Camino por Cajamarca,
llego a la Plaza de Armas,
a dónde ir a dar si no
en la ciudad rectilínea
que tiene por corazón
un rectángulo imantado.
Aquí, nos cuenta la historia,
llegó Francisco Pizarro,
llamado El Conquistador,
y el inca acudió a su lado,
Atahualpa era su nombre,
a hombros de sus vasallos.
Alguien con autoridad
ha colocado paneles
en la plaza, que relatan
lo que luego allí ocurrió.
El encuentro entre dos mundos,
lo ha titulado el autor.
¿Se miraron a los ojos?
¿Intercambiaron saludos?
¿Preguntaron por sus madres?
¿Trataron de comprenderse?
¿Se desearon buen día?
¿Quedaron para otro rato?
Pizarro llegó de lejos.
No se come la hidalguía
y saciar la sed de oro
era su obsesivo anhelo,
valiéndose de su mando
y del filo de su acero.
Atahualpa era el cacique,
el inca de los quechuas.
Su voluntad era norma,
tenía hechuras de dios,
que de antiguo han ido juntos
poderes y religión.
Venía de hacer la guerra
contra su hermano Huáscar:
los dos querían el trono,
uno podía ocuparlo.
Un mal rollo las herencias
cuando hay en juego tanto.
Según cuentan los cronistas
que relataron los hechos,
envió Pizarro a un cura
con un breviario en la mano,
conminando a Atahualpa
a que se hiciera cristiano.
El inca tomó el breviario.
Trató de escuchar sonidos,
pues no sabía leer.
No era útil, nada oía.
Despreciando aquel regalo
lo arrojó al suelo con ira.
¡Está hecho un Lucifer!
Gritó el clérigo furioso.
La mecha se había encendido,
el fuego estaba cebado,
había que castigar
aquel horrible pecado.
Así se montó el gran cristo.
Las cosas de dios son siempre
la mejor de las excusas
para apetitos mortales,
las ofensas al Señor
deben lavarse con sangre.
Es de sí muy socorrido
mandar a dios por delante.
Toda duda es herejía,
nada cuenta la razón,
frente a mandatos divinos
argumentar es traición.
Estaba todo previsto
y de antemano dispuesto,
cañones, pólvora y hierro,
armaduras y caballos.
Toda la industria de guerra
para matar a destajo.
Hubo centenas de muertos,
cuatro mil dicen algunos,
el rojo tiñó la plaza,
la masacre tomó cuerpo,
hicieron preso a Atahualpa
y allí terminó su imperio.
Aquel encuentro es historia.
Hablan los historiadores
y escriben sesudos libros,
pues conocer el pasado
es vacuna necesaria
para poder superarlo.
Habla gente de la calle
y convierten lo ocurrido,
como vieron en el cine,
en lid de buenos y malos,
que la película engancha
cuando has elegido bando.
Hablan padres de la patria
con retórica impostada
en discursos muy pomposos.
Siempre encuentran la manera
de arrimar ascua y sardina
para engordar su bandera.
Pero si hablaran los hombres
que murieron en la plaza,
no tengo ninguna duda
de lo que a gritos dirían:
Más vale que estos encuentros
se dejen para otro día.