
Extraigo el siguiente fragmento de un artículo de opinión publicado en El País del 18 de octubre titulado La guerra antigua:
Quienes deciden la guerra son hombres en su mayoría ¿no es quizás el exceso de testosterona un elemento a neutralizar a la hora de tratar los conflictos internacionales? Quiero decir, quizás a los varones haya que enviarlos al frente cuando se trata de pelear, pero deberían ser las mujeres, no testosterónicas, quienes se encargan de negociar.
El artículo dice más cosas, por supuesto. Describe ciertas realidades y hace algunas afirmaciones con las que puedo estar de acuerdo. Pero me quedo con ese fragmento porque me parece representativo -una impresión reforzada, además, por otros apartados del texto- de determinadas corrientes del pensamiento actual: la guerra como maldición masculina, las mujeres como alternativa pacífica y negociadora. Y la testosterona de por medio, no sé qué delito ha cometido la desdichada hormona para convertirse en blanco de tantas maldiciones.
La cita parece recrear el universo de Lisístrata, la conocida comedia de Aristófanes. Han pasado 2.433 años desde que fuera representada por primera vez, ya ha llovido desde entonces. En dicha obra teatral, las mujeres, encabezadas por Lisístrata, emprenden una huelga de sexo para terminar con la guerra entre laconios y atenienses en la que están enredados sus belicosos maridos. Aunque en la comedia las mujeres representan la razón y la sensatez, y los hombres la irracionalidad y la desmesura, lo cierto es que Aristófanes no deja títere con cabeza, y ni los unos ni las otras se libran de sus puyas. Más allá de sus personajes, el pacifista es sin duda el propio Aristófanes y la comedia es una denuncia de los males de la guerra.
Si la cita que he recogido más arriba fuera de una pieza literaria, poco o nada cabría objetar. La literatura es ficción, se sirve de símbolos, de metáforas, de personajes… hasta de clichés y estereotipos. Pero resulta que está sacada de un artículo de opinión. El problema sería que se pretendiese leer como un análisis ajustado de la realidad. Peor aún si se tomara como guía del pacifismo.
Empiezo por la testosterona. La testosterona no es más que una hormona sexual del grupo andrógeno -es decir, clasificada como masculina- que se encuentra en mamíferos, reptiles, aves… Pero sucede -la vida es así de contradictoria- que en los mamíferos, humanos incluidos, la testosterona es producida también por los ovarios de las hembras. Así que calificar a las mujeres como no testosterónicas…
Lo que sí es cierto es que la concentración de testosterona en el plasma sanguíneo en un hombre adulto es diez veces mayor que en una mujer. Pero para los unos y para las otras es una hormona indispensable para la vida, y su carencia o insuficiencia puede traer graves consecuencias para la salud.
Diversas investigaciones han comprobado la relación entre niveles más elevados de testosterona y conductas agresivas. Pero no es, ni mucho menos, el único factor. También han constatado el papel clave en la agresividad de la disminución de serotonina -que parece fundamental- o de las alteraciones del hemisferio dominante y del lóbulo temporal izquierdo. Y eso sin subestimar el papel de las circunstancias ambientales, sociales y de los aprendizajes, decisivos en muchas ocasiones. La realidad es siempre compleja.
Además, tendemos a juzgar como negativas las conductas agresivas. Pero -al igual que ocurre con el miedo, el estrés o el dolor- la agresividad activa mecanismos biológicos que contribuyen a la supervivencia. Harina de otro costal es cómo la gestionamos. Casi nadie se atrevería a condenar la reacción agresiva del mastín cuando defiende al rebaño del ataque de los lobos. Bueno, hay gente para todo.
Y lo dicho hasta aquí, ciñéndonos al ámbito de la agresividad personal. Porque la guerra, como enfrentamiento duradero y mortal entre grupos humanos organizados, es un fenómeno aún mucho más complejo. No es la simple suma de agresividades personales. Ha recorrido toda la historia de la humanidad. No parece que, por desgracia, vaya a desaparecer de nuestras vidas, al menos a medio plazo. No ayuda nada a tratar de erradicarla manejar tópicos del tipo de que la guerra es fruto de la testosterona masculina o de que forma parte de la naturaleza humana (o de la naturaleza de los hombres, al menos).
Las identidades se construyen a partir de datos reales. Los grupos identitarios pueden tener ciertos intereses en común, sobre todo en la lucha por la igualdad cuando han sido históricamente discriminados. Pero ninguna pertenencia identitaria obliga a un individuo concreto a ajustarse a una determinada manera de sentir, de comportarse, de relacionarse o de pensar. Ni mucho menos a defender un proyecto político concreto. Y el pacifismo -sea de matriz moral (como denuncia de los desastres de la guerra) o de intencionalidad política (como vía, intrincada y obligatoriamente multilateral, para prevenirla)- solo puede articularse sobre proyectos políticos.
Imaginemos la siguiente escena: Margaret Thatcher se mira al espejo. Comienza a brotarle vello facial hasta poseer un hermoso bigote y una espesa barba. Brazos y piernas se le cubren de pelo. Los hombros se le ensanchan. Se le encogen los senos. Se le endurecen los rasgos y aumenta su masa muscular. Está sufriendo un subidón de testosterona. Henchida de ardor guerrero, decide en ese mismo momento enviar la Armada Británica a las Malvinas.
La escena podría resultar más o menos graciosa en una comedia; no sé cómo la verían desde Argentina, la verdad. Pero me cuesta creer que haya algún historiador que pretenda explicar de ese modo los motivos de aquella guerra desgraciada.
Pues eso.