
Brasil acima de tudo, Deus acima de todos (Brasil por encima de todo, Dios por encima de todos) rezaba el eslogan electoral de Jair Bolsonaro. No es poca cosa, la verdad. Un subidón de autoestima, considerarse heraldo de la patria y mano ejecutora de la voluntad divina.
Sorprendente, si no estuviéramos habituados a oír proclamas semejantes en boca de las derechas más tradicionales y rabiosas. Porque tienen por costumbre vender su programa político como si la patria y dios se lo hubieran dictado.
Por si no fuera lo suficientemente alarmante, Jair Bolsonaro ya había declarado, faltando todavía más de un año para las elecciones, que quien me puso aquí fue Dios y solo él puede sacarme de aquí. Palabras inquietantes que presagiaban que no aceptaría con sosiego los resultados electorales. En caso de que saliera perdedor, claro. Y eso fue lo que ocurrió.
En un ambiente enrarecido, con el país polarizado y enfrentado, miles de sus seguidores más radicales asaltaron las sedes del Congreso, del Tribunal Supremo y el Palacio Presidencial, reclamando la intervención del ejército. Tomaron los edificios, los ocuparon y causaron grandes destrozos. Auténticos anti sistema, enrabietados contra las élites políticas y judiciales que, según ellos, controlan y manipulan el país.
Los paralelismos con el asalto al Congreso de los Estados Unidos por ultras trumpistas son evidentes. En ambos casos se partía de la furibunda negativa a reconocer los resultados de unas elecciones que habían perdido.
En el caso del trumpismo, habían puesto antes numerosas denuncias por supuestos amaños, que los tribunales fueron desestimando una tras otra. En Brasil ni siquiera han utilizado, hasta el momento, la vía legal.
En ninguno de los dos casos se ha encontrado indicio alguno que avale las sospechas de fraude. Conviene subrayarlo. Y remarcar también que cualquier proceso electoral democrático está sujeto a mecanismos de control que tratan de garantizar su limpieza.
Sucede, sin embargo, que para los creyentes en Trump o en Bolsonaro esa absoluta falta de pruebas no tiene ningún valor. Su sistema de pensamiento es diferente. El no haber encontrado las trampas no demuestra que no las haya habido. Muy al contrario, lo que prueba es que han sido hechas con tanta habilidad y han sido encubiertas por élites tan poderosas que han conseguido cegar los caminos para que salgan a la luz. Se reafirman así en el orgullo de pertenecer al grupo que conoce la verdad oculta y en la necesidad de enfrentarse por todos los medios al maligno.
La lógica, la razón, los datos de la realidad… no les sirven, porque no computan en sus códigos mentales. Año y pico después de cerrarse el proceso electoral, el 70% de los votantes de Trump seguía creyendo que había sido amañado.
El pensamiento racional busca datos y se guía por los disponibles, que son siempre limitados. Mientras no encuentre otros que los contradigan, los dará por buenos. La razón es propensa a la duda. Sabe que solo llegará, en el mejor de los casos, a alcanzar una parte de la verdad, pero que jamás la poseerá por completo. Eso deja, inevitablemente, zonas de sombra.
No es de extrañar que esas zonas de sombra se intenten iluminar con creencias. En su versión moderada, las creencias tratarán de acomodarse a la realidad, de soslayarla o, al menos, de no chocar con ella, y dejarán algún resquicio a la duda. En su versión extrema y fanática, negarán todo dato contrario a sus tesis por evidente que sea. Construirán un relato blindado utilizando sus propios mimbres, mejor si lo adornan con alguna pincelada real. Encerrados en su torre de marfil, se verán a sí mismos como los guardianes de una verdad deslumbrante y perseguida. Son los elegidos.
La irracionalidad de negar los resultados electorales sin ninguna prueba es sólo un ejemplo más de un magma de creencias del mismo corte: terraplanistas, negacionistas de la covid, antivacunas, conspiranoicos de ramas diversas, integristas religiosos, sectas mesiánicas…
Los bolsonaristas que participaron en el intento de golpe de estado estaban absolutamente convencidos de poseer la verdad. Si fue dios quien puso a Bolsonaro… ¿acaso puede dios perder elecciones?
Acampados en el centro de Brasilia, vestidos con camisetas de su selección, se creían cruzados de la patria. Su fe era inquebrantable: el ejército, como un ángel vengador, acudiría en su ayuda para evitar que reinara el maligno. Estaban tan convencidos de su misión histórica que aquello estalló en una orgía de selfis y vídeos. Querían dejar constancia del yo estuve allí. Otro signo de los tiempos, el narcisismo galopante. O quizás fuera estupidez pura y dura. ¿No sabían que esas imágenes eran pruebas de actos ilegales de suma gravedad?
Al final, intervino la policía. Cuando fueron detenidos por centenares, llevados a comisaría, fichados, encausados, y desmantelaron los campamentos, la reacción de los cruzados fue patética: sorpresa, desconcierto, incredulidad… No podía ser, el ejército los había traicionado.
Y es que, cuando se le cierra la puerta a la realidad, esta acaba colándose por la ventana. No estamos, por fortuna, en los años 60 y 70 en los que la CIA apadrinó todo tipo de golpes militares en el continente para frenar al comunismo. Aunque tuvieran cómplices dentro del ejército y de la policía, la intentona era tan alocada, tan chapucera, que nadie dio un paso para ponerse al frente. La condena ha sido unánime dentro y fuera de Brasil.
Los protagonistas vivían desconectados de la realidad, en una burbuja sectaria teñida de integrismo religioso. Un golpismo irredento, banal, por no decir, lisa y llanamente, estúpido.
El principal problema no son ellos, sino que casi la mitad de la población vote a alguien como Jair Bolsonaro. O como Trump, o como Meloni, o como Le Pen, o como… Y que se trivialice que todos ellos utilicen a esos grupos fanatizados como tropas de choque.