
Que el ser humano es un animal social me parece fuera de dudas. Es así desde los tiempos remotos en que nuestros ancestros caminaban por las estepas africanas agrupados en hordas. Está en nuestros genes.
Juan Gabriel Vásquez escribía en un reciente artículo que nada mueve tanto los relatos de nuestro mundo contemporáneo como la exaltación de las identidades.
El mundo se ha globalizado, está sumamente interconectado. En la creciente complejidad, en el contraste con esos desconocidos otros, en el desconcierto… se busca refugio protector en el propio grupo. Sea o no un fenómeno generalizado, lo que me parece indiscutible es que las identidades ocupan un lugar central en la concepción del mundo de ciertas corrientes que han alcanzado gran influencia en los Estados Unidos. Y que cuando allí estornudan, nos empiezan a llegar aquí los catarros.
En uno de sus poemas, La pobre galleta1, Gloria Fuertes nos contaba la historia de una galleta que iba muy contenta cantando por el bosque: ¡Soy una galleta! ¡Soy una galleta! Le dispara un cazador y continua cantando, pero con diferente estribillo: ¡Soy una rosquilla! ¡Soy una rosquilla!
Y es que nadie se identifica con el agujero, con la carencia, con la falta de atributos, con alguna forma de no-ser. Las identidades se construyen siempre en positivo, masajean la autoestima, necesitan dar una visión positiva de lo propio.
Ahora hay quienes se sienten señalados como culpables de todos los males del mundo por ser hombres, blancos, heterosexuales… En palabras del filósofo Slavoj Zizek –que parece sumamente irritado con el tema- la llamada izquierda ‘woke’ defiende la aceptación de todas las identidades sexuales y étnicas salvo una: la del hetero occidental.
Puede que haya cierta exageración en sus palabras. No sé, no vivo en Estados Unidos y esas corrientes nos llegan aquí atenuadas. Pero sí me parece que el empeño en disparar sobre esa identidad (imaginada, como todas), de demonizarla, de definirla por características negativas, está produciendo un efecto paradójico: la identificación de sectores de esos grupos con los estereotipos más reaccionarios que se lanzan sobre ella. Se identifican -y defienden- un cliché de hombre autoritario, dominante, chulo, macheras… hasta un punto violento y depredador. Un machirulo, un señoro, para entendernos con un lenguaje habitual hoy en día.
Ese fenómeno se puede constatar en diversos foros de internet y tiene cierto peso en el desarrollo del trumpismo o en el crecimiento de la extrema derecha a escala mundial. Ellos dicen -y hay que suponer que se lo creen- defender una identidad agraviada. Se sienten atacados y víctimas de políticas que no responden ya a los ideales de igualdad.
Tal y como están las cosas, conviene dar otra vuelta al recurrente tema de las identidades.
Los grupos sociales diferenciados -y las diversas identidades con ellos- se pueden definir en torno a multitud de cuestiones: la pertenencia nacional -antes el clan, la tribu, la etnia…-, el lugar de residencia, el sexo biológico, la orientación sexual, la edad, el idioma principal, los rasgos raciales, el equipo de fútbol, la cultura, la clase social…
Cada persona, por tanto, posee múltiples identidades. Intentar trazar el mapa identitario de una sociedad sería sumamente complejo, con círculos que agruparían y dividirían a los ciudadanos de muchas formas diferentes. Y siempre cabría definir nuevas identidades que cambiarían radicalmente el dibujo.
Los rasgos identitarios pueden estar mejor o peor fundados en algunas características generales del colectivo -esa es otra cuestión-, pero no dejan de ser construcciones culturales, son siempre estereotipos. Un individuo concreto puede asemejarse al resto del grupo en ciertos aspectos, pero las diferencias pueden ser abismales en otros.
Ninguna identidad determina una forma de ser, de vivir, de sentir, de pensar, de comportarse… O, mucho menos aún, una concepción específica del mundo o una ideología política concreta. Ningún individuo es el clon de un modelo identitario, ni replica al pie de la letra los atributos que se le adjudican al mismo. Las pretensiones -tan habituales- de definir un grupo o de hablar en nombre de él no pasan de ser, en el mejor de los casos, recursos literarios.
Volviendo al tema del hombre blanco heterosexual, que es un tipo que abunda entre la gente más poderosa del mundo es un dato. Vale, así es la realidad. Pero también los hay, y numerosos aquí y ahora, que son auténticos parias, marginados sociales. Meter a todos en el mismo saco…
La lucha por la igualdad ha sido la principal bandera de las fuerzas progresistas desde la Revolución Francesa. Afortunadamente ha ido ensanchando su contenido hasta englobar en esa reivindicación a toda la humanidad. La aspiración de acabar con todo tipo de discriminación forma parte de ella. Y si se lograra, las identidades deberían pasar a ser irrelevantes de cara al papel social que juega cada individuo concreto.
Ni galletas, ni rosquillas, ni machirulos, ni progres woke, ni… Los grupos humanos pueden tener ciertos intereses comunes -eso no lo discuto-, pero la concepción esencialista de las identidades no deja de ser otra vía esquemática y perezosa de acercarse a la realidad social. Nos ayuda poco a explicarla.
1 LA POBRE GALLETA:
Iba una galleta
rondando por el bosque.
Iba muy contenta
cantando por el bosque.
¡Soy una galleta! ¡Soy una galleta!
La vio un cazador
y con su escopeta le disparó.
¡Soy una rosquilla! ¡Soy una rosquilla!
Empezó a cantar
por entre las setas
la pobre galleta.