
Hacía bien poco había leído en la prensa un artículo sobre un informe del Ministerio de Defensa Lituano en el que recomendaba a sus ciudadanos deshacerse de ciertos modelos de móviles chinos. Alertaba sobre el peligro que suponen las aplicaciones que vienen preinstaladas en los teléfonos, aplicaciones que desconocemos y cuyas actualizaciones nadie controla. El informe lituano señalaba una lista de palabras en caracteres chinos, en inglés o en español, que el dispositivo podía encontrar, bloquear y vigilar. Muchas tenían connotaciones políticas referentes a China: Tibet libre, Movimiento democrático 89, Larga vida Taiwán libre o sobre los uigures. Pero también estaban en la lista nazi, grupos terroristas islámicos o ETA.
Pues bien, el miércoles 6 de octubre publiqué en este blog un artículo titulado ETA y el relato compartido. Al día siguiente habían entrado al blog tres visitantes desde la mismísima República Popular China. Unas visitas que se han repetido con regularidad desde entonces. ¿Menuda casualidad, no?
Os aseguro que hasta ese momento no había recibido ni una sola visita procedente de China. Nunca jamás, ni una sola, cosa que me parece de lo más natural dadas las diferencias de idioma y cultura. Tampoco sé si los desconocidos visitantes del lejano oriente han llegado a leer el artículo, ni si -en el caso de que lo hayan hecho- han conseguido sacar alguna conclusión acerca de su contenido. El caso es que bastó con escribir la palabra ETA en el título de una entrada para atraer inmediatamente sobre el blog el ojo implacable del Gran Hermano Chino. Eso parece, no tengo certezas sobre causa y efecto, no lo podría probar.
Una anécdota que por estas latitudes se presta a muchas bromas, por fortuna, más aún si se tiene en cuenta el pasado del que suscribe. Me sé de uno -no hay nada como tener amigos graciosos- que en cuanto se entere me va a recordar la charla que le di, siendo los dos unos chavales, sobre las Cuatro tesis filosóficas de Mao. Que encima, me suele repetir, no eran cuatro sino cinco.
Más allá de lo chusco del caso, lo cierto es que llevamos en el bolsillo con absoluta tranquilidad un dispositivo que tiene instaladas aplicaciones que desconocemos, que se pueden actualizar sin enterarnos para cumplir funciones de todo tipo -incluyendo el espionaje puro y duro-, que llegan a registrar nuestras conversaciones incluso cuando están apagados. Un apabullante mecanismo de control que rastrea y archiva cada paso que damos. Lo saben todo sobre nosotros.
En esta parte del mundo en que vivimos, esa inagotable fuente de datos se utiliza, sobre todo, para hacer negocio. Nos despiezan como animales en el matadero y venden cada pedazo de nuestra vida a alguna empresa especializada. Así nos llegará al instante cualquier novedad del mercado que coincida con nuestros hábitos de consumo. Si nos gusta viajar, recibiremos todo tipo de ofertas turísticas adaptadas a nuestras preferencias; si somos habituales lectores de determinado periódico, referencias de libros o películas que consideren de similar línea; nos machacarán con anuncios de comercios del entorno en el que nos movemos y de los sectores a los que dedicamos más gasto. En el ámbito político, nos incluirán en un perfil que les facilite activar resortes para ganarse nuestro voto. Una publicidad plenamente personalizada, el sueño húmedo de todo profesional del marketing.
Esta recogida masiva y continua de datos personales es también un arma formidable de control político y social. Si yo viviera en China, no me resultaría nada graciosa la anécdota que acabo de contar. Pero nada de nada. Y, la verdad sea dicha, también me parece inquietante mirada desde aquí.
Hay que actuar antes de que sea demasiado tarde. Aunque nunca está de más tomarse las cosas con humor, esta continua intromisión de poderes ajenos en nuestras vidas privadas supone ya una amenaza muy seria.