
Hay fechas en las que el tiempo parece acelerase, como si un vendaval arrancase a puñados las hojas del calendario y se las llevara volando. Son jornadas que dividen simbólicamente nuestra existencia entre un hasta ahora y un de ahora en adelante, hitos que jalonan el camino.
Al doblar la esquina del año, se supone que dejamos atrás lo viejo, lo que hasta ayer era el presente. Miramos hacia adelante con la esperanza -mejor o peor fundada, vaya usted a saber- de que llegará algo mejor. Solo el tiempo lo dirá, que hacer predicciones suele ser empezar a equivocarse.
Los comienzos y finales de año vienen marcados en el calendario con cierta arbitrariedad. Las fechas elegidas varían considerablemente según las diferentes culturas. En China, entre el 21 de enero y el 18 de febrero. En India, a mediados de noviembre. En el calendario islámico varían cada año…
Los que sí se repiten con exactitud son los movimientos de los astros, nuestro planeta incluido. Los solsticios de invierno y verano podríamos considerarlos los momentos más aproximados al comienzo o final real de cada año. En el hemisferio norte, el solsticio de invierno tiene lugar entre el 20 y el 23 de diciembre; en el hemisferio sur entre el 20 y el 23 de junio.
En torno a los solsticios han florecido ceremonias y celebraciones a lo largo y ancho de todo el planeta. Es llamativa la similitud de muchas de ellas a pesar de las tan manidas diferencias culturales. Las hogueras, el fuego, las luces de colores… -homenajes al sol creciente o menguante-, los estruendos que llaman al despertar de la tierra…
Son ritos que van ligados a esos puntos de inflexión, a esos momentos de cambio en los que parece forzoso mirar a la vez hacia detrás y hacia adelante. Fechas de balance y de renovar propósitos.
No es extraño que en ese delicado equilibrio se nos amontonen demasiadas cosas. Quizás por ello, por la búsqueda de olvido, por la prescripción social de felicidad obligatoria para esas jornadas o por la conciencia de que muchos de nuestros proyectos quedarán en papel mojado, sean tan habituales en esos días los excesos en el consumo de alcohol y otras sustancias psicotrópicas.
Se suele distinguir entre la idea circular del tiempo, que se atribuye al pensamiento oriental, y la idea lineal, propia de la mentalidad occidental. Según la primera, el tiempo y la historia serían una repetición cíclica, vueltas y más vueltas para estar siempre en el mismo lugar, un eterno retorno. Según la segunda, habría una constante progresión, un continuo avance hacia alguna meta más o menos deseada u obligatoria.
Que la historia se repite es algo constatable. No sé si la tragedia regresa convertida en farsa, pero se repiten las polémicas, las controversias, las modas, las tendencias… todo va y todo viene, aunque adquiera algún matiz distinto en cada ocasión. No es de extrañar la avidez con que esperamos algo nuevo.
Y la idea de cambio… Podría ponerse en duda en sociedades tradicionales, cuando las transformaciones eran mucho más lentas. Pero en la actualidad los cambios son tan acelerados que muchos de los más acusados los hemos visto nacer. Los teléfonos inteligentes que tanto han alterado nuestras costumbres -por ejemplo- son propios del siglo XXI. El primer iPhone es de 2007. De ayer, como quien dice.
Lo que sí parece en crisis es la idea de progreso, la pretensión de que las modificaciones vayan a ir siempre a mejor. Ahora reinan las previsiones sombrías, deberíamos preguntarnos por qué.
Ciclos, repetición, cambio…. La imagen que me viene a la cabeza para reflejar con cierta aproximación esas ideas es la del sacacorchos. Da vueltas y más vueltas sobre su eje, parece detenido, pero va alcanzando nuevos espacios y perforando lo que encuentra a su paso, a veces lo destroza.
El tiempo como un sacacorchos. El optimista pensará que le ayudará a descorchar un vino excelente. El pesimista, que, encima de ser carísimo, el vino estará acorchado.
¡Pues nada, que feliz 2023!