
En sus crónicas para el diario El País sobre los candidatos a las elecciones autonómicas de la Comunidad de Madrid del 4 de mayo, Juan José Millás comparaba las intervenciones públicas de la candidata de Vox, Rocío Monasterio, con un pellizco de monja. Un «pellizco de monja”, escribe Millás, en el sentido amplio de la expresión, alude al daño ejercido por alguien que sonríe beatíficamente a la vez de producirlo. Las intervenciones públicas de Rocío Monasterio obedecen un poco a esta forma de hipocresía.
Lo leí y me imaginé al momento lo que iba a ocurrir.
La airada respuesta llegó enseguida. Una lectora, de la que desconozco si es o no monja, se sintió ofendida por la comparación. Es un lugar común manido y viejuno, respondió en una carta al director. Quienes lo hacen parecen estar en el siglo pasado. Las mujeres que deciden vivir en un convento merecen más respeto. Actualmente, la mayoría realiza trabajos sociales en enfermería, residencias de ancianos, comedores sociales, etcétera, y están entre los colectivos esenciales en esta pandemia, aunque nunca se hable de ellas.
Era de esperar la reacción: se diga lo que se diga, parece inevitable que alguien se sienta ultrajado. Estamos creando una sociedad en la que la única manera de no agraviar a nadie es mantener la boca cerrada. Tenemos la piel muy fina, o quizás sea que vivimos en círculos tan bunkerizados que nos hemos acostumbrado a escuchar solo a los nuestros.
El pellizco de monja viene a ser como una puñalada trapera1, pero feminizada y mucho menos violenta. Es ese daño que nos infligen por sorpresa y con una apacible sonrisa en los labios. El dolor que nos causan por nuestro propio bien, porque nos quieren y desean conducirnos por el recto camino. Entendemos fácilmente su significado, lo visualizamos sin necesidad de grandes explicaciones. Y es así porque es acorde a la historia: reconocemos ese tipo de educación de tradicional colegio de monjas. Es una imagen que proporciona mucha información con un lenguaje vivo.
No se trata de que cualquier monja propine esos pellizcos, por supuesto. Ser monja solo viene definido por profesar una fe religiosa y elegir un determinado camino –vivir en un convento, dice la lectora enojada-. Identificar a las monjas como colectivo tiene las mismas dificultades que intentarlo con cualquier otro grupo humano, sean estos profesores, ganaderos o estudiantes de ingeniería. Entre las monjas cabe de todo: las que vendían niños para que fueran educados en familias decentes, las que hacen trabajos sociales con sectores vulnerables, las que fabrican dulces y se dedican a la meditación, las integristas, las reformadoras… O la catalana Teresa Forcades, indepe, anticapitalista y conocida activista antivacunas. Lo que les caracteriza, lo único que comparten, es una fe fuerte, que deja poco espacio para la duda. Y esa condición facilita que aflore lo mejor y lo peor de los seres humanos.
Si la realidad de las monjas cambiase radicalmente -o desaparecieran, claro está- llegaría un momento en el que lo de pellizco de monja pasaría a ser ininteligible, se convertiría en un arcaísmo que solo podría utilizarse en textos enmarcados en épocas pasadas. Pero, hasta entonces…
La verdad es que ya cansa tanta exigencia de analgesia en el lenguaje, de que hablemos y escribamos pisando huevos para que nadie se sienta ofendido. Se intenta imponer un lenguaje pulcro, esterilizado, sin aristas, tan correcto que acaba siendo incoloro, inodoro e insípido. Los herederos del prohibido prohibir -pasados por la batidora del puritanismo anglosajón-convertidos en redactores de nuevos y estrictos catecismos.
Entre los más jóvenes empieza a haber una reacción contra tanta exigencia de pureza. En sus círculos -y en las redes, por supuesto- utilizan un lenguaje soez, abiertamente obsceno y grosero, en ruptura total con el modelo en el que se les ha intentado educar. Ahí están, por ejemplo, las peleas de gallo, ciertas modas digitales o determinadas corrientes musicales. Ya veremos si son datos aislados o marcan una tendencia social de peso. El futuro lo dirá.
En cualquier caso, hace tiempo que vengo pensando que esta atmósfera rígida y cargada de mandamientos formales acabará por levantar una ola contraria: el retorno de otro punk. Por supuesto que no sería como el de los años setenta. Nada se repite nunca en sus términos exactos. Pero creo que acabará por llegar un movimiento que pondrá en solfa tanta corrección, tanta imposición de limpieza de sangre. Un movimiento que hará bandera de la zafiedad, de la grosería, de los malos modales, del feísmo, de la provocación… Disfrutarán asustando a los biempensantes y a los abanderados de lo políticamente correcto… Es ley de vida.
No seré yo quien derrame una sola lágrima por que se ponga en cuestión tamaña ñoñería. Lo único que me preocupa es que quienes algún día hagan frente a tanta constricción del lenguaje no acierten a diferenciar. Y que, al arremeter contra lo políticamente correcto, lo hagan también contra la apuesta por la igualdad entre todos los seres humanos y contra el respeto al diferente.
1 Que no se ofendan los traperos, por favor. Al parecer, lo de puñalada trapera tiene origen en los Trapera, una familia noble de Úbeda, cuando uno de sus miembros apuñaló por la espalda a un rival.