
-¡Volando! ¡Volando!
Intentaba gritarlo -eso al menos sugerían sus gestos y su sonrisa abierta de oreja a oreja-, aunque solo lograba alzar la voz en un quebrado susurro que apenas se dejaba oír desde pocos metros. Aún así, lo entendí perfectamente.
Iba en una silla de ruedas empujada por una chica joven, morena y de pelo liso, latina seguramente, a juzgar por sus rasgos.
Lo cierto es que avanzaban despacio, sin prisa, sería el obligado paseo de cada día para que a la anciana le diera un poco el aire y a la cuidadora no se le eternizara la mañana. Pero algo -tal vez el viento que agitaba su pelo de estropajo o el frío que arañaba su rostro- encendía en el cerebro de la vieja señora la aguda sensación de velocidad.
Me detuve. Tomé aire. Sin darme cuenta había prolongado la carrera más de lo habitual. En la fría mañana de invierno, una zancada tras otra, había alcanzado aquel parque junto al río, un territorio desacostumbrado para mí.
Habría seguido corriendo y pasado de largo, pero… ¡volando ¡volando! No cabía duda: eso gritaba la anciana. Y era su barrio, además.
Miré hacia ellas. El pelo blanco pudo haber sido rubio en otros tiempos. La señora, de edad avanzada, extremadamente delgada, se aferraba a los brazos de la silla con manos temblorosas. Su rostro… bajo la piel arrugada en pliegues innumerables aún podrían imaginarse los rastros de una antigua belleza. Sus ojos… brillaban vacíos, mirando a la nada, chispazos que solo comunicaban pérdida. Estaba sin estar allí. Se balanceaba en la silla, el cuerpo escasamente controlado, llevaría algún tipo de sujeción para impedirla caer.
Las dos mujeres no hablaban entre sí. La joven atendía, prendida de su móvil, quién sabe qué asuntos para entretenerse mientras empujaba la silla de ruedas. La vieja esquelética hablaba consigo misma, poca duda cabía al respecto. O con su pasado, o con sus fantasmas, o con algún gastado recuerdo que regresaba a la memoria arrastrado por los enrevesados hilos del naufragio de la razón. Sí, tenía que ser ella. Eran sus palabras. A pesar de los pesares, parecía disfrutar del momento. ¡Volando! ¡Volando!
Cuarenta años atrás, recordé: la moto, la carretera sin fin en la cálida noche de verano, el cielo cuajado de estrellas, junto a la costa del Mediterráneo, subiendo y bajando repechos, tomando las curvas a toda la velocidad que permitía el motor. Ella agarrada a mi cintura. Podía sentir su piel contra la mía; ni los más gruesos trajes de cuero hubieran conseguido impedirlo. Ella.
-¡Volando! ¡Volando! -gritaba a mi espalda, el pelo rubio danzando bajo el casco, mientras devorábamos kilómetros y kilómetros.
Yo callaba, enmudecido por la magia del momento, poseído por el obsesivo deseo de que aquel viaje fuera eterno. Que no acabara nunca, a su lado para siempre.
La moto era una antigua Honda de comienzos de los setenta. La había rescatado del desguace, maltratada y abandonada por algún desaprensivo sobrado de pasta. Rehacerla pieza a pieza con mis propias manos había sido la primera tarea en mi vida de la que me sentía plenamente orgulloso. En el taller, el patrón me reprochó tanta dedicación: chaval, que se te va la cabeza, no te pago para eso.
Era mi primer trabajo. Cuando dije que estaba harto y dejaba los estudios, a mi madre le dio un berrinche. Mi padre, más práctico, me contestó que nadie iba a comer la sopa boba en esa casa. A través de un conocido, me buscó un puesto en aquel taller. No me pareció mala salida.
Para cuando ella apareció por allí, ya tenía la moto aparcada a la puerta, perfectamente restaurada. Brillaban los cromados, lucía la capa de pintura reciente y, aunque había tenido que reponer diversas piezas, el motor funcionaba con cierta eficiencia. Me sentía el rey haciéndolo rugir por las calles del barrio.
Ella… era la primera vez que venía por el taller. Una mujer madura, de una hermosa plenitud. Entraba por los ojos, pero lo que te trastornaba desde el principio -hablo por mí, claro- era su voz. Hasta las palabras más intrascendentes me parecían caricias en su boca.
Traía el coche para una revisión, no sé por qué había elegido para ello nuestro humilde garaje del extrarradio.
A la salida, tras rellenar los papeles y dejar allí el vehículo para pasar luego a recogerlo, se quedó mirando la moto.
-Una Honda CB72 -dijo-. 250 centímetros cúbicos. Una gran moto.
La rubia entendía. Me esponjé de satisfacción, creo que incluso me puse colorado, y me lancé a darle muchas más explicaciones de las que me había pedido. Una larga conversación, al final de la cual -no sé cómo reuní el valor- me atreví a invitarla a dar una vuelta conmigo en la moto.
Aceptó, para mi sorpresa. El primer viaje de una serie que se prolongó varios meses.
Me doblaba la edad. El nuestro nació condenado a ser un amor clandestino, de citas disimuladas, de hoteles de carretera. La verdad es que, aunque me hubiera gustado que fuera de otro modo, tampoco le di muchas vueltas. Me absorbía el desconocido universo que se abría ante mí. Me había hecho mayor, era un tipo maduro que había dado con algo muy valioso en la vida.
-¡Volando! ¡Volando! -ella, de niña, en el parque, gritando en un columpio que impulsaba su padre.
Creo que me lo contó la última noche que pasamos juntos, en un hostal de cierto pueblo playero, durante aquel verano inolvidable. Estoy casi seguro de que fue justo el día anterior a que me soltara aquello de ¿pero chaval, tú qué te has creído?
Yo vivía al día, ciego y sordo a todo lo que no tuviera que ver con el instante, tan embriagado por su presencia que el tiempo se había detenido, y sin tiempo era totalmente imposible que lo nuestro pudiera terminar. Ni siquiera lo llegué a sospechar cuando el punto final estaba ya tan próximo.
Ella volando en el columpio, me contó aquella noche. Lo empujaba un padre mitificado, emigrante en tierras lejanas, al que solo veía en las vacaciones de verano, cuando regresaba a reunirse con su familia.
Lo imaginaba como un osado explorador, caminando por desolados desiertos o internándose en selvas vírgenes. Aunque la realidad, como suele suceder casi siempre, fuera mucho más prosaica, y lo apropiado hubiera sido colocarlo en una fría y gris ciudad industrial, rodeada, en invierno, de un círculo de cumbres nevadas. Un trabajo aburrido, maquinal, rutinario, incapaz de contentar la desbordante imaginación infantil.
Pero eso daba lo mismo. En los interminables veranos de la infancia, regresaba el héroe bien amado. Y cuando empujaba con fuerza su columpio, ella se sentía volar, muy por encima de las miserias humanas. El mundo se volvía cálido, dulce, perfecto… Allí, junto a su padre, ¡volando! ¡volando!
Las dos mujeres se alejaban lentamente por la zona ajardinada. Ya no alcanzaba a oír la voz de la anciana. La cuidadora seguía colgada del móvil.
Giré la cabeza y volví a mirar hacia adelante. Reemprendí la carrera. ¿Qué otra cosa podía hacer?
La memoria, ajena a los pliegues del tiempo, une en sola puntada sucesos muy alejados entre sí.
Todo en un instante, ¡volando!, ¡volando!