ello: al contrario, se muestran muy ufanos si consiguen algún chollo.

Si hay un sector en el que las oscilaciones de precios son especialmente escandalosas, ese es el turístico: viajes, aviones, hoteles, apartamentos… En función de la temporada, del día de la semana o dependiendo de que tengan que completar tal o cual vuelo o alojamiento… el abanico de precios puede ser bestial. No digamos ya cuando se produce algún evento multitudinario en determinado lugar. Los precios llegan a duplicarse, triplicarse y hasta a multiplicarse por diez. El negocio es salvaje, los beneficios en ciertos momentos incalculables.

En esa especulación desmedida juegan también su papel los buscadores y sus algoritmos. Basta con que repitas varias veces la misma búsqueda para que el buscador tome nota de tu interés. Entonces, el maldito algoritmo deduce que estarías dispuesto a pagar más y te sube los precios. En pocas horas, aumentos considerables.

Sufrirlo cabrea bastante. Por si os sirve de algo, os recuerdo cómo esquivar al algoritmo: si utilizas un aparato distinto -sin tus datos, claro-, pierde tu pista y vuelve a los precios originales. Menos da una piedra.

¡Lo que nos faltaba! ¡En la desagradable práctica del regateo han entrado los gigantes digitales! Con la ventaja añadida de que de antemano lo saben casi todo sobre nosotros y nuestras vidas.

Si la teoría clásica de la oferta y la demanda ha tenido desde siempre agujeros considerables, los algoritmos digitales pueden acabar de hacerla volar por los aires. Puede parecer un futuro distópico, pero con la compraventa por internet corremos el riesgo de pasar del precio único de mercado al precio máximo personalizado. El algoritmo va a buscar -con toda la información que sobre ti acumula- el precio máximo que tú -en particular- estés dispuesto a pagar por un determinado bien. Cuanto más lo desees o lo necesites, mayor será el precio que te exija. Un encarecimiento a la carta, una especulación extrema jugando con tus gustos, preferencias, urgencias y características personales. Si no ponemos algún freno, hacia eso caminamos.

Meter en cintura a los grandes tiburones digitales debería ser ya una prioridad de la agenda política. Impedir que nos espíen, que comercien con nuestros datos, que nos recluyan en burbujas grupales, que utilicen su posición dominante para exprimir a diestro y siniestro… Exigir que paguen impuestos razonables…

Estas cuestiones, no entiendo por qué, siguen ocupando un lugar secundario en las agendas políticas. Paradójicamente, la Unión Europea -ese nido de burócratas, según algunos- es de las pocas instituciones que está tratando de dar algunos pasos en estos terrenos. Limitados y contradictorios, eso sí, porque no están sometidos a grandes presiones sociales que los reivindiquen y hay países que son un freno permanente.

Es imposible regatear con un algoritmo. Es implacable, no lo va a desviar de los objetivos para los que está programado ningún tipo de emoción. Te sacará los hígados sin piedad, sin que le tiemble el pulso al abrirte en canal.

Pues muy bien. Para acabar haciendo el primo, prefiero los tiempos antiguos: antes, por lo menos, te daban conversación, te engordaban la autoestima, o incluso -con algo de suerte- te invitaban a tomar un té con menta.

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