Se murió Gabriel, un amigo de toda la vida.
No fue por sorpresa. Sufrió una de esas penosas enfermedades que no admiten disimulo y encima se permiten la desfachatez de anunciar el final a años vista. Cuando me lo contó -con una naturalidad que hizo que se me saltaran las lágrimas- consulté todo tipo de fuentes. En sus condiciones, la esperanza media de vida era de unos cinco años. Hasta ahí llegó.
Pasó épocas mejores y peores. A veces parecía animado o incluso más fuerte. Luego, se fue apagando en pocos meses. Cinco años. Otro amigo que se va.
Quienes profesan alguna fe religiosa buscan consuelo en el más allá, proclamando la existencia de una vida eterna en la que recuperarán todos los afectos. Una eternidad para ser felices.
Bueno, todos echamos mano de ese tipo de fórmulas: vivirás para siempre en nuestra memoria, decimos; o nos despedimos del difunto con un hasta siempre. No es lo mismo recordar a alguien que tenerlo a tu lado. En absoluto. Pero hay momentos en los que la urgencia por aliviar el dolor se impone a los dictados de la razón.
Se murió Gabriel, y su muerte dio un bocado más a nuestras vidas. Otro roto en el alma. El muerto deja de existir y ya no puede sentir nada. A quien continúa viviendo le arrancan un pedazo de su vida, de su pasado, de su memoria. El tejido de su existencia se sigue deshilachando. Le asalta la sospecha de que, si vive demasiado, llegará el día en que sea puro boquete.
Entre mis ritos de despedida, había tomado la costumbre de borrar los datos de cada amigo que moría de los contactos del teléfono y mis dispositivos digitales. Quería evitar el dolor de dar con su nombre y su dirección cada vez que buscara algo en la agenda. Eso mismo hice con los de Gabriel, borré toda su información de mis contactos. Un adiós definitivo.
Por eso me temblaron las manos cuando oí el tono de llamada del móvil y, al mirar maquinalmente la pantalla, leí en ella: Gabi llamando. ¿Gabi llamando? ¿Gabi? ¡Imposible¡ ¡Si llevaba muerto un par de semanas!
En pocos segundos, volvió a pasar por mi mente la película completa de su enfermedad, de su muerte, de la ceremonia en la que arrojamos sus cenizas al mar que tanto amaba…
Por supuesto que no respondí a la llamada. Me costó, sin embargo, recobrar la calma.
Revisé mi agenda de inmediato. Alguien había utilizado el teléfono de Gabriel, vete a saber en qué manos estaría ahora, son difíciles de seguir los rumbos de las herencias. Habría marcado mi número por error, nadie sería capaz de dar semejantes sustos. Pero lo que estaba fuera de toda lógica es que apareciera el nombre de Gabriel en la pantalla. ¿No lo había borrado, acaso? Repasé los contactos. Lo hice desde todos mis dispositivos, con eso de guardarlos en la nube tal vez se hubiera producido algún desajuste. Todo estaba en orden, todo lo que yo era capaz de controlar, al menos. Bueno, me resigné, tal vez sería cuestión de tiempo que los cambios se registrasen y surtieran efecto.
La segunda llamada llegó unos días más tarde. Aunque me sorprendió menos que la primera, me produjo mayor malestar. Gabi llamando. ¡Ya estaba bien! ¡No tenía la menor gracia!
Esta vez, además de repasar mi agenda, recurrí a la opinión de expertos y emprendí una investigación en las compañías telefónicas. Saqué poco en limpio. Al parecer era imposible que el nombre de Gabriel apareciera en mi pantalla si no lo tenía registrado. Tras numerosas pesquisas que no merece la pena recordar ahora, supe que su número estaba dado de baja, de momento no había sido adjudicado a nadie, técnicamente no existía.
Lo sucedido estaba más allá de los límites de lo razonable, no le encontraba ninguna explicación lógica.
Ha pasado otra semana y no sé qué pensar. Vivo pendiente de la pantalla del móvil, sumamente nervioso, en un estado de agitación permanente.
En cualquier caso, he tomado la firme decisión de que, cuando vuelva a llamar, voy a descolgar el teléfono. Me muero de ganas de hablar con Gabi.
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Muy bueno. Creo que de ese carrete puedes seguir tirando del hilo.
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