
¿Qué es la libertad? ¿Cuáles son sus límites? ¿Podemos aspirar a ser verdaderamente libres? Son preguntas tan antiguas como la propia humanidad.
Cabría incluso plantearse la cuestión previa, tantas veces abordada por la filosofía, de si la libertad existe, de si el libre albedrío -la capacidad de tomar y poner en práctica nuestras propias decisiones- se puede ejercer en la realidad. Porque hay quienes sostienen que nuestros actos están siempre determinados, y que la libertad es solo una ilusión, debida a nuestro desconocimiento de todas y cada una de las causas y circunstancias que nos han llevado a actuar del modo en el que lo hemos hecho.
Para complicar todavía más las cosas, el término libertad puede tomar múltiples significados. En el diccionario de la RAE se recogen doce acepciones diferentes y si le añadimos algún adjetivo -condicional, religiosa, sindical, de circulación…- el abanico de significados sería amplísimo.
Bajando a la práctica, el ansia de libertad de los humanos está mil veces confirmada por la historia. El anhelo de poder decidir por nosotros mismos parece formar parte de la naturaleza humana. Llevamos fatal que intenten imponernos decisiones desde fuera. Y es así hasta tal punto que preferimos elegir los propios errores a que nos obliguen a acertar por la fuerza. Nos ofenden los despotismos ilustrados, porque, además de cortarnos las alas, nos toman por idiotas.
Así que pocas aspiraciones habrán tenido tanta fuerza como la de libertad para movilizar multitudes y contribuir, de diversos modos y maneras, al progreso social: las luchas contra la esclavitud y la servidumbre, por la liberación de las antiguas colonias, a favor de sociedades democráticas, por los derechos de minorías y sectores tradicionalmente marginados… se han librado bajo la bandera de la libertad.
Pero es también un término que se presta a ser fácilmente manipulado. Los intentos de arrimar el ascua de la libertad a particulares y variopintas sardinas han sido y son numerosos.
En los tiempos que corren, la derecha -incluyendo a la más extrema- trata de identificar la libertad con el liberalismo económico. O, para ser más preciso, pretenden que la democracia y las políticas neoliberales formen un paquete único e inseparable.
En el liberalismo político se agrupan corrientes heterogéneas. Podríamos decir que en general defiende un sistema político -la democracia liberal- basado en la condición de ciudadano, en la igualdad ante la ley sin distinciones por sexo, orientación sexual, raza, etnia, origen o condición social; en las libertades de expresión, asociación y culto; en la laicidad o, al menos, la no sujeción a religiones determinadas; en el Estado de derecho y la separación de poderes…
El neoliberalismo -tendencia extremada del liberalismo económico- propugna dejar la economía en manos del mercado suprimiendo límites y regulaciones legales; reducir al mínimo el estado y el gasto público; convertir servicios públicos esenciales (sanidad, educación, pensiones, dependencia…) en oportunidades privadas de negocio; reducir los impuestos (beneficiando a los más ricos); impulsar la globalización y el libre comercio mundial…
Democracia y neoliberalismo, por tanto, pertenecen a diferentes esferas: la una, a la política; el otro, a la económica. Y un simple vistazo a la historia nos prueba que no tienen por qué ir de la mano.
Baste con recordar un ejemplo evidente: el del Chile de Pinochet. Siguiendo a los Chicago Boys, aplicaron las recetas neoliberales más radicales, desregulando y globalizando la economía, privatizando el sector público -sanidad y sistema de pensiones incluidos-. Y eso, mientras cegaban cualquier resquicio de libertad y ejercían una represión salvaje. El último informe de la Comisión Valech, que investiga los crímenes de la dictadura, identificó 3.225 asesinados o desaparecidos. El total de víctimas superaría las 40.000.
Y es que es una barbaridad -o propaganda interesada- identificar la democracia con las políticas neoliberales. Es una falacia pretender que cuanto menor sea la intervención del estado en la economía, mayores y mejores serán las libertades públicas. No van en el mismo lote. Cabría incluso apuntar que el neoliberalismo produce un incremento acelerado de las desigualdades, y que las democracias más consistentes se han asentado sobre cierta igualdad social y reforzado con redes de protección.
En el extremo neoliberal nos topamos con el denominado anarcocapitalismo. El anarcocapitalismo lleva hasta el límite su rechazo al estado propugnando su desaparición y proponiendo que hasta la policía, los tribunales, las cárceles y todos los servicios de seguridad queden en manos de empresas privadas. Una alternativa que, a mí al menos, me provoca sudores fríos, en un mundo sometido al quien paga, manda, y en el que un puñado de megamillonarios acumula una riqueza incalculable.
En su animadversión hacia el estado y sus propuestas de suprimirlo, esta corriente entronca con las utopías anarquistas y socialistas. Ya sé que los fines perseguidos son opuestos y que habría diferencias sustanciales entre los proyectos. Pero resulta paradójico -y especialmente molesto para ciertos sectores de la izquierda- que los ultraderechistas se erijan como los auténticos antisistema, defiendan acabar con el estado, abominen de las élites y la clase política, pongan patas arriba consensos que creíamos básicos en nuestras sociedades…
Porque, mirado desde el otro lado y para no confundirse con ellos, obliga a hilar fino, a repasar muchos fundamentos de la acción política, a aclarar de una vez por todas balances históricos, a prescindir del postureo, a separar el trigo de la paja…
La libertad no ha sido nunca una bandera cómoda para la izquierda de la izquierda. A lo largo de su historia, y hablo ahora fundamentalmente de las corrientes de orientación comunista, ha tendido más bien a considerar la democracia como un medio que cabe utilizar, pero del que se acaba prescindiendo en nombre de ideales y fines superiores. La vanguardia necesita concentrar todo el poder en sus manos para guiar a las masas por el camino correcto y hacer frente a las maniobras de los contrarrevolucionarios. Las libertades públicas no son un objetivo final. La separación de poderes, las libertades (de expresión, de asociación, de manifestación… ) o la celebración de elecciones libres son elementos que se suprimen por entender que entorpecen y retrasan los fines pretendidos.
Eso nos cuenta la experiencia historia. Así han sido las cosas. También conocemos sus frutos.
Y, pese a todo, hay sectores que se resisten a cortar el hilo. Es más, lo siguen estirando en la defensa o blanqueo de regímenes que no cumplen ni el mínimo estándar democrático. Los justifican por ser, nos dicen, revolucionarios, antiimperialistas, anticolonialistas…
Y volvemos así al punto de partida, a tener que repetir que las esferas de la política y la economía -aunque estén relacionadas, claro- son autónomas. Proscribir la libertad de asociación, de expresión, de sindicación, de manifestación… o prescindir de elecciones democráticas son medidas que atentan contra derechos básicos de la población. Las dictaduras son siempre sistemas injustos.
No podremos discutir la utilización interesada de la bandera de la libertad y reivindicarla como propia, mientras no consideremos la conquista de la democracia política y las libertades como un fin en sí mismo, como un objetivo diáfano e irrenunciable, sin dejar ningún margen para la duda. Los tics autoritarios no son progresistas.
Sabemos que toda democracia es, por definición, imperfecta. Es justo y razonable tratar de mejorarla. Pero intentar perfeccionarla y prescindir de ella van justo en direcciones opuestas.
Curiosamente, y aunque parezca paradójico, las mejores páginas, las más brillantes y con menos sombras, de la historia de esos sectores de la izquierda son las que han escrito defendiendo la libertad: en la resistencia y la lucha partisana contra el Tercer Reich y el fascismo, o en el combate clandestino contra dictaduras como la de Franco, cuando las circunstancias históricas han obligado a soldar en un mismo movimiento libertad y progreso.
No está de más recordarlo. La libertad es una bandera en disputa. Sería un error imperdonable abandonarla en otras manos. Y más aún en las de quienes pretenden utilizarla para arrasar las instituciones públicas y convertir la sociedad en una jungla regida por la ley del más fuerte.
Muy didáctico y claro como el agua del manantial…..
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