
Una cierta sensación de final de época recorre de abajo arriba nuestras sociedades. Crece la impresión de que estuviera terminando un ciclo histórico.
No cabe duda de que vivimos tiempos de cambios acelerados: la globalización, la omnipresencia de internet y las redes sociales, los universos virtuales, el desgaste de las instituciones públicas y los sistemas de protección social -en esta parte del mundo ¿eh?, porque en otras ni siquiera han llegado nunca a materializarse-, la deslocalización de la industria tradicional, el calentamiento global, el aluvión de nuevas tecnologías… La magnitud de los cambios es indudable. Lo viejo se está muriendo y el futuro…
En realidad, es bastante probable que haya ocurrido algo similar en otras muchas épocas. Los cambios siempre han provocado inquietud, porque con el cambio -por definición- llama a la puerta lo nuevo, lo desconocido.
Tal vez la diferencia resida hoy en el fuerte desgaste que ha sufrido la idea de progreso, tan potente en siglos anteriores. Hasta tiempos no muy lejanos, había un cierto consenso en que los cambios, a pesar de los pesares, serían a mejor. Ahora, por el contrario, reina un sentimiento generalizado de que podríamos ir hacia atrás. Que las nuevas generaciones van a vivir peor que las anteriores, por poner un ejemplo, se ha convertido en un tópico mil veces repetido. Por no hablar de la crisis climática, o del fantasma de la guerra, resucitado en Europa con la invasión de Ucrania.
Uno de los signos más estridentes de los tiempos que corren es la oleada de políticos abiertamente autoritarios que han alcanzado el poder en distintas partes del mundo: Trump -¿conseguirá un segundo mandato?-, Bolsonaro, Nayib Bukele en El Salvador, el binomio de las familias Marcos-Duterte en Filipinas, Orbán, Putin… La lista sería muy larga. Y, sin haber alcanzado aún el poder -toco madera-, añado, por su cercanía, a Le Pen en Francia y a Vox en España. Una nueva derecha radical y sin complejos está en auge.
Se podría argumentar que en algunos de esos países la democracia deja mucho que desear, que en otros de ellos los opositores son machacados o eliminados físicamente, y que todos estos caudillos son maestros en el arte del juego sucio y la manipulación. Eso es una parte de los hechos, no lo niego, pero sería un error que nos sirviera para ponernos la venda en los ojos ante la cruda realidad: ese tipo de dirigentes tiene gancho. Gustan, consiguen un público fiel, ganan votos y adeptos.
No pretendo hacer un análisis detallado de estos movimientos, ni de las ideas alrededor de las que se han vertebrado. Por puntear el tema, solo recordar que acostumbran a formar parte de su ideología un nacionalismo exaltado, el refugio en la nación frente a la globalización, la denuncia de las élites y la glorificación del pueblo, la defensa de identidades tradicionales que consideran agredidas o en peligro, un liberalismo económico salvaje -bajadas masivas de impuestos, adelgazamiento del Estado revestido de lucha contra la corrupción y el despilfarro…-. En muchos casos, han defendido posiciones negacionistas -o coqueteado con ellas- ante la pandemia de covid ¡enarbolando la bandera de la libertad! Entre estos movimientos hay diferencias y rasgos comunes, son distintas expresiones de una ola que está recorriendo todo el planeta.
Es un fenómeno que amenaza la propia supervivencia de la democracia, bueno, allí donde -con todas las imperfecciones que se quiera, ese sería otro tema- ha llegado a plasmarse. Estas corrientes tratan de vaciar los sistemas democráticos de contenido y limitarlos a la celebración periódica de elecciones que ratifiquen el poder del líder. Aspiran a asaltar las instituciones comunes para convertirlas en instrumentos de parte. Y la democracia no es posible sin reglas compartidas, cierta división de poderes y límites consensuados.
Una de las principales características de esta amalgama de movimientos es su brutal simplificación de la realidad. Sus alternativas ante cualquier problema son burdas, de trazo grueso. El líder se convierte en adalid de unas políticas arréglalo-todo que prometen devolvernos a los buenos y viejos tiempos a base de garrotazo y tentetieso. Unas recetas simplistas que no se aplican porque estamos en manos de élites corruptas.
El éxito que están logrando estas corrientes no se explicaría sin el malestar y la perplejidad que reinan en nuestras sociedades.
El neoliberalismo ha traído a esta parte del mundo el aumento de la desigualdad, el deterioro de lo público, la destrucción del empleo estable… Es escandaloso que las grandes empresas multinacionales apenas paguen impuestos. Resulta obscena la inmensa riqueza que acumula un puñado de ultramillonarios.
Una parte de la clase política nos vendió la moto de que esta espiral desaforada acabaría por beneficiarnos a todos. Otros no han sabido o podido poner coto a tanto desmán.
En cualquier caso, dar la vuelta a la situación no es tarea fácil. Nunca lo ha sido. No pretendo tener recetas mágicas, pero pienso que la globalización solo se podría gobernar desde instituciones internacionales potentes o desde países o bloques con suficiente peso mundial. Poner manos a la obra -conseguir unas condiciones dignas de vida y trabajo en los países emergentes, regular impuestos mínimos obligatorios para las grandes empresas, acabar con los paraísos fiscales, frenar las prácticas especulativas…- sobrepasa con mucho el radio de acción de los viejos estados nacionales. Así que la alternativa es complicada, porque ni siquiera contamos con las herramientas adecuadas para intentarlo. Y apunto, por no dar una visión sesgada y adjudicar toda la responsabilidad a los políticos, que tampoco desde la calle ha habido movilizaciones sociales de consideración empujando en esa línea.
Estos grupos de ultraderecha o derecha radical engordan en las redes sociales. Fueron fundamentales en el triunfo de Trump o en el mucho más reciente de Marcos en Filipinas.
Internet y las redes sociales son territorios sin reglas. No hay filtros que ayuden a distinguir lo verdadero de lo falso. Con el suficiente dinero, se pueden poner en funcionamiento ejércitos de bots que multipliquen hasta el infinito el eco de cualquier campaña, o comprar la información de dónde y cómo conseguir los votos decisivos. El espionaje diario de todo lo que hacemos en la red sirve para que los algoritmos nos recluyan en la burbuja de los nuestros. La propaganda recibida nos reafirma cotidianamente en que tenemos razón y que nadie debería discutir lo que decimos. La tiranía de los algoritmos es ya un grave problema, porque está cuarteando las sociedades y debilitando los mimbres que posibilitan una mínima cohesión social.
Los líderes autoritarios entran a saco en este mundo. Pueden difundir sus teorías sin ningún tipo de cortapisa, porque no necesitan contrastarlas con la realidad. A sus seguidores, recluidos en sus burbujas grupales, no les llegará nada sólido que las cuestione. Los mensajes en blanco y negro, además, se adaptan como un guante al simplismo y al ruido de las redes, a los 280 caracteres de los tuits.
Vivimos tiempos de pensamiento posmoderno. La verdad no existe. Solo hay creencias, puestas todas al mismo nivel. El yo por encima de todo, narcisismo, infantilismo, pensamiento mágico o débil… Puedo decir cualquier cosa -porque así lo siento o porque me viene en gana- y exigir tajantemente que se les de a mis palabras igual valor que a un hecho contrastado. Y si alguien me lo discute, lo incluiré entre mis enemigos y tomaré sus opiniones como una ofensa imperdonable. Y si las puedo silenciar…
Estos son los terrenos sobre los que florecen las verdades alternativas. Todavía el 70% de los votantes de Trump cree que hubo fraude electoral en la victoria de Biden, a pesar de que no se haya encontrado ni un solo dato que lo avale. Las creencias no son discutibles.
Otra característica llamativa de estos movimientos de la derecha autoritaria es su notable capacidad para integrar distintos grupos y sectores sociales. Recogen a nacionalistas que se consideran ofendidos; a integristas de distintas religiones; a habitantes del medio rural que se sienten menospreciados por políticas dictadas por urbanitas; a blancos supremacistas; a sectores de trabajadores de la industria y minería tradicionales en declive; a franjas de las clases medias que ven deteriorarse su nivel de vida… Una constelación de sectores diversos que tienen en común ver el futuro como una amenaza. Y están siendo capaces de gestionar esa amalgama. Da qué pensar si lo comparamos con los continuos rifirrafes que se dan entre otros sectores que se identifican con la izquierda.
En esta situación, hay quienes proponen o intentan recurrir, desde el otro extremo del espectro político, a similares recursos.
Yo, desde luego, no comparto esas posiciones. Al contrario. Creo que deberíamos partir de aceptar la complejidad de la realidad y esforzarnos por intentar comprenderla. Aprender, por tanto, a desconfiar de cualquier propuesta simplista. Intentar apoyarnos en las contribuciones de la ciencia. Considerar la unilateralidad como una vía empobrecedora. Saber escuchar a las partes. Obligarnos a discutir y sopesar argumentos, independientemente de quién los defienda. No alimentar dogmatismos ni ideas preconcebidas.
Porque el auge de la nueva derecha radical -además de reflejar la vieja dicotomía izquierda/derecha- es otra descarnada manifestación del potente asalto a la razón de nuestros días. Y para combatirlo no creo que haya otra alternativa que devolver a la razón -aceptando sus limitaciones, por supuesto- al lugar que le corresponde.
A algunos, además, nos gustaría que el conocimiento y la razón se utilizaran -y aquí sí que entran en juego los valores de cada cual- para avanzar hacia una sociedad más libre, igualitaria y justa para todos los seres humanos.
¿Utópico? ¿Complicado? Sin duda. Pero siempre será mejor intentarlo que esperar, resignados, la llegada de los bárbaros.