
Treinta años más tarde crucé la puerta de entrada. La madera del viejo portón se había hinchado con la humedad. Tuve que empujar con todas mis fuerzas para conseguir que girase la hoja. Después me dolía el hombro.
Treinta años. La anterior vez que estuve aquí, yo también acababa de cumplir los treinta. Pensé que eso querría decir algo, pero no tenía claro qué. Seguía siendo el mismo, poca duda cabía al respecto, bastaba con comprobar cómo la consciencia me ataba al pasado con su hilo de recuerdos. De no ser por eso… ¡Había cambiado tanto! Un observador externo estaría convencido de que quien entraba ahora a la vieja casa familiar era otra persona. Yo también me sentía así. En parte, al menos.
Dejé abierto mientras volvía al coche a por mi equipaje. Que entrara un poco de aire fresco, a ver si conseguía mitigar el fuerte olor a moho y disminuir la excesiva humedad del interior tanto tiempo cerrado.
De vuelta, cansado por el esfuerzo, deposité la maleta encima de una silla y me detuve a contemplar la estancia. A primera vista no percibí cambio alguno. Los antiguos muebles de siempre, cubiertos por una capa de polvo. Ya me había avisado mi hermano de que el último verano habían tenido mucho lío y no tuvo ocasión de pasarse por allí con la familia. Repasé con la mirada la vieja mesa de roble, las sillas de igual madera, el ajado sillón de orejas tapizado de flores, el arcón que de niño me estaba vedado, y que, tal vez por eso mismo, imaginaba como el cofre del tesoro de un bandolero montaraz… Y, sobre el anaquel, el tambor.
Me quedé petrificado, la vista clavada fijamente en él durante unos segundos. Resistí, sin embargo, la tentación de tocarlo. Ni siquiera me acerqué lo suficiente para ponerlo al alcance de mis dedos. Quise creer que me había esperado allí, intacto en su rincón de la sala, olvidado por todos. Que nadie se habría atrevido a rozarlo, porque habría generado un escudo invisible en torno suyo para impedirlo.
Un instrumento tan simple, tan rústico, la música reducida a golpes y ritmo… Así mirado, parecía excesiva la pretensión de que hubiera decidido el rumbo de mi vida. Quizás era pueril la transcendencia que yo le daba. Eso pensé, pero por dentro sentí la quemazón del recuerdo.
En un repaso más detenido, descubrí algo nuevo en la sala: un televisor de pantalla plana, no muy grande, en una esquina.
Subí con cuidado las escaleras. Aunque aún no había anochecido, la luz era escasa. Me había comentado mi hermano que habían instalado placas solares, aunque seguían teniendo que utilizar el generador de gas-oil oculto, como en tiempos pasados, en una caseta del corral. No lo puse en marcha para no tener que soportar el ruido del motor rompiendo el silencio transparente del valle.
En mi habitación, en la que al menos lo fue en otros tiempos, parecidas sensaciones. La cama, alta como un barco, tapada con una sábana blanca para protegerla del polvo. El armario de tres puertas de madera oscura. Un par de sillas con asiento de esparto. En un rincón, el mueble palanganero con el aguamanil al lado. Seguía sin haber agua corriente. Se traía de una fuente del patio, a pocos metros de la casa. Y para hacer las necesidades se continuaba utilizando la letrina construida en el exterior. Un mundo antiguo, pese al televisor y las placas solares.
Tendría que traer agua y limpiar un poco antes de instalarme. Mi cuarto, la sala y la cocina, al menos. Tampoco tenía previsto que fuera muy larga la visita. Y la idea de su brevedad me arrancó una amarga sonrisa.
Treinta años habían pasado ya desde que tuve treinta. Una cifra redonda, repetida, como el cierre que acababa por encajar al doblarse la pieza sobre sí misma. Una vida al completo, una línea quebrada, un círculo… un momento fugaz nada más. También hubo un tiempo para los comienzos.
Treinta años antes, en mi anterior visita a la vieja casa familiar, estaba perdido. Tenía la sensación de haber gastado mi primera juventud -mi juventud, pensaba entonces, en aquella época los de más de treinta me parecían ya de mediana edad- sin encontrar suelo firme. Se me habían escurrido los años sin retener nada. Decidí parar, tomarme un respiro, meditar con calma qué hacer. Dejé por las bravas mi trabajo de ingeniero en la fábrica. Un puesto fijo y bien remunerado, un futuro brillante, en boca de muchos, tirado por la borda. Me importaba una mierda. No quería eso.
Pensé que debía comenzar por encontrarme a mí mismo. Un objetivo tópico, manido, las absurdas pretensiones de la juventud.
En cualquier caso, todo eso da lo mismo ahora. Esos motivos, mejor o peor fundados, fueron los que hace treinta años me empujaron a refugiarme en la vieja casa familiar. Deseaba estar solo. Aquel era el lugar perfecto: un valle deshabitado, atravesado únicamente, y muy de vez en cuando, por caminantes y pastores. Poco concurrido incluso en el verano. Todavía mucho menos en las fechas en las que fui, a caballo entre el final del otoño y la llegada del invierno, cuando ya son cortos los días.
Me puse al volante. Dejé atrás la ciudad costera en la que vivía. Un centenar de kilómetros después, giré hacia el interior. Remonté varios valles. A medida que ganaba altura, me adentraba en mundos cada vez más antiguos, poblaciones dispersas que ocupaban pequeños llanos o trepaban por las laderas de los montes. Un viaje al pasado. Conocía bien el último pueblo de aquel remoto recorrido. De allí era originario mi abuelo. En él quedaron su infancia y adolescencia cuando, siendo todavía joven, marchó a la ciudad a buscarse la vida en la industria.
Todavía más arriba -cuando debido a su propia cercanía se perdía la perspectiva de las cumbres- se alcanzaba el valle solitario, mi destino, un balcón de varios kilómetros cuadrados colgado de los inmensos murallones de piedra.
En otros tiempos fue territorio ganadero, prados verdes bien segados en los que pacían rebaños de vacas. También ovejas, en el estío, y algún grupito de cabras triscando entre las peñas en cualquier estación. Además de mi casa familiar, hubo otras dos viviendas y un puñado de cabañas que ocupaban los pastores en verano. Pero eso era agua pasada. De aquellas construcciones solo quedaban ruinas, muros de piedra a medio derruir devorados por las malas hierbas. Únicamente el antiguo hogar de mi familia seguía en pie, convertido, eso sí, en casa de veraneo.
Estuve allí un par de semanas, no recuerdo con exactitud cuántos días. Un retiro monacal. En todo ese tiempo tan solo vi algún caminante, y a cierta distancia. Bueno, bajé un par de veces al pueblo para aprovisionarme. Compraba lo imprescindible y otra vez para arriba, a mi guarida.
Dormía, paseaba, leía, pensaba… Pensaba, sobre todo pensaba. No me acuerdo muy bien en qué. Quería cambiar y no se me ocurría ni por dónde empezar. Ninguna alternativa me satisfacía. Se me iban las horas muertas dándole vueltas a cualquier nadería.
Me despertaba con la luz solar, no demasiado temprano, los días eran muy cortos. Preparaba el desayuno en la cocinilla de butano. Después de desayunar, leía un rato. Hacia media mañana, preparaba la mochila, cogía mi Leica, y salía a pasear. El valle era el último escalón verde, cubierto de un arbolado esplendoroso que se iba espesando año tras año. Atravesaba el bosque y seguía hacía las cumbres. Me adentraba entonces en el reino de la piedra, allí donde la vegetación es escasa y reaparecen las majestuosas cimas. Habían llegado ya las primeras nieves y las manchas blancas se protegían del tibio sol tras las rocas o bajo algún haya raquítica. El aire era delgado y me envolvía una desacostumbrada sensación de pureza. Un universo simple y duro. Lo que hubiera deseado para mí.
Caminando por aquellos parajes, apuraba las horas de luz, una foto de vez en cuando, casi todas primeros planos, mi obsesión por acercarme más y más a las cosas. A lo largo del día, iban subiendo desde la costa las nubes que se formaban con la humedad marina. Se quedaban prendidas entre las peñas y se amontonaban tejiendo una espesa manta de vapor. Para antes del anochecer, se había formado ya una densa capa de niebla, muy peligrosa en aquellos terrenos escarpados. Así que, después de comer las provisiones que había llevado, daba un último paseo y emprendía el descenso, atento al estado del cielo, calculando el tiempo necesario para llegar a casa sin dejarme atrapar por la oscuridad ni la trampa de la niebla.
Poco más puedo contar de aquellos días. Salvo lo de la última noche.
Era una noche fría, como es habitual en esa época del año en un valle tan alto. Al acabar de cenar, cogí la vela y me fui a la sala. Para templar la casa había puesto a quemar unos troncos en la chimenea. Deposité la palmatoria sobre la mesa y me senté en el sillón, a relajarme un rato mientras hacía la digestión. No me gusta leer con luz escasa, y acostumbraba a permanecer pensativo, mirando al fuego bajo, atento a las figuras fugaces dibujadas por las llamas que se entrecruzaban produciendo un efecto de volúmenes cambiantes. El rincón del fuego contrastaba vivamente con la negrura de los fondos de la sala, como en un cuadro tenebrista. El silencio era absoluto, el habitual en aquel lugar apartado.
No sé cuánto tiempo permanecí allí, supongo que bastante, en aquellos días me dominaba una desidia que volvía lentos todos mis actos. De repente me llegaron unos golpes apagados, de lejos, de muy lejos, me pareció. A pesar de la noche y de la niebla, había alguien en el valle. Sorprendente.
Al principio creí que eran golpes desordenados, arbitrarios, carentes de sentido. Al cabo de unos segundos de atenta escucha, sin embargo, comencé a percibir cierto orden en ellos. Y, a medida que se fueron acercando, los interpreté con mayor claridad. Entonces se despejaron mis últimas dudas: ¡Claro, marcaban un ritmo! ¡Cómo no me había dado cuenta hasta ahora!
Pom, pom, pom, porrompom, -se repetían largo rato- para, periódicamente, estallar en un redoble en crescendo y, tras una mínima pausa, regresar al inicio. Por absurdo que pareciera, alguien rompía el silencio del valle tocando el tambor, en plena noche, oculto entre la niebla.
Me asomé a la puerta. La niebla era muy espesa y la luz del interior de la casa apenas conseguía penetrar un par de metros en ella. Solo alcancé a ver las vagas sombras de los árboles. Fuera de los muros, el sonido llegaba más nítido: pom, pom, pom, porrompom; pom, pom, pom, porrompom. Estuve escuchando bastante tiempo, desconcertado, presa de una sensación de irrealidad, hasta que el frío me empujó a volver a la sala.
Recobré mi lugar en el sillón, junto al fuego. Desde allí seguí atento el ritmo que marcaba el tambor, hipnotizado, sin ánimo para nada más. Permanecí en mi sitio no sé cuánto tiempo, hasta que, cerca de la medianoche sería, el tambor paró de repente. Un silencio inquietante se apoderó entonces del valle.
No logré conciliar el sueño. Esperé impaciente a que rompiera el alba. Sin tan siquiera desayunar, me vestí apresuradamente y salí al bosque. Recorrí los senderos en busca de alguna señal del paso del tamborilero.
La humedad de la noche había embarrado el terreno, una circunstancia perfecta para que quedara grabado en él el dibujo de sus suelas. Sería fácil dar con el rastro, pensé.
Caminé de aquí para allá, examinando cuidadosamente cada metro de senda. Dediqué mucho tiempo a la labor, pero no encontré huella alguna. Empecé a preocuparme. ¿Habría sido una alucinación? ¿Un sueño? ¿El delirio de la soledad?
Estaba ya decidido a darme la vuelta. Sentí una incómoda presión en el pecho. Nada peor que desconfiar de los propios sentidos. Me llegué a preguntar si estaría perdiendo la cordura. Había alcanzado ya el límite superior del bosque, cuando, junto a una peña que se alzaba a modo de mirador sobre los valles inferiores, lo descubrí: allí estaba el tambor.
Volví inmediatamente a casa llevándolo conmigo, el cerebro recalentado, a punto de estallar, las ideas dándome vueltas en un torbellino vertiginoso. Estaba absolutamente convencido de que el tamborilero había tratado de decirme algo, que en el ritmo del tambor se ocultaba un mensaje trascendental. Me pareció evidente entonces. Yo era el único habitante del alto valle. ¿Para qué adentrarse en el bosque, desafiando a la niebla y al frío nocturno, a riesgo de extraviarse… si no era por la urgencia de comunicarme algo fundamental?
Al llegar a casa, deposité el tambor sobre un anaquel. Saqué la Leica de su funda y le hice varias fotografías. Quería dejar constancia del extraño suceso.
El tambor, la Leica… fue un fogonazo, una luz que me cegó. Una revelación. Carente de sentido, fuera de cualquier lógica, puede ser. Pero en aquel momento de crisis profunda me deslumbró. Creí entender, al fin, el mensaje del tamborilero. Las decisiones más drásticas las tomamos, muy a menudo, totalmente al margen de la razón.
No perdí ni un instante. Preparé el desayuno, lo devoré a la carrera, hice la maleta, recogí rápidamente la casa y me marché.
El resto, treinta años de vida errante.
Mi Leica y yo hemos andado de acá para allá, por los cinco continentes, por todas las esquinas del planeta, testigos de celebraciones y heridas. Los seres humanos siempre en primer plano. Rostros festejando la vida o reflejando dolores atroces. Más de lo segundo, la verdad. Cuerpos desnutridos o mutilados, desgarro, miedo, desesperación, angustia, resignación… Miradas en las que no cabía ya ninguna esperanza.
Treinta años dedicados a trazar el mapa de la existencia humana. Una mezcla -desequilibrada, claro- de gozo y desolación. El tamborilero que llama a celebrar la vida y a tratar de aliviar el dolor de las gentes. Así lo veía yo, al menos, cuando emprendí mi nuevo trabajo.
Llevó dos días aquí y se me acaba el tiempo. Lo veo alejarse un segundo tras otro, impotente para retrasar su curso. En mi estado, apenas me quedan fuerzas para salir a pasear. Saco un sillón de mimbre al zaguán y allí me quedo sentado un rato, mirando el corral. Pero hace frío y no aguanto mucho. El interior está más protegido y trato de mantener el fuego encendido todo el día, así que acabo acercándome a la chimenea, al calor de la lumbre.
Aquí estoy, de noche, junto al fuego. Es aquí donde, durante estos días, he hecho el esfuerzo de recordar y escribir. Ahora debo dar por terminadas estas notas.
Tengo que hacerlo ya, porque los dolores son intensos. Es difícil adivinar el momento exacto del final, pero sé que se está acercando. Sus pasos no son precisamente sigilosos. Muerde fuerte en mis entrañas.
Pese a tener las ventanas cerradas, contemplo en mi interior las sombras tantas veces vistas de los árboles entre la niebla. Me acuerdo de Macbeth. Las brujas le profetizan que no será derrotado mientras el bosque de Birnam no avance sobre su castillo, así que se siente seguro. Pero sus enemigos cortan árboles y ramas para utilizarlos de camuflaje. El bosque se lanza contra su fortaleza…
Se me ocurre que yo también he visto avanzar el bosque sobre mi vieja casa familiar, esa arboleda espesa que se ha ido apoderando, paso a paso, de cada rincón del valle. La comparación me hace sonreír. Aunque, interpretado de esta forma, se pueda leer como otro signo de que el final se acerca, no está mal una sonrisa postrera.
Mi abuelo murió cuando yo tenía cinco años. Enseguida aprendí lo poco que dura esto y lo penoso del final. Por más que intentemos escapar, la muerte acabará por encontrarnos. La apuesta es aprovechar el viaje, disfrutar lo que traiga de bueno, y alejarnos luego sin dolor ni lamentos. Pero no suele ser tan sencillo. La enfermedad y la muerte acostumbran a presentarse de la mano. Una terrorífica pareja. La enfermedad nos pilla en el momento justo, cuando carecemos de la energía necesaria para regatearla y huir de su abrazo. Y consigue así ponernos a los pies de su compañera. ¡Maldita hija de perra!
Ahora, en plena noche, sentado junto al fuego, protegido del frío por una manta, me parece ver la sombra del tamborilero, de pie, en el fondo de la sala. Sería un detalle, una apropiada despedida darse a conocer.
No sé a qué ha venido. Se lo pregunto. Pero, antes de que responda, añado, por si acaso, que me niego en redondo a hacer balance del pasado. No me interesa, no me arrepiento de nada. Lo hecho no puede nunca cambiarse y el futuro… Ya no hay futuro para mí.
Creo que sonríe al contestarme que le llama la atención que, después de treinta años de vida errante, haya decidido volver a la antigua casa familiar. El hombre sin raíces regresa al solar de sus antepasados, me dice, a morir, como los elefantes.
Me callo. Pero yo sé de sobra para qué he venido aquí. No ha sido a lamentarme, ni a dejarme arrastrar por la añoranza de las otras vidas posibles que nunca tuve. He vivido como yo mismo elegí.
-Tú me enviaste una señal -le respondo al fin-. Una señal tan oscura que tuve que interpretarla a mi modo. Yo tomé la decisión. Es mía toda la responsabilidad. Mejor elegir los propios errores a que otros nos impongan los aciertos.
Me levanto y compruebo que no hay nadie en la sala. Así es. Está vacía, estoy solo. Dejo después consumirse las llamas en el fuego bajo. No tengo intención de volver. Solo me falta consumar el rito final.
Acaricio el tambor, lo levanto, me coloco bien las correas para que quede a la altura adecuada. Ha llegado el momento. Voy a dejar de escribir. Tengo que salir, lanzar mi mensaje. Hace mucho frío y la niebla, como aquí acostumbra, es cerrada. Me quedan muy pocas fuerzas y no creo que llegue lejos.
Pienso que seguramente estaré solo en el valle, que tal vez nadie alcance a escuchar mi llamada. Puede que se pierda en la niebla sin llegar a oídos humanos. Me da lo mismo. El resultado importa poco.
Lo que importa es que aquel tamborilero fue decisivo en mi vida. Antes de perderme en la oscuridad sin retorno, tengo que saldar la deuda que contraje con él.
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