Apostillas a la aprobación del anteproyecto de «Ley Trans»

Como no podía ser de otra manera, hubo al fin fumata blanca. Con la aprobación por el Consejo de Ministros del anteproyecto de Ley Trans se cierra -o se mitiga, al menos de momento- un enfrentamiento que ha durado meses. Antes de llegar al Parlamento, debe pasar por el Consejo Fiscal, el Consejo General del Poder Judicial y el Consejo de Estado. Vendrá luego el debate parlamentario. El tema no puede darse por definitivamente cerrado. Ya veremos lo que ocurre durante su tramitación.

Empezar diciendo que el anteproyecto es la fusión de dos textos diferentes y que buena parte de su contenido no me parece excesivamente polémico. Así ocurre, por ejemplo, con las medidas que recogen el acceso de las mujeres lesbianas, bisexuales y sin pareja a técnicas de reproducción humana asistida en el Sistema Nacional de Salud; con la ampliación de ese derecho a las personas trans con capacidad de gestar; con la disposición para que las personas trans dejen legalmente de ser consideradas enfermas; o con un puñado de normas a aplicar en los ámbitos laborales y educativos. Hay mucha declaración de buenas intenciones. También cierto espíritu punitivo amparado en la protección de colectivos vulnerables. Como está por medio la libertad de expresión, y ese equilibrio es siempre delicado, me imagino que la aplicación práctica de sanciones acabará quedando en manos de los tribunales.

El anteproyecto asume la autodeterminación de género, uno de los ejes de la polémica. En la nota informativa del Consejo de Ministros cambiaban levemente los términos y lo denominaban libre determinación de la identidad de género, pero el contenido deja poco resquicio a la duda. Para el cambio de sexo en el Registro, el único requisito será expresar la voluntad de hacerlo. Solo se incluye la cautela de exigir una doble comparecencia en el Registro Civil en el plazo máximo de tres meses. Este procedimiento pueden iniciarlo las personas mayores de 16 años por sí mismas y mayores de 14 y menores de 16 acompañadas de sus representantes legales.

De dar por buenos los datos de la encuesta que publicaba el 18 de julio el Periódico de Catalunya, el 87,3% de los españoles estarían a favor del anteproyecto y tan solo el 8,5% disconforme. Pero es que, además, lo respalda el 71,8% de los votantes del PP, e incluso el 68,3% de los que votaron a Vox. Un apoyo abrumador en términos sociales, podríamos decir que casi unánime. Esas cifras nos muestran la magnitud de los cambios que se han producido en nuestra sociedad en pocas décadas. Un potente viento de cola por el que habría que felicitarse. Pedro Sánchez estaba equivocado: lo imbatible no es un buen chuletón al punto. Lo imbatible es toda reivindicación que se presente bajo la bandera de los derechos de un colectivo históricamente discriminado por su género.

Este fortísimo respaldo es positivo, sin duda alguna, pero no excusa la superficialidad de los debates, la excesiva brocha gorda en los juicios expresados, ni la falta de matices y finura. Algo que seguramente no será privativo de los tiempos que corren, pero que está exacerbado por el griterío de las redes sociales y los argumentos reducidos a un centenar de caracteres. Discutir no es intercambiar eslóganes ni mamporros. O no debería serlo.

Vuelvo sobre los efectos de la autodeterminación de género, la libre determinación de la identidad de género, o el libre cambio de sexo en el Registro, expresión menos mediática esta última, pero que me parece que refleja mejor la realidad de lo dispuesto en el anteproyecto.

Es cierto que, si se aprueba el anteproyecto tal y como está redactado, coexistirían dos criterios diferentes a la hora de rellenar la casilla correspondiente al sexo en el Registro: los de una amplísima mayoría, basados en sus características biológicas de nacimiento, y los de una pequeña minoría, fundamentados en el sexo percibido, en su auto conciencia, en sus sentimientos. Son criterios, ciertamente, contradictorios. Pero me da la impresión, y los datos de otros países con leyes semejantes lo corroboran, de que la puerta que se abriría para el cambio de sexo en el Registro solo sería utilizada por unos pocos centenares, tal vez millares, de personas. Apenas repercutiría en las estadísticas sobre hombres y mujeres, ni, por tanto, en las consecuencias que se puedan extraer de las mismas o en las políticas de discriminación positiva. Más allá de la lucha de ideas, no alcanzo a ver ese daño social que pronostica la Alianza contra el Borrado de las Mujeres.

Por supuesto que tampoco quedarían abolidas las diferencias biológicas entre sexos. La posesión de órganos sexuales femeninos o masculinos continuará determinando las posibilidades de gestar o los riesgos de tener problemas de próstata a ciertas edades, independientemente de figurar en el Registro como hombre o mujer. Y, de igual manera, en el deporte femenino, por poner otro ejemplo, habrá que seguir aplicando criterios que impidan la adulteración de la competencia. En caso de no hacerlo así, el conflicto será permanente. No cabe cerrar la puerta a las realidades físicas.

Me ha sorprendido, hasta cierto punto, la frialdad, cuando no el disgusto, con el que determinados colectivos defensores de las reivindicaciones trans han acogido el anteproyecto.

En algún caso, han llegado a hablar de borrado de la autodeterminación de género, dado que la expresión no aparece escrita así en el anteproyecto. En política, y en otros órdenes de la vida, pesa mucho el fetichismo de las palabras.

En otros casos afirman sentirse excluidos, porque el anteproyecto no recoge añadir una tercera casilla de no binario en el Registro, ni abre la posibilidad de dejar en blanco el apartado. En mi opinión, son opciones controvertidas que tendrían, incluso, aspectos inquietantes. Ya decía en un artículo anterior que abierto el melón en el Registro, es dudoso que nadie fuera a conformarse con figurar en una casilla de varios. Basta con recordar el crecimiento continuo de las siglas LGTBIQ+. Cada persona es un mundo. No comparto ese interés tan extendido en buscar etiquetas de identidad grupal. Y dado que el concepto de género utilizado no deja de ser confuso -mezclando sexo percibido, orientación sexual o incluso roles sociales-, me parecería peligroso que el Estado registrase aspectos relacionados con esas cuestiones.

Lo que es justo, y absolutamente exigible a estas alturas de la película, es no consentir ningún tipo de discriminación por razones de sexo, orientación sexual o género, si se prefiere esa expresión. Respetando la voluntariedad y los límites de la ley, todo lo relacionado con los gustos y orientaciones sexuales de cada individuo debería pertenecer a su ámbito privado. Y ser totalmente irrelevante de cara a otros aspectos de la vida social.

Claro que vivimos en un mundo en el que los límites entre lo privado y lo público no dejan de difuminarse. Basta con echar un vistazo a la red para comprobar el nivel de exhibicionismo narcisista que allí reina. Y ya sabemos que lo personal es político, afirmación que se intenta contraponer, a veces, con el respeto a la vida privada.

Comprendo que detrás de la exigencia de aparecer nombrado en el Registro dentro de algún grupo identitario se esconde una cierta necesidad de reconocimiento social, pero no me parece la manera más adecuada de alcanzarlo.

Baste con recordar que, según los informes de la Asociación Internacional de Lesbianas, Gais, Bisexuales, Transexuales e Intersexuales (ILGA, por sus siglas en inglés), en la actualidad hay nada menos que 72 países que persiguen la homosexualidad. Y que en 11 de ellos está castigada con la pena de muerte. En ese mundo vivimos.

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