
En los últimos tiempos, con la publicación de un puñado de libros y diversos artículos, se ha activado por estas tierras el debate sobre la cultura de la cancelación. Bienvenido sea. No porque confíe en que alguien vaya a cambiar radicalmente de opinión -la tendencia a reafirmarnos en lo nuestro es siempre poderosa-, pero volver a revisar el tema tal vez pueda contribuir a afinar y matizar los argumentos. Ojalá.
La parte de la discusión que menos me interesa es el intento de colocar etiquetas. Las etiquetas marcan bloques y delimitan campos. Cada parte busca las que más le convienen para ensalzar a los suyos y descalificar a los contrarios. La lucha por decidir cuáles de ellas se imponen es inevitable, forma parte de la vida y de la cultura. Cierto. Pero no sería bueno confundir las etiquetas con argumentos.
Ahora han inventado la de neorrancio. Todos los que se oponen a la cultura de la cancelación quedan bautizados como neorrancios. No importa que las críticas partan de puntos de vista divergentes -incluso contrapuestos- y que los críticos (y las críticas, por supuesto) procedan de prácticamente todo el espectro ideológico. Da lo mismo. Se los coloca en un único paquete: neorrancios. Y, además, nostálgicos, añaden. Lo de nostálgico, en este país, es casi una forma educada de llamarte franquista. Y colgar al contrario el sambenito de rancio, por muy neo que sea, es una manera poco sutil de considerarse uno mismo muy moderno.
Es cierto que la denuncia de la cultura de la cancelación se ha convertido en un latiguillo al que recurren con asiduidad medios y columnistas de derechas, olvidándose de que buena parte de ellos también promueve la censura de lo que a sus ojos es inmoral o blasfemo. Eso es un dato y, como tal, poco discutible. Pero un mensaje no queda invalidado por el rechazo al mensajero. La tierra seguiría girando alrededor del sol aunque lo dijera Donald Trump. Cuando Kyrie Irving -estrella de la NBA y una de las cabezas visibles del Black Lives Matters– afirma que la vacuna es un plan de Satanás para conectar a los negros a un gran ordenador que les controle, está diciendo una necedad conspiranoica, por más que la lucha contra el racismo sea una de las causas más justas que puedan imaginarse. Ya sé que todos concedemos mayor o menor valor a las palabras en función de quién las diga, pero eso no debería eximirnos de analizar su contenido concreto y sopesar la justeza de lo que expresan.
En este debate hay quienes niegan la mayor, afirmando que entre nosotros no existe la cultura de la cancelación. O, en versión más matizada, que aquí se cancela mal y más bien sería cancelación en grado de tentativa. El cine, la literatura, el arte, las corrientes ideológicas… casi todo -para bien y para mal- nos llega de los EEUU. Si intentan señalar que la cultura de la cancelación no ha alcanzado entre nosotros el mismo poder que en los USA, la afirmación admite poca duda. Es un hecho. Pero de ahí a sacar la conclusión de que no exista…
Como para muestra vale un botón, voy a mencionar una cancelación que, aunque no sea reciente, se me quedó grabada por su cercanía: la que sufrió el cantante de trap C. Tangana en las fiestas de Bilbao. Estaba incluido en el cartel de la Aste Nagusia, la Semana Grande, de agosto de 2019, la última en que se programaron eventos masivos. Se desató una fuerte campaña en su contra denunciando el contenido de algunas de sus letras, que calificaron de machistas. El Ayuntamiento de Bilbao se asustó, reculó y acabó por cancelar el concierto. Ni que decir tiene que me identifico con lo que escribió en aquel entonces Clara Serra en su cuenta de Twitter: no ganamos nada con ello quienes defendemos la cultura y la libertad de expresión ni quienes defendemos el feminismo.
El ejemplo nos sirve, de paso, para diferenciar la cancelación de otras acciones con las que a menudo se intenta confundir. La cancelación no es la crítica. No está en discusión el derecho de criticar a C. Tangana o a cualquier otro. Ni siquiera el que se haga con dureza. La cancelación tampoco es el boicot. Cada cual es muy libre de asistir o no a un concierto, o de hacer llamamientos públicos para que no se acuda. Conseguir que te hagan caso ya es harina de otro costal.
La cancelación va más allá: es la exigencia de borrado, de supresión, de hacer desaparecer algo… o de que no se deje actuar o trabajar a alguien. Se le considera -a él o a su obra- tan moralmente reprobable que no se consiente que tenga ocasión de contaminarnos. Como si fuéramos tiernos infantes necesitados de la protección del pin parental.
Es imposible saber de cuántas de nuestras escuelas han desaparecido ciertos cuentos clásicos por machistas, violentos o especistas. Sería pura especulación imaginar qué pasaría hoy con las Vulpes (Me gusta ser una zorra, cantaban) o con varias de las primeras películas de Almodóvar. En aquellos tiempos nos burlábamos de la ñoñería de las derechas españolas empeñadas en escandalizarse por todo y tratar de censurarlo. Ahora -desde otras coordenadas ideológicas- la cultura de la cancelación está contribuyendo a extender un clima de censura y autocensura en el arte y en toda esfera social. El propio Almodóvar reconocía que varias de sus películas serían imposibles de rodar hoy en día.
Uno de los argumentos defensivos más utilizados sobre la cultura de la cancelación es que no se puede considerar censura o caza de brujas, porque no viene de arriba. Bueno, cada movimiento y cada época tienen sus peculiaridades. Lo de arriba y lo de abajo están siempre entrelazados. La mayoría de movimientos empieza desde abajo, pero con la pretensión, casi siempre, de conseguir llegar arriba. En el caso que nos ocupa, está empujando a reformar leyes, haciendo gala de cierto espíritu punitivo. No comparto, además, la equiparación absoluta de lo de abajo con lo bueno. Depende. La justicia humana -la oficial en nuestras sociedades, digamos- ha pautado y regulado la defensa del encausado, los procedimientos, los castigos, las vías de resarcimiento y reinserción… Nada de esto se da en la justicia de abajo, con los peligros que conlleva de propiciar linchamientos o bíblicas lapidaciones de la adúltera. Hay cancelados que han sido absueltos de toda imputación por los tribunales y otros que ni siquiera han sido acusados de delito alguno.
Y aquí llegamos a otro punto de discusión: ¿es posible distinguir entre obra y autor? Así planteado, diría que sí es posible, pero añadiría que también es difícil. Yo puedo disfrutar con la lectura de Viaje al fin de la noche de Louis-Ferdinand Céline, una de las novelas capitales del siglo XX. Pero comprendo que para alguien que haya sufrido en sus carnes el genocidio nazi la novela sea imposible de separar de las opiniones antisemitas o de la colaboración con la Gestapo de su autor. Otra cuestión es si debería prohibirse o no. Y aquí sí que mi posición es radical: por supuesto que no. Incluso si fuera una pésima novela. No creo que los escritos de Hitler (o los de Stalin, me da lo mismo ahora) destaquen por su altura intelectual ni por sus valores literarios, pero su lectura nos ayuda a entender en base a qué ideas, valores, principios y proyectos se desataron -en determinadas circunstancias históricas- tan terribles carnicerías.
También se aduce que la cultura de la cancelación ha existido siempre. Se recuerda los templos romanos destruidos por los cristianos, las estatuas de emperadores decapitadas por sus sucesores, a los conquistadores tratando de borrar de la faz de la tierra todo rastro de los conquistados… Una obviedad. La historia está ahí para quien quiera conocerla. Diferente cuestión es si consideramos adecuado seguir actuando así en pleno siglo XXI. El mundo entero se conmovió cuando en 2001 los talibanes volaron dos estatuas gigantes de Buda del siglo VI en el Valle de Bamiyán. No escuché a nadie defender que formaba parte inevitable de una guerra cultural. Y para los talibanes eso era: una guerra cultural y moral contra las huellas de un pasado en el que reinaba el mal.
Nunca ha sido fácil gestionar el pluralismo social. Hay distintas concepciones del bien y coexisten diferentes principios morales. Hay puntos de acuerdo casi general y otros controvertidos. Las sociedades cambian, evolucionan, y con ello las bases ideológicas y morales sobre las que se asientan. Es lógico que cada cual defienda las suyas y que cierto grado de conflicto sea permanente.
Pero la historia nos advierte sobre los peligros de las ideologías obligatorias. En los países en los que se implantó el socialismo real, por ejemplo, se pretendía construir el hombre nuevo en una sociedad sin clases. Decían tener la fórmula para conseguirlo y todo sacrificio parecía pequeño frente a metas tan elevadas. Se implantaron las verdades oficiales y se arrojó a los disidentes a las tinieblas exteriores.
Cuando cayeron esos regímenes, una vez derribado el corsé de lo impuesto se comprobó que, por debajo, en lugar del hombre nuevo habían florecido los viejos demonios. Al amparo de las sombras, protegidas de la luz de la crítica, ajenas a la depuración de ideas que produce el contraste, habían engordado las corrientes más retrógradas del pensamiento humano: autoritarias, homófobas, antisemitas, racistas, nacionalismos sumamente agresivos…
Sin libertad se aletarga la razón y el sueño de la razón produce monstruos.