El fanatismo y las razones del demonio

El fanatismo, según lo define el diccionario de la RAE, es el apasionamiento y tenacidad desmedida en la defensa de creencias u opiniones, especialmente religiosas o políticas. ¿Especialmente religiosas o políticas? Aunque la referencia explícita a esos terrenos pueda resultar llamativa, a mí me parece justificada, acorde a la realidad en que vivimos.

Se confirmaría, desde luego, si partimos de la etimología de fanático. Viene del latín fanaticus, que a su vez se deriva de fanum, santuario o templo. En un principio fanaticus designaba al servidor de un templo, especialmente a los guardianes nocturnos que, al parecer, destacaban por su celo. Con el tiempo se fue modificando su significado, hasta pasar a designar al fiel de un solo templo, al que adoraba en exclusiva a una única divinidad, algo muy poco común en la sociedad romana, proclive al politeísmo, a la diversidad de cultos y al sincretismo. Más tarde, hacia el siglo I a.c., fanaticus pasa a denominar a los iluminados y exaltados religiosos.

Así que, al menos en su etimología, fanático aparece ligado al culto a un dios único, al monoteísmo, a una doctrina totalizadora, a tratar de explicar el universo entero a partir de un eje exclusivo. Generalizándolo a otros terrenos, ligado a la parcialidad, a la unilateralidad, a la fragmentación del conocimiento. El fanático vive encerrado con un solo juguete.

La religión, las religiones, han tenido un peso determinante en la política. Durante siglos y siglos han proporcionado en todo el mundo los relatos que justificaban el poder de reyes y emperadores. Solo a partir de la Ilustración se intentan poner los pilares de una sociedad basada en razones y no en creencias o mitos, separando los poderes políticos y religiosos. Bueno, habría que aclarar que el laicismo solo ha conseguido un éxito relativo y limitado a un puñado de países. Y que, en la actualidad, diversos integrismos religiosos están jugando un creciente papel político en numerosas partes del planeta.

Pero además resulta que la política, incluso en movimientos que se consideran laicos, adquiere en ocasiones los ropajes del fervor religioso. Ocurre así cuando se la concibe como una lucha a brazo partido entre el bien -nosotros, claro- y el mal -ellos, por supuesto-. O cuando las ideas se convierten en dogmas fosilizados que se mantienen intactos aunque la realidad cambie o las desmienta. O cuando se sacralizan, convirtiéndolas en una suerte de tablas de la ley que identifican a los fieles. La razón nos recuerda que nuestro conocimiento de la realidad es siempre incompleto y, por tanto, manifiestamente mejorable; el fanático, por el contrario, cree poseer la verdad acabada y completa y considerará cualquier crítica o divergencia como una desviación del recto camino.

Los fanáticos religiosos amenazan la democracia al pretender reemplazar las decisiones humanas por mandatos divinos que, por su propia naturaleza, son indiscutibles e inmutables. Los fanáticos políticos dificultan sobremanera cualquier intento de debate social. Lejos de admitir la complejidad de las sociedades, se creen en posesión de un ramillete de soluciones simples y mágicas, que no se ponen en práctica exclusivamente por la maldad del enemigo y, sobre todo, por la traición de los tibios, que son señalados como los principales culpables de todos los males. El peor enemigo está siempre en las propias filas. Porque eres tibio te vomitaré de mi boca, dice el Apocalipsis.

Vivimos tiempos de fanáticos. Hay estudios que señalan que alrededor del ochenta por ciento de los textos que se publican en redes sociales están dedicados directamente a insultar.

Se habla de polarización, como si la política se estuviera moviendo hacia los extremos. A mí me parece discutible, matizable al menos. Creo que lo que se ha extremado hasta llevarla al límite es la simpleza. La brocha gorda. Las contraposiciones en blanco y negro. El sectarismo. Hemos pasado de la admiración ilustrada hacia la sabiduría al elogio generalizado de la ignorancia. Admitir la complejidad es denunciado ahora como una desviación elitista.

Cuando el pensamiento se infantiliza y se convierte en un esquema simplón, es más sencillo que cuele achacar todos los males a algún enemigo exterior, pretender arreglarlo todo a tortazo limpio o buscar alguna figura paternalista bajo la que encontrar cobijo. No es de extrañar que en este patio revuelto el eje de la opinión pública se haya movido hacia la derecha y se hayan reforzado las tendencias más autoritarias. Se comprende mejor el triunfo de narcisistas irracionales tipo Trump.

En su Juan de Mairena, Antonio Machado ponía en boca de un discípulo la necesidad de escuchar todas las razones, hasta las del diablo: El Demonio, a última hora, no tiene razón; pero tiene razones. Hay que escucharlas todas, nos aconsejaba.

No solo oír. Escuchar, prestar atención a lo que se dice, incluso a las razones del demonio. Sopesar sus argumentos, discutir sus mensajes. Contrastarlos con la realidad, con los datos. Recordar que hoy en día parecemos condenados a volver a partir de cero, porque hasta lo más elemental está en discusión. Se cuestiona y manipula el significado de conceptos tan básicos como los de libertad o igualdad, se pone en tela de juicio que las sociedades humanas deban regirse por normas comunes, o si merece la pena tener servicios públicos universales o sería preferible que cada cual se buscara la vida por su cuenta.

Es demasiado tarde para negarse a discutir las razones del demonio. No me parece útil argumentar que hacerlo supone comprar su marco mental. Tampoco sirve de mucho refugiarse en los discursos morales. Aunque parezca paradójico, no escuchar los argumentos del diablo es darles vía libre para que nos arrastren al infierno. Cuando la ley del más fuerte amenaza con regir el mundo, no vale rehuir la polémica ni desarmar el pensamiento. Al contrario, convendría armarlo de razón y cargarlo de argumentos.

3 comentarios

Deja un comentario