
Con el estrepitoso fracaso del ejército ruso en Ucrania como telón de fondo, y al compás de la pérdida de territorios ocupados tras la invasión, Putin ha vuelto a amenazar con utilizar armamento nuclear. Ha asegurado, además, que no va de farol.
Algunos de los suyos han llegado aún más lejos. El líder de Chechenia, Ramzán Kadírov, ha abogado explícitamente por tomar medidas más radicales, incluido el empleo de armamento nuclear de baja potencia. Olga Skabeyeva, conocida presentadora rusa, sugirió bombardear con misiles el Reino Unido durante los funerales de la reina Isabel II. La verdad es que, como chiste, no tiene maldita la gracia.
Nos enfrentamos a una situación peculiar: una teórica superpotencia militar que posee abundante armamento nuclear está sufriendo graves reveses en el campo de batalla de una guerra convencional. Así que, antes que admitir su derrota, no cabe excluir que tenga la tentación de huir hacia adelante, utilizando sus armas decisivas como chantaje o incluso que tantee emplearlas. Una alternativa que podría arrastrarnos a la catástrofe.
Mirando hacia atrás, es un dato que Estados Unidos -desde Vietnam, pasando por Irak y hasta la reciente retirada de Afganistán- ha sufrido fuertes reveses militares sin que hayan llegado a esgrimir, en ningún caso, la amenaza nuclear. Similar suerte corrió el ejército soviético en Afganistán. Pero esas derrotas han ocurrido lejos de sus fronteras, jamás en territorios que considerasen parte de su patria, como pretende la teoría nacionalista de la Gran Rusia respecto a zonas de Ucrania ocupadas en la guerra.
Por si hubiera algo de verdad en eso tan manido de aprender de la historia, no está de más recordar lo sucedido en Hiroshima y Nagasaki. Son, por fortuna, las únicas acciones bélicas en las que se han utilizado bombas atómicas hasta el día de hoy. El Presidente de los USA Harry S. Truman -desechando opciones mucho menos salvajes, por cierto- decidió que se lanzaran sobre esas dos ciudades, provocando una brutal matanza de civiles que obligó a Japón a rendirse. De paso, sirvió de aviso a navegantes para dejar claro quién mandaba en el mundo.
En Hiroshima murieron al menos 80.000 personas el día de la detonación. En Nagasaki, alrededor de 40.000. Las muertes se han prácticamente duplicado con el paso de los años, fruto sobre todo de la radiación. Sus efectos secundarios persisten 77 años después. Miles de supervivientes son atendidos cada año e incluso, a medida que envejecen, desarrollan nuevas enfermedades. Una experiencia desoladora.
De la boca de Truman nunca salió una palabra de arrepentimiento por tamaña bestialidad. En contraste, Paul Bregman, el navegante del bombardero que arrojó la bomba sobre Nagasaki, acabó suicidándose cuarenta años más tarde; por la profunda depresión que sufría a causa de su participación en aquellos hechos siniestros, según sus familiares.
La bomba lanzada sobre Hiroshima desarrolló una potencia de16 kilotones. La de Nagasaki, de 21. En la actualidad las hay hasta 3000 veces más potentes. Según las estimaciones de expertos -dentro de la fiabilidad que puedan tener los datos sobre estas cuestiones-, el 92% de las bombas atómicas está en manos de Estados Unidos (6.970 unidades) y de Rusia (7.300 unidades). El resto las poseen China, Francia, el Reino Unido, Israel, Corea del Norte, India y Pakistán.
Investigadores de la Universidad de Princeton (Nueva Jersey, Estados Unidos) estiman que en caso de conflicto nuclear mundial habríamás de 90 millones de muertos y heridosen las primeras horas y que las muertes reales aumentarían significativamente por el colapso de los sistemas sanitarios, así como por la lluvia radiactiva y otros efectos a largo plazo.
Otro estudio, realizado por especialistas de la Universidad de Rutgers, incluye un posible invierno nuclear a escala mundial, provocando una posterior hambruna global causada por las enormes cantidades de hollín que bloquearían el Sol y alterarían los sistemas climáticos y la producción de alimentos. Hablan de hasta 5.000 millones de muertos. En fin…
Más allá de la precisión -por exceso o por defecto- de estas predicciones, lo que parece poco discutible es que un conflicto nuclear total cambiaría radicalmente las condiciones de la vida sobre nuestro planeta.
Lo que Kadírov -abiertamente- y Putin -de manera velada- han puesto sobre la mesa es el uso de armas nucleares tácticas, la utilización de un armamento nuclear limitado en potencia y alcance.
Pero no cabe llamarse a engaño. Se consideran como tácticas bombas que superan por mucho la potencia de las de Hiroshima y Nagasaki. Su uso obligaría a responder al otro lado. De dar valor a ciertas especulaciones -no oficiales, por supuesto-, la respuesta podría consistir en aniquilar la flota rusa en el Mar Negro y a las tropas rusas en territorio ucraniano, por medio del lanzamiento masivo de misiles (o de bombardeos). No dejan claro si el armamento sería convencional o nuclear. ¿Y después? ¿Cuál sería el siguiente paso?
El profesor de la Universidad de Washington Charles Louis Glaser, experto en seguridad y conflictos, asegura que una vez que se cruza el umbral nuclear, puede ser muy difícil evitar la escalada a una guerra nuclear total. Me parece un punto de vista anclado en la lógica de las cosas. Así que, por la cuenta que nos trae, deberíamos procurar que nunca se cruce ese umbral.
Volvemos a tiempos con muchos paralelismos con los de la guerra fría. En esa época, la amenaza de la mutua destrucción era el freno de los impulsos guerreros. No se consideraba el uso real de las armas nucleares, sino que se presentaban como disuasorias, como la garantía de que el contrario no utilizaría las suyas. Es lo que se llamó el equilibrio del terror, basado en el principio de que el armamento nuclear se posee, pero no se usa. Vinieron después los tratados que pretendían limitar la proliferación nuclear. Y no conviene olvidar que el ínclito Donald Trump fue retirando la firma de los Estados Unidos de los mismos. Con todo, los ensayos nucleares llevan suspendidos desde 1996. En el siglo XXI, tan solo Corea del Norte ha realizado alguno.
Es importante recordar la historia para comprender mejor la extrema gravedad de romper el tabú del uso de armamento nuclear: el que lo hiciera se convertiría en un paria mundial, quedaría absolutamente aislado de la comunidad internacional. Se encontraría solo frente a un mundo que se vería obligado a pararle los pies al precio que fuera.
En una guerra nuclear no habría vencedores. Sería un apocalipsis de contornos difíciles de predecir. Y la hecatombe la sufrirían también los que la provocasen y, junto a ellos, los compatriotas a los que afirman proteger. Más aún: se colocarían en el epicentro de la catástrofe, serían las primeras víctimas.
Así que, mirado desde la racionalidad política, ninguna potencia tiene incentivos para recurrir al armamento no convencional, incluyendo un uso limitado del mismo.
En ese sentido, todas las voces autorizadas que he escuchado coinciden en que aún no parece un peligro inminente. El uso del armamento nuclear requiere días de preparativos y no hay ningún indicio de que se estén llevando a cabo. Dicen.
Pero ocurre que la racionalidad es un valor en retroceso en política. Está siendo progresivamente sustituida, en sucesivas y potentes oleadas, por la política de las emociones y los sentimientos. Una tendencia que triunfa en todo el mundo. Un fenómeno muy peligroso. Todavía más cuando entra en juego armamento nuclear.
Por tanto, no deberíamos subestimar el peso del fanatismo, ni el de la desesperación. El ¡muera Sansón con todos los filisteos! siempre ha gozado de buena prensa entre los aspirantes a héroe.
El sueño de la razón produce monstruos. Llevamos tiempo comprobándolo. Más valdría andarse con cuidado.