¡Vrutal!

La revisión de las grandes líneas de la ortografía del castellano ha dejado de ser objeto de polémica desde hace años. Esa sensación tengo, al menos. Ahora se discute sobre otros temas: las diversas variantes, modos y usos del denominado lenguaje inclusivo, los pésimos ejemplos -en general- de las redes sociales y los medios digitales, la avalancha de anglicismos…

Sin embargo, no ha pasado tanto tiempo desde que Juan Ramón Jiménez, sin ir más lejos, defendiera con vehemencia acercar la ortografía del castellano a la oralidad. Con tal radicalidad lo hizo, que llegó a escribir conforme a sus propias normas. Así fue desde que publicó Poesías Escojidas -sí, con jota- en 1949.

Y mucho más recientemente, corría el año 1997, Gabriel García Márquez, en el Congreso Internacional de la Lengua Española en Zacatecas, propuso suprimir las haches, repartir ges y jotas en función del sonido, agrupar bes y uves… El escándalo fue mayúsculo.

Entre las respuestas que recibió -casi todas contrarias, algunas francamente irritadas-, recuerdo la de Vázquez Montalbán que, no sé si con un punto de ironía muy suya, vino a decir algo así como: ¡Con lo que nos ha constado aprender ortografía, que se jodan también los que vienen detrás!

La verdad es que no tengo criterios firmes al respecto. No soy filólogo. Siempre me ha parecido más importante lo que se dice y cómo se dice que las fórmulas con las que se traslada al papel. Cuanto más simples sean las grafías, más tiempo para dedicarlo a otras cosas que creo de mayor interés.

Pero, claro, lo fundamental es que todo cristo utilice los mismos códigos y reglas. Eso es lo más importante, con mucha diferencia, porque facilita enormemente la lectura y la comprensión de los textos. Cada vez que encontramos un término desconocido o escrito con una grafía extraña, tenemos que detener la lectura para descifrarlo. Si cada cual utilizara sus propias reglas, malgastaríamos demasiado tiempo antes de ni tan siquiera comenzar a entendernos.

Así que el primer requisito para cualquier cambio -en el caso de que se considerase conveniente, claro- sería un enorme consenso que no tiene ninguna pinta de que vaya a darse. En muchos años, supongo.

Además -y aunque pueda parecer frívolo-, una simplificación ortográfica de esas dimensiones quitaría la chispa a un montón de anécdotas basadas en las confusiones entre el leguaje oral y la ortografía.

Una de las más divertidas que recuerdo es la que se atribuye al famoso, en sus tiempos, boxeador vasco Paulino Uzcudun.

En la década de los veinte y comienzos de los treinta del pasado siglo, Paulino Uzcudun llegó a ser campeón de Europa en la categoría de peso pesado y triunfó luego en los Estados Unidos. Era de Régil y falangista. Recién retirado del boxeo, combatió contra la República en las filas de los requetés.

Se cuenta que, estando en la cima de la fama, le preguntaron cierto día por el secreto de su éxito y contestó que él, al boxear, aplicaba la táctica de las tres bes.

Una respuesta desconcertante. Las tres bes -bueno, bonito y barato- era el gancho comercial de unos almacenes.

Hasta que Paulino Uzcudun lo explicó con pelos y señales: sí, hombre, las tres bes, biolensia, belosidad y buevos.

¡Vrutal!

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