
Según un reciente estudio de la ONG Save the Children y EsadeEcPol (centro de investigación dependiente de la escuela de negocios Esade), España es uno de los países europeos con mayor cantidad de colegios gueto. En dicho estudio se considera gueto a un colegio cuando el 50% o más del alumnado procede de familias con bajos recursos socioeconómicos. El informe analiza datos de 64 países de distintos continentes con grados de desarrollo muy diversos: Corea del Sur, Chile, Hungría, Japón, Alemania, Marruecos, Filipinas, Sudáfrica…
Pues bien, entre todos estos países, España ocupa el tercer lugar en el ranking de separación en diferentes centros de los estudiantes de primaria en función de su renta familiar. Solo Turquía y Lituania presentan mayor nivel de desigualdad. Una vergonzosa medalla de bronce en segregación escolar.
El 46,8% de los centros podrían considerarse como guetos, según el estudio Magnitud de la segregación escolar por nivel socioeconómico, publicado en 2018 por F. Javier Murillo y Cynthia Martínez-Garrido, investigadores de la Universidad Autónoma de Madrid. De entre ellos, 9 de cada 10 son públicos. Por tanto, hay también colegios gueto privados, religiosos casi todos; pero son muy minoritarios.
El panorama es, sin duda, desolador. Con el dinero de todos se mantienen centros de muy distinta categoría social. Es la herencia del peso desorbitado de la Iglesia Católica en la educación de este santo país, y de décadas de financiación de colegios privados -sin exigirles apenas contrapartidas- bajo la engañosa bandera de la libre elección de centro.
No creo que merezca la pena perder demasiado tiempo en explicar cómo la concentración del alumnado más desfavorecido en determinados colegios encierra a estos estudiantes en su propia burbuja, dificultando sus opciones de progreso. Los recluye en un ambiente de reducidas expectativas culturales y sociales, y eso repercute en sus procesos de aprendizaje, en los índices de abandono escolar temprano, en su futura capacitación profesional y en los niveles salariales que consiguen alcanzar luego en su vida laboral.
Pero se olvida, a menudo, que los efectos de esta división tampoco son positivos para quienes estudian en los otros colegios, en esos en los que no tiene cabida el alumnado desfavorecido. Al menos, si analizamos esos efectos desde el punto de vista de la cohesión social. Porque también a esos alumnos se los está confinando en otra burbuja. Dentro de ella, no pueden percibir las dimensiones de la desigualdad y la marginación. No se les permite ver con sus propios ojos que quienes las sufren son otros niños como ellos. Se los está educando de espaldas a los más vulnerables. Y eso favorece que después, en su vida adulta, puedan seguir ignorando la existencia de esos sectores, rechazarlos abiertamente o, por efecto rebote, mitificarlos sin tan siquiera conocerlos.
No cabe duda de que la separación del alumnado en diferentes colegios en función de sus niveles socioculturales es otro factor más que contribuye a cronificar la desigualdad y dificulta la integración social.
La base de partida es mala: la española es una de las sociedades más desiguales de Europa. Pero la segregación escolar va más allá de la división entre barrios pobres y barrios ricos. Hay centros separados por unas pocas decenas de metros de distancia física y por un abismo en su composición social.
Aunque los mecanismos que impulsan la segregación escolar son bien conocidos, merece la pena recordarlos.
Están las cuotas que se pagan en la concertada, un filtro que excluye directamente a las familias más pobres.
Funciona el efecto huída: en cuanto un centro concentra alumnado marginal -lo que, por lo general, va acompañado de problemas, no seamos ingenuos- escapan de allí las demás familias.
Influyen los mapas escolares, mucho más rígidos para la pública, mientras que a cada colegio concertado se le permite llegar con autobuses a cualquier rincón y concentrar así el alumnado que le interese. También los criterios de matriculación. Aunque los haya mejores y peores según comunidades, todos ellos son insuficientes para hacer frente a la magnitud del problema.
Funcionan las ideologías, las creencias y las aspiraciones. La elección de colegio se justifica muchas veces por motivos religiosos, por estudiar en otras lenguas, o por razones pedagógicas -por cierto, dicho sea de paso: aquí el abanico puede ir desde interesantes experiencias innovadoras, hasta la utilización de etiquetas comerciales vacías de contenido-. No pretendo poner al mismo nivel estudiar en los jesuitas, hacerlo en inglés o acudir a una escuela Montessori. Estos centros son muy diferentes entre sí y también lo es el tipo de alumnado que cada uno de ellos agrupa. Pero lo que tienen en común es que bastantes de estos colegios concentran a familias de un nivel social elevado o, cuando menos, que no recogen la diversidad social existente.
En Euskadi, y en menor medida en Navarra, hay factores particulares muy relevantes. La separación por modelos lingüísticos ha llevado a que la práctica totalidad de los colegios públicos de modelo A -en castellano- se hayan convertido en guetos. Y tampoco conviene olvidar que las ikastolas escolarizan a un alumnado con nivel socioeconómico medio más alto, incluso, que el resto de la red escolar concertada.
Uno tiene la sensación de que esta realidad es bien conocida. De vez en cuando, se publican datos como los arriba recogidos. Llegan entonces los golpes de pecho y estallan los coros de lamentaciones. Se despierta la mala conciencia de sectores progresistas. Pero ahí queda todo. Pasa el tiempo. Y seguimos en las mismas.
Lo acostumbrado, y lo que queda bien, es echar la culpa de esta situación a los políticos. A mí me parece que el tema es más complicado: la segregación escolar cuenta con un respaldo social considerable. Así de crudo.
De un lado, muchas familias, y no solo de clase alta, también de media o media-baja, esquivan gracias a ella el contacto de sus vástagos con sectores marginales. Creen que, de ese modo, los protegerán de malos ejemplos, les evitarán problemas, y que gozarán de un ambiente positivo de estudio. Se despierta en ellos la ilusión de estar emprendiendo un camino de ascenso social, aunque después otros mecanismos se encarguen de pinchar ese globo.
Del otro lado, están los sectores que estudian en centros gueto. Estas familias tienen, por lo general, poca capacidad para influir en las decisiones políticas. Pero la segregación tampoco les produce un malestar acusado. Estos colegios cuentan con recursos materiales y humanos que, si no suficientes, tampoco son desdeñables. Un sector de sus trabajadores son militantes que se dejan la piel tratando de sacar lo mejor de sus alumnos. Para estas familias su realidad escolar no es tan mala, sobre todo si la comparan con lo que conocen por propia experiencia. Además, gran parte de los colectivos que se integran en estos centros tienden a agruparse por propia voluntad. Les da seguridad estudiar junto a los suyos, hacer piña frente a una sociedad en la que se sienten desprotegidos. ¡Ay, los refugios de los grupos identitarios!
Se ha llegado tan lejos en el camino de la segregación escolar que es muy complicado corregirla. Se podría haber evitado tal cantidad de centros gueto, pero una vez convertidos en reductos de población desfavorecida es sumamente difícil revertir la situación.
Para poner cierto freno, para evitar que estas desigualdades entre centros se sigan profundizando, harían falta medidas sostenidas y contundentes que actuaran simultáneamente sobre todos los factores que la producen. Y haría falta muchísima pedagogía para explicar a dónde nos está arrastrando y vencer las resistencias, que las habría, de parte de la población.
Un camino nada sencillo de recorrer. Una política compleja que, para colmo, no daría réditos electorales. Por lo menos a corto plazo.
Difícil salir del pozo. Como ocurre muchas veces, una situación injusta crea por sí misma las condiciones para reproducirse y ampliarse, dificultando sobremanera aplicar las medidas que permitirían corregirla.
Relacionado (de aquella manera) con la enseñanza:
EVITA ARRUGAS EN LA FRENTE
