
Hace ya muchos años, circulaba en vídeo un cuento infantil titulado El doctor Aspirina. Eran tiempos de formatos analógicos, la época en que triunfaba el Beta. La imagen, el sonido y -¡para colmo!- la interpretación eran bastante deficientes, pero a la mayoría de criaturas, no sé por qué misteriosa razón, les hacía mucha gracia. Los criterios estéticos de los niños son inescrutables.
El argumento era bien simple: un médico que recetaba siempre aspirinas a todos sus pacientes fueran cuales fuesen sus males. ¿Que les dolía la cabeza? Aspirina. ¿Que se habían roto un brazo? Aspirina. ¿Que tenían vómitos? Aspirina. De ahí que en el pueblo lo hubieran bautizado como El doctor Aspirina.
Alberto Nuñez Feijóo, el actual presidente del PP, tiene también un remedio único y universal para todos los males de la economía: bajar impuestos. ¿Que la pandemia provoca un parón económico? Bajar impuestos. ¿Que Putin invade Ucrania? Bajar impuestos. ¿Qué estalla la crisis energética? Bajar impuestos. ¿Que se dispara la inflación? Bajar impuestos.
En los escasos meses que lleva al frente del PP, ha propuesto ya reducir el IRPF, el impuesto al patrimonio y transmisiones patrimoniales, el Impuesto de Sociedades, el IVA del gas y la luz…
En honor a la verdad, hay que reconocer que la receta de hacer frente a cualquier coyuntura económica disminuyendo impuestos no es ni propia ni exclusiva de Feijóo: la vienen proponiendo todas las derechas del mundo mundial desde que las corrientes neoliberales se hicieron hegemónicas en su seno.
Les importa poco que en las presentes circunstancias esa vía sea adecuada o que sea, incluso, posible. Hasta el propio FMI -nada sospechoso de izquierdismo, creo yo- ha recomendado a los gobiernos no bajar impuestos y aliviar las subidas de precios dando apoyos a los más vulnerables. Son también numerosos los economistas que advierten de que una bajada generalizada de impuestos podríaprovocar aún más inflación y agravar el problema recaudatorio, cuando el déficit y la deuda están desbocados por el aumento del gasto que ha provocado la pandemia. Yendo más lejos, y en sentido opuesto, la Comisión Europea ha recomendado hasta poner un nuevo impuesto a las empresas energéticas.
No me parece de interés especular con lo que haría de verdad Feijóo si llegara a gobernar. Rajoy, que también se llenó la boca prometiendo rebajas de impuestos, aumentó la presión fiscal una vez que ganó las elecciones, apelando a eso tan socorrido de la herencia recibida.
Creo -más allá de su oportunidad y de que sean o no aplicables- que el énfasis que ponen las derechas en la bajada de impuestos se debe sobre todo a que es el núcleo central de su guerra ideológica. Una batalla que las corrientes más salvajes del neoliberalismo emprendieron hace años y que prosigue en la actualidad. Una ofensiva brutal que ha traído ya graves consecuencias y roto muchos equilibrios sociales.
El impuesto de sociedades en todo el mundo pasó de una media del 40% en 1990 al 25% en 2017. En 2018, con Trump en el poder, se rebajó un 14% en Estados Unidos. Aunque no he encontrado datos globales fiables, cabe suponer que el efecto contagio llegaría a otros países. En resumen: el impuesto de sociedades se ha reducido a cerca de la mitad en menos de treinta años. Pero es que son legión las grandes empresas que contribuyen todavía muchísimo menos. Según la Comisión Europea, las compañías digitales están pagando hoy en día un 9,5% en impuestos y las multinacionales estadounidenses en Europa logran un tipo fiscal que oscila entre el 3 y el 1%. Por poner un punto de comparación, la parte de la masa salarial que sobrepasa los 35.200 euros brutos anuales y hasta los 60.000, paga en España el 37% en IRPF. Así que no hay que hacer muchas cuentas para comprobar hacia dónde se mueve la balanza cuando exigen bajadas de impuestos. Basta repasar la historia.
La guerra ideológica contra los impuestos pone en cuestión alguno de los fundamentos básicos del llamado estado de bienestar. Responde a la filosofía del libertarismo de la derecha americana, a ese feroz individualismo que reclama que cada cual se pague lo suyo. Está erosionando la cohesión social y entregando al negocio privado la satisfacción de necesidades básicas de los ciudadanos: pensiones, sanidad, educación…
En el terreno de las pensiones, el ejemplo más sangrante de privatización es el que decretó el Gobierno del general Pinochet en Chile. Sobre sus efectos, basta recoger que una comisión designada por la presidenta Michelle Bachelet en 2014 halló que la pensión media era equivalente al 34% del último salario promedio de un jubilado y que se prevé, según algunos estudios, que llegue a ser equivalente al 15%. La consecuencia obvia es que es imposible sobrevivir con esas pensiones y que amplios sectores de la población chilena deben seguir trabajando hasta más allá de los 70 u 80 años. Mientras el cuerpo aguante…
En lo tocante a la sanidad, el caso más estruendoso es el de USA. En el año 2020, el gasto público per cápita en sanidad en Estados Unidos fue de 12.118 dólares, frente a 4.599 dólares en Alemania o 1.907 en España. Si calculamos la media de los diez países más ricos del planeta, los Estados Unidos gastan el doble que ellos. Y a pesar de ese gasto desorbitado, es el país con la mayor tasa de mortalidad materna e infantil entre los 20 más ricos. Todo un éxito de un modelo de sanidad privado. Y el peso de la ideología es allí de tal magnitud que las propuestas de corregir ese desaguisado siguen chocando contra un muro social.
Sobre la enseñanza, tan solo recordar que en Finlandia, el ejemplo tópico de sistema escolar equitativo y de calidad, la enseñanza privada es casi inexistente, porque estudia en la pública más de un 95% de los escolares.
Se suele destacar que las alternativas públicas -que deben de ser mantenidas con impuestos, claro- son solidarias y no dejan a nadie al margen. Nos parece insoportable que alguien no pueda estudiar por falta de medios o dejarlo morir porque no pueda hacer frente a los tratamientos que requiere la enfermedad que padece. Esa vertiente igualitaria y solidara es cierta, sin duda. Pero no se pone tan a menudo el acento en que las alternativas públicas resultan, a la larga, mucho más eficientes. Y es que, desde los tiempos de las cavernas, la cooperación ha sido muchísimo más útil para el progreso de la humanidad que el sálvese quien pueda.
En el cuento infantil del Doctor Aspirina la narración terminaba con todo el pueblo, harto de su incompetencia, persiguiéndolo a gorrazos, mientras él huía a la carrera recitando su eterna letanía: ¡aspirinas, aspirinas…! Un final que despertaba el jolgorio de la chavalería. Eran tiempos en que hasta los tiernos infantes sabían distinguir los símbolos y la ficción de la crudeza de una agresión física real.
Mucho me temo que, por el contrario, Feijóo siga repitiendo su receta única sin inmutarse. Amplios sectores de la población la han hecho suya: a mí que me dejen el dinerito en el bolsillo, todo lo demás son monsergas. Las consecuencias de esa política… o no las ven, o no las quieren ver, o piensan que ellos, al final, quedarán del lado de arriba cuando caiga la tostada.
Debemos de estar haciendo algo muy mal para que estas corrientes ideológicas estén alcanzando tanto éxito.