
Hace ya varias semanas, aparecieron por las paredes de Bilbao decenas de pintadas como la que tenéis en la foto, hechas con igual plantilla: SEXUA EZ DA GENEROA, rezaban. Lo traduzco, por si acaso: sexo no es género, o quizás el sexo no es el género.
Días después, una de las pintadas -cercana a una universidad privada y a un instituto público- apareció tachada y alguien había escrito sobre ella: TERFA QUE VEO, TERFA QUE PATEO.
Lo del pateo lo comprendí enseguida, pero lo de TERFA… En el contexto, podía sospechar su significado, pero confieso que tuve que rebuscar en internet para dar con la respuesta exacta: habían castellanizado el acrónimo TERF (del inglés, Trans Excluyent Radical Feminist -feminista radical trans excluyente-) añadiéndole una a final. ¡Vaya sutileza bilingüe! ¡Qué contraste con la tosquedad del prometido pateo!
No conozco a las autoras de las iniciales pintadas -grupos de chicas feministas, supongo-, y tampoco sé a ciencia cierta qué ideas pretendían difundir, aunque me las pueda imaginar. Cuando leí lo de SEXUA EZ DA GENEROA, me pregunté qué porcentaje de la población sería capaz de aproximarse siquiera a lo que intentaban transmitir. Pero, bueno, siempre es difícil darse a entender y todos, en cierta medida, acabamos por hablar y escribir para nosotros mismos.
Sexo y género tienen diversas acepciones. El movimiento feminista, desde hace ya muchos años, diferenció ambos conceptos. El sexo haría referencia a las diferencias biológicas, orgánicas, entre mujeres y hombres. El género, a los distintos papeles sociales que se adjudican a cada ser humano en función de su sexo. A mí, sin duda, me parece una distinción bien fundada. Rompió con el discurso tradicional que pretendía naturales los roles de mujeres y hombres. Señaló que eran construcciones históricas y culturales. Marcó caminos para transformarlos radicalmente.
Pero, desde otros sectores, se da al género distintos significados. A veces se utiliza como sinónimo de sexo. Al usarlo así, se elimina -en apariencia- la diferenciación entre sexo (biológico) y género (cultural y social). Y digo en apariencia, porque hoy en día solo algún carcamal puede creer que los roles sociales de las mujeres (y los hombres) vienen determinados por sus características biológicas. Otros definen el género -la identidad de género- como la sensación interna, personal, que tiene cada persona acerca de si es un varón o una mujer (o un niño o una niña). Aquí la ruptura con la biología es total. Se la arroja a la papelera y se entronizan las sensaciones, las impresiones, los sentimientos.
Pongámonos, por un momento, en la piel de nuestro intrépido pateador de terfas. Le ha bastado una frase para identificar al enemigo. No se ha parado a pensar en las diferentes lecturas que puedan hacerse sobre sexo y género. Ni siquiera ha reparado en que lo de que el sexo no es el género podría leerse -¡incluso!- como la reivindicación de la total independencia entre la identidad de género y el sexo (biológico), es decir, como un respaldo a la denominada autodeterminación de género. Percibe la terminología utilizada como parte de las señas de identidad del enemigo. Las palabras son también hitos que delimitan territorios y estas le advierten de un entorno hostil. Ha deducido automáticamente que -por defender la distinción entre sexo y género- son contrarias al proyecto de ley trans. Puede que hasta esté convencido de que mantienen posiciones prohibicionistas sobre la prostitución, la pornografía o los vientres de alquiler. Ha sacado rápidas conclusiones sobre muchas cuestiones que no tienen por qué ir unidas. Y no busca debatir sobre ninguno de esos temas. En realidad no quiere discutir sobre nada. Ha detectado un mensaje del enemigo y su interés se centra en patearlo.
Vale, me diréis que no es más que una anécdota banal, hasta cutre si se quiere. Idiotas los hay en todas partes. Por supuesto.
Pero lo malo es que estos mismos mecanismos de identificación y enfrentamiento grupales funcionan para casi todo, también para temas muy transcendentales; incluso de vida o muerte, a veces.
Para colmo de males, estas tendencias tan antiguas están agravadas -en la actualidad- por las aristas más negativas del pensamiento posmoderno: si la verdad es cuestión de creencias; si no existen verdades, sino que cada cual tiene las suyas; si todo son opiniones y deberíamos tomarlas en plano de igualdad; si carece de sentido tratar de contrastarlas con la realidad para comprobar su pertinencia… Si damos por buenas estas premisas, solo cabe que cada cual -y cada grupo- repita y grite sus propias creencias lo más alto que sea capaz. Porque sería imposible la comunicación, la discusión, tratar de sopesar ideas, de comprobar si son conformes con los hechos y los datos que poseemos.
Por estos caminos resbaladizos está avanzando la posverdad. Asombra la cantidad de afirmaciones inciertas que se publican. Aunque muchas veces bastaría con echar una mirada a la realidad para desmentirlas, impresiona comprobar cómo se siguen repitiendo una y otra vez con absoluto cinismo. Y cómo funciona la identidad grupal para que los suyos las acepten ciegamente y no verse incluidos entre los otros. En esas estamos.