
Los seres humanos tenemos una marcada tendencia a darnos importancia. Nos gusta vernos como los reyes de la creación, como los herederos de la semilla de los dioses.
No creo que la cosa sea para tanto, la verdad. Nos parecemos mucho al resto de animales. Pero mucho mucho. Muchísimo.
Sin ir más lejos, un estudio hecho hace ya varios años concluyó que compartíamos el 61% de los genes con la mosca del vinagre, un insecto, me parece a mí, poco sofisticado y sin encanto aparente.
Ahora, ahondando en la cuestión, acaban de publicarse otros trabajos sobre la Drosopdhila melanogaster o mosca del vinagre. Se centran en determinados aspectos de la vida sexual de estos insectos tan abundantes y vulgares.
Lo más divertido de los resultados de la investigación es la relación que los machos de la mosca del vinagre establecen entre sexo y alcohol. Los machos que tienen éxito sexual y logran aparearse con las hembras se dan por satisfechos y punto. Misión cumplida. En esos momentos pasan del alcohol, aunque se les ofrezca. Por el contrario, los que son rechazados en los cortejos de apareamiento buscan una gratificación alternativa y, si lo tienen a mano, le pegan al alcohol sin miramientos. Lo hacen, nos cuentan los investigadores, para conseguir elevar sus niveles de neuropéptido F y alcanzar con ello sensaciones comparables a las producidas por las relaciones sexuales.
Sin ánimo de faltar, creo que esos comportamientos le resultarán familiares a cualquiera que haya andado de noche por bares de copas. Además de moscas del vinagre, también las hay de la ginebra de garrafón, al parecer.
Lo que nos diferencia radicalmente del resto de los animales es el inmenso poder que hemos concentrado. Ninguna especie, desde el nacimiento de nuestro planeta, ha alcanzado un dominio tan apabullante sobre todo lo existente. Lo hemos conseguido sobre la base de un gran desarrollo de la inteligencia (comparativamente hablando, claro) y del peso de la fuerza grupal (desde la primitiva horda hasta… bueno, hasta lo de hoy en día, sea lo que sea).
Los seres humanos hemos consolidado una capacidad extraordinaria para transformar el medio natural, modificar ecosistemas y alterar de forma acelerada los equilibrios existentes. Aunque los cambios climáticos, las modificaciones de ecosistemas o las extinciones y apariciones de especies han sido incesantes desde que existe el planeta, la diferencia fundamental es que en la actualidad la acción humana los está provocando a una velocidad endiablada.
Esa preponderancia, ese inmenso poder, nos confiere cierta responsabilidad -moral si se quiere- sobre la evolución de la vida en la Tierra y la conservación de la biodiversidad, incluyendo en ella a los demás animales. Dentro de ese papel que nos toca como primus inter pares, me parece también razonable el objetivo de evitar cualquier sufrimiento innecesario a otros animales. Así formulado, poco que decir al respecto.
La población humana ha crecido exponencialmente y se ha urbanizado. Al urbanizarse se han roto los vínculos tradicionales y directos que unían a los seres humanos con los animales, salvajes o domésticos.
Este alejamiento de los ciclos de la vida y la muerte -tan cercanos en el mundo rural- está en la base de ciertas miradas actuales sobre los animales. Bueno, también pesan lo suyo la tremenda simplificación de ideas y el infantilismo que reinan en nuestras sociedades. Como si los animales reales fueran los de las películas de la Disney, vamos.
Y no se trata solo de la creciente tendencia a tratar a las mascotas como si fueran humanos dóciles y obedientes, ni de su proliferación imparable. En las ciudades de por aquí hay ya más perros que niños, otro dato que debería darnos qué pensar.
Me resulta curiosa, por ejemplo, la categoría de seres sintientes que se han inventado para incluir en ella a los animales. Que los animales sienten, sufren y tienen memoria del placer y del dolor es algo bien sabido. ¡Menudo descubrimiento! Más aún, según algunos experimentos, esa capacidad de sentir deberíamos extenderla a la plantas. Y ya puestos, me atrevería a decir que también a los minerales, ya que sienten el calor (se dilatan) y el frío (se contraen).
Se está desarrollando una mirada de raíz urbanita que personifica a los animales. Se llega a discutir sobre el carácter moral de sus actos. Son bastantes los animales que dan muestras de afecto y de solidaridad, muchas veces enternecedoras. Vale, otro dato irrefutable. Pero ocurre que también actúan de modo absolutamente opuesto. Según un estudio del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva, hay hasta doscientas ocho especies animales en las que los progenitores matan, en ciertas circunstancias, a sus crías (en ciento diecinueve, los machos; en ochenta y nueve, las hembras). ¿Alguien se está planteando, en serio, llevarlos ante un tribunal y acusarlos de filicidio? ¿Que sería surrealista? Pues eso.
Hay quienes llegan, incluso, a considerar poco ético alimentarse con productos de procedencia animal. Debatir sobre si un herbívoro es superior moralmente a un carnívoro dejaría en mantillas la polémica sobre el sexo de los ángeles. Poco tiene que decir aquí la moral. En la naturaleza todo se aprovecha: las plantas se nutren de minerales y sintetizan la materia viva; los animales se alimentan de ellas o de otros animales… Es un ciclo en el que no se desperdicia nada: hasta nuestros cuerpos -cuando no se incineran y entonces sirven de abono- acaban siendo alimento de gusanos. Es la vida.
Los ecosistemas, además, son equilibrios delicados. La vida y la muerte forman parte de ellos. Hace poco se publicaba en la prensa que cada año se sacrifican 3.500 ciervos y 1.100 jabalíes en el parque nacional de Cabañeros y que, aún así, las poblaciones siguen creciendo y amenazan la propia supervivencia del parque. Cuando en determinados espacios el hombre es el único depredador posible, o ejerce ese papel o revienta el ecosistema.
Y algo similar está ocurriendo con las numerosas colonias de gatos. Según diversos estudios, estos depredadores están acabando con otras formas de vida animal en sus entornos. O con la proliferación de cotorras argentinas en las ciudades, que -aparte de expulsar a otras aves y reducir así su población- provocan unos escándalos con el primer rayo de sol que ríase usted del botellón más ruidoso. Por no hablar de los problemas que tienen en Barcelona o Roma con los jabalíes que se pasean por algunos barrios. La lista sería muy larga.
Matar a un animal se está convirtiendo en tabú. ¡Animalitos!
El último caso que ha saltado a la prensa es que el ayuntamiento de Muskiz (Bizkaia) gasta 3.000 euros al año en custodiar un perro peligroso porque un juez ha prohibido sacrificarlo. Ese perro mató a otro, atacó e hirió a su dueña y, debido a su agresividad, no pueden dejarlo salir de su jaula.
Y todo esto ocurre en un mundo en el que, según Amnistía Internacional, sesenta países aún mantienen y aplican la pena de muerte de seres humanos en su legislación, sin contar otros treinta y cinco que la contemplan, pero sujeta a moratoria, y once que la conservan para circunstancias excepcionales, como la guerra.
¡Eso sí que son animaladas!
Yo… Cuánto más conozco a los hombres, más quiero a mi perro… Y esto sin mencionar a los moscones…
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