
La orquídea del Machu Picchu
Hace ya cuatro años -¡joder, cómo pasa el tiempo!-, que mi chica y yo viajamos a Perú. Un viaje relativamente largo para lo que hoy se estila, estuvimos allí cerca de dos meses, pero insuficiente para hacerse una idea, siquiera aproximada, sobre un país tan inmenso y diverso.
Perú, geográficamente, es de una exuberancia asombrosa. Los interminables desiertos costeros. Los Andes, con numerosos nevados que sobrepasan los 6.000 metros de altura. Y, desde sus gigantescas cumbres, un pronunciado descenso que conduce al corazón de la selva amazónica. Lugares radicalmente distintos, por supuesto, pero que comparten una belleza salvaje y abrumadora, desolada a veces, impresionante siempre.
La población se concentra en la costa (Lima…) y en otra franja interior, en la cordillera andina, con ciudades construidas a una altitud cercana o superior a los 3.000 metros sobre el nivel del mar (Cajamarca, Cuzco, Arequipa, Puno…). Es sorprendente para nuestra mentalidad de la pequeña Europa, pero la combinación del clima tropical con la barrera de los Andes, que retiene las nubes y con ellas la humedad y las lluvias, hace que esas alturas, que aquí serían inhóspitas, sean allí apropiadas para la vida humana. En estas dos franjas tan diferentes se han desarrollado los núcleos de civilización, tanto antes como después de la llegada de los europeos a estas tierras.
Basta con abrir los ojos para darse cuenta de la magnitud de las desigualdades sociales en el Perú. Desde las villas de superlujo -protegidas con alambradas, torretas de vigilancia y guardias fuertemente armados-, hasta los duros suburbios de Lima, la brecha económica, social y cultural es un abismo del que no se alcanza a ver el fondo. Si a la desigualdad, la corrupción y la violencia generalizada les sumamos el crecimiento del fundamentalismo religioso -teñido, muchas veces, de indigenismo irredento- el ambiente social y político resulta inquietante.
Pero no voy a hablar de impresiones, de temas de los que solo conozco la superficie. Quien quiera profundizar en estas cuestiones debería recurrir a otras fuentes. Entre ellas, las que nos proporciona la literatura. En novelas y cuentos de Mario Vargas Llosa, de Julio Ramón Ribeyro o de otros escritores peruanos se pueden encontrar numerosas pistas al respecto. O en las de Manuel Scorza, un autor que destaco porque, en mi opinión, no ha alcanzado el reconocimiento que merece. Su novela El jinete insomne me pareció apasionante en sus tiempos. Por cierto, aunque recordarlo no venga a cuento: Manuel Scorza murió en 1983 en un accidente de aviación. El avión en que viajaba chocó contra un cerro al aproximarse al aeropuerto de Madrid. Y allí murió también el escritor mexicano Jorge Ibargüengoitia, otro autor que me parece sumamente recomendable.
Retomo el hilo. Todo viaje a Perú debe incluir necesariamente la visita a Machu Picchu. La masificación del turismo obliga a reservar la entrada por anticipado y, en función de la fecha que se consiga, organizar después el viaje a Aguas Calientes, el pueblo desde el que hay transporte al recinto. La visita puede limitarse a un paseo por el área construida o incluir alguna ascensión a las cumbres cercanas: el monte Machu Picchu (3.050 m.) o el Wayna Picchu (2.730 m).
En nuestro caso, elegimos subir al Machu Picchu, no porque sea el más alto y el que da nombre al recinto, sino, sobre todo, porque es el menos habitual y pensamos que no estaría tan concurrido.
El día de nuestra visita resultó gris y nuboso, con algún chubasco intermitente. Decidimos empezarla subiendo al monte Machu Picchu. Un camino bien trazado, escalones incluidos, pero con rampas considerables y algunos pasos cortados que pueden resultar una tortura para quien padezca de vértigo.
Tras largo rato de ascensión, mi chica me advirtió de que aquello no tenía sentido: las nubes cubrían la cima del monte y desde allí no íbamos a ver absolutamente nada, ni el paisaje montañoso, ni la ciudad Inca. Nada de nada.
No le hice caso. Para una vez en la vida que íbamos a estar allí, no tenía ninguna intención de quedarme a medio camino. Discutimos un rato. Ella decidió darse la vuelta y yo proseguí en solitario.
Lo cierto es que apenas me crucé con nadie mientras subía. Una ascensión solitaria en un núcleo turístico mundialmente conocido y habitualmente abarrotado. Es también verdad que mi chica tuvo -una vez más- razón: cuando alcancé la cumbre, las nubes eran allí tan espesas que no se veía más allá de dos metros. Ni la ciudad sagrada de Machu Picchu, ni las cumbres de los Andes, ni el valle cubierto de vegetación tropical. Solo se alcanzaban a ver unos escasos metros cuadrados de piedra y tierra rodeados por los cuatro costados de un manto de espeso vapor de agua.
Bueno, así sucedió, así fueron las cosas, no voy a negarlo. Pero junto a la cima del Machu Picchu crecía una orquídea amarilla, cubierta de rocío. La que tenéis en la foto.
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